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   Ìèãåëü äå Ñåðâàíòåñ. Õèòðîóìíûé èäàëüãî Äîí Êèõîò Ëàìàí÷ñêèé / Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha


   © ÎÎÎ «Èçäàòåëüñòâî ÀÑÒ», 2015


   PRIMA PARTE


   Prólogo

   Estimado lector, créeme si te digo que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso y discreto que pueda imaginarse. Pero ¿qué podía surgir de mi pobre ingenio sino la historia de un hijo seco y arrugado, que nació en una cárcel donde habitan la incomodidad y el ruido?
   Por el contrario, el sosiego, la paz de los campos, la serenidad de los cielos, el sonido de las fuentes y la tranquilidad del espíritu ayudan a que las musas se muestren generosas.
   Sucede que un padre tiene un hijo feo y su amor por él le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas. Pero yo, que no soy padre, sino padrastro de don Quijote, no quiero que me suceda lo mismo; ni quiero, querido lector, pedirte que perdones las faltas que veas en este hijo mío; al contrario, di libremente todo lo que quieras de esta historia sin temor.
   Quisiera dártela sin presentaciones ni explicaciones de personajes importantes ni autores famosos. Pero me siento confuso. ¿Qué opinión tendrán de mí cuando vean que ahora, a mi edad, escribo una historia pobre de estilo y de conceptos? Esto mismo le dije a un amigo mío, el cual me contestó que, si lo que pretende esta historia es acabar con la autoridad de los libros de caballerías, no hacen falta sentencias de filósofos ni de santos. Bastará con escribir empleando palabras honestas y bien colocadas, e intentar, también, que el triste, al leer la historia, se ría; que el risueño ría más; que el simple no se enfade; que el discreto goce con la invención; que el serio no la desprecie, y que el prudente la alabe.
   Con estas buenas razones y consejos, me propongo, sin rodeos [1 - sin rodeos – íå õîäÿ âîêðóã äà îêîëî], ofrecerte, lector amigo, la historia del famoso don Quijote de la Mancha ― de quien opinan todos los habitantes del campo de Montiel [2 - campo de Montiel – êîìàðêà Ëà-Ìàí÷è, â êîòîðîé ðàçâîðà÷èâàåòñÿ äåéñòâèå] que fue el más puro enamorado y el más valiente caballero―, y de su escudero, Sancho Panza, en quien pongo resumidas todas las cualidades que encontrarás en los libros de caballerías. Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no me olvide.


   Capítulo I
   El famoso hidalgo don Quijote de la Mancha

    [3 - hidalgo – èäàëüãî; ÷åëîâåê, ïðîèñõîäÿùèé èç áëàãîðîäíîé ñåìüè]
   En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de escudo antiguo, rocín [4 - rocín – êëÿ÷à] flaco y galgo corredor. Comía más vaca que cordero, carne picada muchas noches, huevos con tocino los sábados y algún pollo los domingos.
   Vivían en su casa una ama [5 - ama – äîìîïðàâèòåëüíèöà, êëþ÷íèöà] que tenía más de cuarenta años y una sobrina que no llegaba a los veinte. Había también un criado que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.
   Nuestro hidalgo tenía casi cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada, gran madrugador y amigo de la caza. No se sabe si su nombre era Quijada o Quesada, pero lo más probable es que fuera Quejana.
   Este buen hidalgo dedicaba sus ratos libres a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó la caza y hasta la administración de su casa. Vendió muchas de sus tierras para comprar libros de caballerías y juntó todos los libros que pudo. El pobre caballero perdía la razón intentando comprender todas las lecturas. Discutía con el cura de su aldea sobre cuál había sido el mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula [6 - Palmerín de Inglaterra, Amadís de Gaula – âûìûøëåííûå ãåðîè ïîïóëÿðíûõ â òî âðåìÿ ðûöàðñêèõ ðîìàíîâ].
   Tanto se metió en sus lecturas que se pasaba los días y las noches leyendo. Leía tanto y dormía tan poco, que se le secó el cerebro y se volvió loco. Se le llenó la imaginación de todo lo que leía sobre encantamientos, batallas, desafíos [7 - desafío – âûçîâ íà ïîåäèíîê], amores y disparates imposibles, y para él no había nada más cierto en el mundo.
   Cuando perdió la razón por completo, se le ocurrió el más extraño pensamiento que jamás tuvo ningún loco: hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a hacer todo lo que hacían los caballeros andantes que aparecían en sus lecturas, poniéndose en los más difíciles peligros para lograr fama eterna.
   Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus abuelos. Fue luego a ver su rocín, que, aunque estaba nuy flaco, le pareció que ni Babieca del Cid [8 - Babieca del Cid – ëîøàäü Ñèäà Êàìïåàäîðà, íàöèîíàëüíîãî ãåðîÿ Èñïàíèè âðåì¸í Ðåêîíêèñòû, ãåðîÿ çíàìåíèòîé ýïè÷åñêîé ïîýìû íà êàñòèëüñêîì «Ïåñíü î ìî¸ì Ñèäå»] se podía comparar con él.
   Pensó que debía poner un nombre a su caballo, al igual que otros caballeros famosos. Después de mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre sonoro y significativo de lo que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el primero de todos los rocines del mundo.
   Cuando puso nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En ello estuvo pensando ocho días hasta que decidió llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís añadió a su nombre el de su tierra y se llamó Amadís de Gaula. Como buen caballero, él también hizo lo mismo y se llamó don Quijote de la Mancha.
   Le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruto.
   En el pueblo cerca del suyo, había una moza labradora de muy bien parecer [9 - de muy bien parecer – ìèëîâèäíàÿ] de la que él estuvo enamorado, aunque ella jamás lo supo. Se llamaba Aldonza Lorenzo, pero él creyó que debía darle un nombre que recordara el de una princesa y gran señora y la llamó Dulcinea del Toboso, porque había nacido en ese pueblo.


   Capítulo II
   La primera salida de don Quijote

   Acabados estos preparativos, no quiso esperar más tiempo para poner en práctica su pensamiento, porque él creía que hacía mucha falta en el mundo para deshacer agravios [10 - deshacer agravios – âîññòàíîâèòü ñïðàâåäëèâîñòü] y reparar injusticias. Así, sin decir nada a nadie, una mañana del mes de julio cogió su escudo y sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, muy contento al ver que había dado principio a su buen deseo.
   Pero pronto recordó que no había sido armado caballero [11 - ser armado caballero – áûòü ïîñâÿù¸ííûì â ðûöàðè] y, según la ley de la caballería, no podía ni debía utilizar las armas para enfrentarse con ningún caballero. Estos pensamientos le hicieron dudar un poco, pero pudo más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrara en su camino le pediría que le armara caballero, tal como había leído en sus libros de caballería.
   Con estos pensamientos se tranquilizó y siguió el camino que su caballo Rocinante tomaba por los campos de Montiel. Mientras tanto, iba pensando: «Dichoso siglo aquel en que saldrán a la luz [12 - saldrán a la luz – óâèäÿò ñâåò] mis famosas hazañas para la eterna memoria. ¡Oh, tú, sabio escritor, tú que contarás esta historia nunca vista! Te ruego que no te olvides de aventuras». Luego se decía, como si verdaderamente estuviera enamorado: «¡Oh, princesa Dulcinea, señora y dueña de mi corazón! Os ruego que os acordéis de vuestro esclavo, que tanto sufre por vuestro amor». Así iba añadiendo estos y otros disparates, como los que le habían enseñado sus libros.
   Caminó todo el día y no sucedió ninguna cosa, por lo que él se desilusionaba porque estaba ansioso de demostrar su valor y la fuerza de su brazo. Al anochecer, su rocín y él estaban cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando vio cerca del camino una venta [13 - venta – (çä.) ïîñòîÿëûé äâîð], a la que se dirigió a toda prisa. Estaban en la puerta dos mujeres mozas, de esas que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don Quijote se imaginaba que todo lo que veía era igual que en los libros de caballería, al ver la venta le pareció un castillo y las mujeres, dos hermosas doncellas [14 - doncellas – þíûå äåâû] que estaban divirtiéndose. Las mozas, al ver venir a un hombre armado de esa forma, se asustaron y salieron corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con esas palabras:
   –No huyan vuestras mercedes, pues la ley de caballería me impide hacer el mal, y menos aún a tan hermosas doncellas.
   Cuando las mozas oyeron que las llamaba doncellas, a ellas que habían conocido ya muchos hombres, no pudieron contener la risa. Y cuanto más reían ellas, más se enfadaba don Quijote.
   En esto, apareció el ventero y, teniendo que el enfado moviera a tan extraño caballero a usar las armas, le dijo:
   –Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, aquí encontrará de todo menos cama, porque no hay ninguna.
   Don Quijote le respondió:
   –Para mí, señor castellano [15 - castellano – (çä.) ñìîòðèòåëü çàìêà], cualquier cosa me basta, porque mis ropas son las armas y mi descanso el pelear.
   El ventero ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le ofreció luego algo de pescado para la cena. Le atendieron las don mujeres, que antes ya habían ayudado al caballero a quitarse las armas. Sorprendido, dijo don Quijote:

     ―Nunca un caballero fue
     de damas tan bien servido,
     como lo fue don Quijote
     cuando de su aldea vino:
     doncellas cuidaban de él;
     y princesas, de su rocino.

   Pero lo que más le preocupaba era no verse armada caballero, pues pensaba que no podría comenzar ninguna aventura sin recibir la orden de caballería.


   Capítulo III
   Don Quijote es armado caballero

   Preocupado con este pensamiento, llamó al ventero. Se encerró con él en la caballeriza [16 - caballeriza – êîíþøíÿ], puso de rodillas y le dijo:
   –No me levantaré jamás del suelo, valeroso caballero, hasta que me conceda el deseo que quiero pedirle.
   El ventero le dijo que así lo haría y don Quijote siguió su discurso:
   –No esperaba menos de vuestra merced. El deseo que os pido es que mañana me tenéis que armar caballero. Esta noche en la capilla de vuestro castillo velaré las armas [17 - velaré las armas – áäåíèå íàä îðóæèåì âõîäèëî â îáû÷àé ïîñâÿùåíèÿ â ðûöàðè] y mañana se cumplirá lo que tanto deseo, para poder ir como se debe por las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en favor de los necesitados.
   El ventero enseguida se dio cuenta de que estaba loco y, para divertirse, le siguió la broma. Le hizo creer que su deseo era muy acertado, muy propio de los caballeros tan importantes como él. Le dijo también que en su castillo no había capilla donde velar las armas, pero que podía hacerlo en el patio del castillo y por la mañana se harían las debidas ceremonias.
   El ventero le preguntó si traía dinero; respondió don Quijote que no llevaba nada, porque él nunca había leído en las historias que los caballeros andantes lo necesitasen. El ventero le dijo que se equivocaba, que no lo había leído porque era una cosa clara y evidente llevar dinero y camisas limpias. Además, solían llevar una caja pequeña llena de ungüentos [18 - ungüento – ëåêàðñòâåííàÿ ìàçü] para curar las heridas recibidas en los combates, porque no siempre en los campos y desiertos donde combatían había quien los curara.
   Don Quijote prometió hacer todo lo que le recomendaba con toda puntualidad y luego empezó a velar las armas en un patio grande que había en la venta.
   Don Quijote recogió todas las armas y las sobre una pila [19 - pila – (çä.) âîäîïîéíîå êîðûòî] que había junto a un pozo. Cogió la lanza y comenzó a pasear delante de la pila. Cuando inició el paseo ya era de noche.
   Uno de los arrieros [20 - arriero – ïîãîíùèê] que allí había quiso dar agua a sus animales, por lo que tuvo que quitar las armas que don Quijote había colocado en la pila. Este, al verlo llegar, le dijo:
   –¡Oh, tú, atrevido caballero que llegas a tocar las armas del más valeroso caballero andante! Mira lo que haces y no las toques, si no quieres perder la vida por tu atrevimiento.
   El arriero no hizo caso de estas razones y quitó las armas allí. Entonces don Quijote levantó la lanza y dio un golpe tan grande al arriero en la cabeza que lo derribó al suelo dejándolo malherido. Luego recogió sus armas y volvió a pasearse como antes.
   Los demás arrieros, que vieron lo sucedido, comenzaron a tirarle piedras a don Quijote, hasta que el ventero logró detenerlos diciéndoles que se trataba de un loco. El ventero gritaba y don Quijote gritaba más, llamando a todos traidores.
   Finalmente, el ventero se acercó a él y le dijo que ya había velado las armas y que podía ser armado caballero allí, en mitad del campo.
   El ventero cogió un libro. Le acompañaban un muchacho con una vela y las dos conocidas doncellas. Mandó ponerse de rodillas a don Quijote, fingió que leía una oración, levantó la mano, le dio un buen golpe en el cuello y después otro con su misma espada, siempre hablando entre dientes, como si rezara. Mandó a una de las damas que le colocara la espada a la cintura y, mientras lo hacía, ella le dijo:
   –Dios haga a vuestra merced un venturoso [21 - venturoso – ñ÷àñòëèâûé, ïðèíîñÿùèé ñ÷àñòüå] caballero y le conceda muchas victorias.
   Don Quijote le preguntó su nombre; ella respondió que se llamaba Tolosa. Entonces, don Quijote quiso que, desde ese momento, se llamase doña Tolosa, como corresponde a una gran dama.
   Con la otra moza sucedió lo mismo. Su nombre era Molinera, y don Quijote le rogó que pusiera el don, doña Molinera.
   Terminadas las ceremonias, don Quijote preparó a Rocinante, abrazó al ventero, que no le pidió ningún dinero por su servicio, y salió de la venta.


   Capítulo IV
   La primera hazaña de Don Quijote

   Salió don Quijote de la venta al amanecer, tan contento por verse ya armado caballero que la alegría se le veía en la cara. Sin embargo, decidió volver a su casa para coger camisas y dinero y buscar un escudero [22 - escudero – îðóæåíîñåö]. Pensó en un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, para que le ayudara en el oficio de la caballería.
   Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, y el caballo comenzó a caminar con tanta gana, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
   No había caminado mucho, cuando oyó unas voces que salían del bosque. A don Quijote le pareció que alguien se quejaba.
   –Doy gracias al cielo ―se dijo don Quijote―, pues pronto voy a poder cumplir con lo que debo hacer por mi profesión. Estas voces son, sin duda, de alguien que necesita mi ayuda.
   Dirigió a Rocinante hacia el lugar de donde salían las voces. A pocos pasos encontró a un muchacho de unos quince años que gritaba; estaba desnudo de cintura para arriba y atado a un árbol.
   Y es que un labrador estaba azotando al chiquillo mientras le decía:
   –La lengua callada y los ojos listos.
   Y el muchacho respondía:
   –No lo haré otra vez, señor; prometo tener más cuidado del rebaño.
   Viendo esto don Quijote, dijo muy enfadado:
   –Bien podéis pegar a quien no se puede defender. Subid a vuestro caballo y tomad vuestra lanza, así os enseñaré que es de cobardes lo que hacéis.
   El labrador, que vio aquella figura moviendo la lanza sobre su cara, creyó que lo iba a matar y con buenas palabras respondió:
   –Señor caballero, este muchacho a quien estoy castigando es mi criado, y es tan descuidado que cada día me falta una oveja del rebaño que tiene a su cargo. [23 - que tiene a su cargo – çà êîòîðûå îí îòâå÷àåò] Y miente cuando dice que no le pago su salario..
   –Él que no puede mentir delante de mí ―dijo don Quijote―. ¿Cómo podéis decir tal cosa? Desatadlo y pagadle ahora mismo si no queréis que os atraviese con mi lanza.
   El labrador bajó la cabeza y desató a su criado. Luego dijo a don Quijote:
   –Lo malo, señor caballero, es que no tengo aquí dinero. Que se venga conmigo Andrés, que así se llama el chico, que yo le pagaré todo.
   –¿Irme yo con él? ―dijo el muchacho―. No, señor; porque cuando esté solo me arrancará la piel.
   –No lo hará ―dijo don Quijote―, basta con que yo se lo mande para que me tenga respeto y me lo jure por la ley de caballería.
   –Mire, vuestra merced ―dijo el muchacho―, que mi amo no es caballero ni ha recibido ninguna orden de caballería. Que es Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar [24 - Quintanar – Êèíòàíàð-äå-ëà-Îðäåí, äåðåâíÿ â ïðîâèíöèè Òîëåäî (àâòîíîìíîå ñîîáùåñòâî Êàñòèëèÿ – Ëà-Ìàí÷à)].
   –Eso importa poco ―respondió don Quijote―, porque puede haber Haldudos caballeros. Cada uno es hijo de sus obras [25 - cada uno es hijo de sus obras – àíàëîã ïîãîâîðêè «÷òî ïîñååøü, òî è ïîæí¸øü»: òèòóë ðûöàðÿ ìîæíî áûëî êàê óíàñëåäîâàòü, òàê è ïîëó÷èòü çà ñîáñòâåííûå çàñëóãè].
   –Es verdad ―dijo Andrés―; pero mi amo ¿de qué obras es hijo si me niega el salario ganado con mi sudor?
   –No lo niego, hermano Andrés ―dijo el labrador―, venid conmigo, que yo os juro por todas las órdenes de caballerías que os pagaré.
   –Así lo haréis ―dijo don Quijote―; si no, os juro yo también que os buscaré para castigaros. Sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el que deshace todas las injusticias y las ofensas.
   Y dicho esto, se alejó montado sobre Rocinante.
   El labrador se volvió hacia su criado y le dijo:
   –Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo como me ha mandado aquel deshacedor de ofensas.
   –Hará bien vuestra merced en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero; si no, volverá y hará lo que dijo.
   El labrador cogió del brazo al muchacho y lo volvió a atar al árbol, donde le dio tantos azotes que lo dejó medio muerto.
   –Llamad ahora ―decía el labrador― al deshacedor de ofensas, veréis que no deshace esta.
   Por fin, lo desató y le dio permiso para que fuera a buscar a su juez. El muchacho se fue llorando y el labrador se quedó riendo.
   Así deshizo esta injusticia el valeroso don Quijote; el cual, muy contento con lo sucedido, y satisfecho con el inicio de su nueva vida caballeresca, iba diciendo:
   –¡Oh, dichosa tú, Dulcinea del Toboso!, por tener a tu servicio a tan valiente y famoso caballero como es don Quijote de la Mancha.
   Iba andando tranquilamente cuando descubrió un numeroso grupo de gente. Eran unos mercaderes [26 - mercaderes – êóïöû] toledanos que iban a comprar seda a Murcia. En cuanto los vio, don Quijote se imaginó que aquello era otra aventura y quiso imitar todo lo que había leído en sus libros.
   Pensando que eran caballeros andantes, se puso bien derecho sobre el rocín, sujetó el escudo, y con lanza en la mano se colocó en medio del camino. Cuando los mercaderes estuvieron cerca de él, don Quijote levantó la voz y con un tono autoritario dijo:
   –Todo el mundo se detenga y nadie pase de aquí si no afirma que no hay en el mundo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par [27 - sin par – íåñðàâíåííàÿ] Dulcinea del Toboso.
   Al ver y oír a aquella extraña figura, los mercaderes se pararon, y uno de ellos dijo:
   –Señor caballero, nosotros no conocemos a esa buena señora. Mostrádnosla, pues si es de tanta hermosura como decís, de buena gana afirmaremos la verdad que nos pedís.
   –Si os la mostrara ―contestó don Quijote―, ¿qué mérito tendríais vosotros en afirmar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo tenéis que creer, afirmar y defender; si no, conmigo habéis de pelear.
   –Señor caballero ―respondió un mercader―, ruego a vuestra merced que para no equivocarnos afirmando una cosa jamás vista ni oída por nosotros, nos muestre algún retrato de esa señora. Que aunque en su retrato aparezca tuerta [28 - tuerta – êîñîãëàçàÿ, êðèâàÿ íà îäèí ãëàç], por complacer a vuestra merced diremos en su favor todo lo que quiera.
   –No es tuerta, canalla ―respondió don Quijote lleno de ira―; no es tuerta ni encorvada [29 - encorvada – ñãîðáëåííàÿ], sino bien derecha. Pero ¡vosotros pagaréis esta mentira que dicho contra una belleza como la de mi señora!
   Terminó de decir esto y atacó con la lanza al mercader con tanta furia que si Rocinante no tropieza y cae, lo hubiera pasado mal el atrevido comerciante.
   Cayó Rocinante y su amo fue rodando un gran trecho [30 - trecho – ðàññòîÿíèå, îòðåçîê çåìëè] por el campo. Mientras intentaba levantarse decía:
   –No huyáis, gente cobarde, que estoy aquí tendido por culpa de mi caballo.
   Uno de los mozos de mulas, cansado de oír tantos insultos, se acercó a él, rompió la lanza en pedazos y le dio tal paliza que ya no le fue posible levantarse de lo dolorido que tenía todo el cuerpo.


   Capítulo V
   Don Quijote regresa a su aldea

   En esta situación se encontraba cuando pasó por allí un labrador de su mismo pueblo y vecino suyo, que viéndolo tirado en el suelo paró a ayudarlo. El labrador le descubrió la cara, se la limpió, que la tenía cubierta de polvo, y al reconocerlo le dijo:
   –Señor Quijana ―que así se debía de llamar él antes de perder el juicio [31 - perder el juicio – ïîòåðÿòü ðàññóäîê] y hacerse caballero andante―, ¿quién ha puesto a vuestra merced de este modo?
   Pero él seguía en sus pensamientos y no contestó nada. El labrador lo levantó del suelo y lo subió sobre su asno. Recogió las armas, las puso sobre Rocinante y se dirigió hacia su pueblo. En el camino, don Quijote llamaba al labrador Rodrigo de Narváez o Marqués de Mantua, confundiéndolo con estos personajes de los libros que había leído, y él mismo decía ser unas veces Valdovinos, y otras, Abindarráez.
   Al oír estas locuras, dijo el labrador:
   –Mire, señor, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado señor Quijana.
   –Yo sé quién soy ―respondió don Quijote― y sé que puedo ser no solo los que he dicho sino los doce Pares de Francia [32 - Pares de Francia – Ïýðû Ôðàíöèè, ãðóïïà êðóïíåéøèõ ôåîäàëîâ, ñîñòîÿùàÿ èç äâåíàäöàòè ïðÿìûõ âàññàëîâ êîðîëÿ Ôðàíöèè], pues todas sus hazañas las puedo yo superar.
   Llegaron al pueblo cuando ya anochecía y entraron en la casa de don Quijote, donde se encontraban el cura, Pero Pérez, y el barbero, maese [33 - maese – (óñòàð.) ó÷èòåëü] Nicolás, que eran buenos amigos de don Quijote.
   Los dos, junto con la sobrina y el ama, discutían sobre la ausencia de su amo y sus malas lecturas, que le habían hecho perder el juicio.
   –Hace tres días que no aparecen ni él, ni el rocín, ni la lanza, ni las armas ―decía el ama―. La verdad es que la culpa es de esos libros de caballerías que él tiene y suele leer. Ellos le han quitado el juicio. Ahora recuerdo haberle oído decir muchas veces que quería hacerse caballero andante e irse a buscar aventuras por esos mundos.
   La sobrina decía lo mismo:
   –Sepa, señor barbero, que muchas veces mi tío leía esos libros durante días enteros, y cuando dejaba el libro, cogía la espada, se ponía a pelear con las paredes y decía que había matado a cuatro gigantes o más. Pero yo tengo la culpa de todo, porque no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi tío, para que le quitaran y quemaran todos esos libros.
   –Esto digo yo también ―dijo el cura―, y mañana mismo los echaremos al fuego, para que no den la oportunidad a otro de caer en la locura de nuestro buen amigo.
   Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote. El labrador comprendió así la enfermedad de su vecino y comenzó a decir a voces:
   –Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor Marqués de Mantua, que viene malherido, y al señor Abindarráez, a quien trae preso el valeroso Rodrigo de Narváez.
   A oír las voces salieron todos y se fueron a abrazar a don Quijote, pero él dijo:
   –Deteneos, que vengo malherido por culpa mi caballo. Llevadme a mi cuarto y llamad, si posible, a la sabia Urganda [34 - sabia Urganda – èçâåñòíàÿ ãåðîèíÿ ðûöàðñêèõ ðîìàíîâ, âëàäåâøàÿ ìàãèåé èñöåëåíèÿ] que cure mis heridas.
   –Suba, vuestra merced ―dijo el ama―, que, aunque no esté esa señora, aquí le sabremos curar.
   Lo llevaron a la cama y él pidió que le dieran de comer y le dejaran dormir, que era lo que más le importaba.


   Capítulo VI
   El cura y el barbero queman los libros de don Quijote

   Al día siguiente, don Quijote todavía dormía cuando llegaron el cura y el barbero. Pidieron a la sobrina las llaves de la habitación donde estaban los libros, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron todos en la habitación, y el ama con ellos. Encontraron más de cien libros grandes y otros pequeños.
   En cuanto el ama los vio, tuvo miedo de que en la habitación hubiera algún encantador [35 - encantador – ÷àðîäåé] de los muchos que había en esos libros y les hiciera daño también a ellos.
   El cura se rió de la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le diera aquellos libros uno por uno, para ver de qué trataban, pues podía ser que algunos de ellos no merecieran terminar en el fuego.
   –No ―dijo la sobrina―, no hay por qué salvar ninguno, porque todos han sido los causantes de la locura de mi tío. Mejor será tirarlos por la ventana al corral del patio y luego quemarlos.
   Lo mismo dijo el ama, pero el cura quiso, por lo menos, leer antes los títulos. Y el primero que el barbero le dio en las manos fue Amadís de Gaula, y dijo el cura:
   –Según he oído, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España. Y así, me parece que, por ser el principio y origen de todos los demás libros, lo debemos echar al fuego sin excusa alguna.
   –No, señor ―dijo el barbero―, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros de caballerías, y por eso se debe salvar.
   –Es verdad ―dijo el cura―. Veamos ese otro que está junto a él.
   –Es las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula —dijo el barbero.
   –Pues ―dijo el cura― no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tome, señora ama, abra esa ventana y échelo al corral para quemarlo.
   Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomara todos los libros grandes y los tirara al corral. Ella, que tenía muchas ganas de quemarlos, tomando ocho de una vez los arrojaba por la ventana. Al coger muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero y este lo recogió para ver de quién era. Leyó el título: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
   ¡Válgame Dios! ―exclamó el cura―. Tirante el Blanco es, por su estilo, el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas, como lo hacemos todos. Lléveselo a su casa y lea las aventuras del valeroso caballero de Montalbán y los amores y mentiras de la viuda Reposada; verá que es muy divertido y que es verdad lo que os he dicho.
   –Así será ―respondió el barbero―, pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
   –Estos ―dijo el cura― no deben de ser de caballerías sino de poesía, y no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que han hecho los de caballerías.
   –¡Ay, señor! ―dijo la sobrina―. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como los demás, porque sería peor que al leerlos mi tío quisiera hacerse poeta, que es enfermedad incurable.
   –Esta doncella dice la verdad ―dijo el cura―, y será bueno quitarle a nuestro amigo la ocasión de enfermar otra vez. Pero ¿qué libro es ese?
   –La Galatea [36 - La Galatea – ïåðâîå êðóïíîå ïðîèçâåäåíèå Ñåðâàíòåñà; âòîðàÿ ÷àñòü òàê è íå áûëà îïóáëèêîâàíà], de Miguel de Cervantes ―dijo el barbero.
   –Hace muchos años que es gran amigo mío ese Cervantes ―dijo el cura―. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo pero no llega a ninguna conclusión: es necesario esperar la segunda parte que promete. Entretanto, guárdelo usted en su casa.
   –Con gusto lo haré ―respondió el barbero―. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, La Austríada y El Monserrato.
   –Todos ellos ―dijo el cura― son los mejores libros de aventuras en verso escritos en lengua castellana, y pueden competir con los más famosos de Italia. Hay que guardarlos.


   Capítulo VII
   La segunda salida de don Quijote

   Mientras el cura y el barbero discutían sobre los títulos de los libros de caballería que debían ser quemados, oyeron a don Quijote decir a grandes voces:
   –Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí debéis mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos.
   El cura y el barbero fueron a ver qué le pasaba. Cuando llegaron, don Quijote ya estaba levantado de la cama y continuaba con sus voces, dando cuchilladas [37 - cuchilladas – óäàðû íîæîì, êèíæàëîì] a todas partes como si peleara con alguien. Lo agarraron y se lo llevaron de nuevo a la cama. Le dieron de comer y se quedó otra vez dormido.
   El cura y el barbero pensaron en tapiar el cuarto donde estaban los libros de caballerías para que su amigo no los volviera a ver. Le dirían que un encantador se los había llevado. Y así se hizo.
   Dos días después se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros. Como no hallaba el cuarto, preguntó al ama por él, y ella, que ya sabía lo que tenía que responder, le dijo:
   –¿Qué cuarto busca vuestra merced? Ya no hay cuarto ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
   –No era diablo ―dijo la sobrina―, sino un encantador que vino una noche sobre una nube, entró en el cuarto y no sé lo que hizo dentro, que al poco tiempo salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo. Cuando se fue, vimos que no había ya ni cuarto ni libros. Y mientras el encantador se iba volando, decía en voz alta que había hecho aquel daño por enemistad secreta con el dueño de aquellos libros y que se llamaba el sabio Muñatón.
   –Frestón diría ―dijo don Quijote.
   –No sé ―respondió el ama― si se llamaba Frestón o Fritón [38 - Frestón o Fritón – ìóäðåö Ôðèñòîí, ïåðñîíàæ ðûöàðñêîãî ðîìàíà], solamente sé que su nombre acababa en tón.
   –Así es ―dijo don Quijote―, ese es un sabio encantador, gran enemigo mío, pues sabe que más adelante tendré que pelear con un caballero a quien él protege y le venceré sin que él lo pueda impredir. Por eso intenta hacerme todo el daño que puede.
   –¿Y no será mejor quedarse tranquilo en su casa y no irse por el mundo a buscar aventuras? ―dijo la sobrina―. Mire usted que no siempre se consigue lo que se quiere.
   No quisieron las dos insistir más, porque vieron que su enfado iba en aumento.
   Y así estuvo don Quijote quince días en casa muy tranquilo, sin dar muestras de querer seguir sus primeras locuras.
   En ese tiempo fue a ver don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre honrado aunque pobre, pero de muy poca sal en la mollera [39 - de muy poca sal en la mollera – ãëóïîâàòûé, íåäàë¸êîãî óìà]. Tanto le dijo y tanto le prometió, que el hombre decidió irse con él y servirle de escudero. Don Quijote le decía que podía ganar alguna ínsula [40 - ínsula – êóñî÷åê çåìëè, (óñòàð.) îñòðîâ] y dejarlo a él como gobernador. Con estas promesas, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó a su mujer e hijos y se convirtió en escudero de su vecino.
   Don Quijote ordenó a Sancho que llevara algún dinero y, sobre todo, que no olvidara las alforjas [41 - alforja – äîðîæíàÿ ñóìà]. Dijo Sancho que las llevaría y que pensaba llevar también un asno muy bueno que tenía, porque no estaba acostumbrado a andar a pie. Cuando todo estuvo preparado, sin despedirse Sancho de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche salieron del lugar sin que nadie los viera.
   Iba Sancho Panza sobre su asno, con sus alforjas y su bota de vino [42 - bota de vino – áóðäþê, ìåõ äëÿ âèíà], con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula prometida. Así se lo dijo a su amo:
   –Mire, señor caballero andante, que no se le olvide lo de la ínsula, que yo la sabré gobernar aunque sea muy grande.
   A esto respondió don Quijote:
   –Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre de los caballeros andantes hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que iban ganando, y yo pienso seguir esta costumbre. Y bien podría ser que antes de seis días ganase yo un reino y fueses coronado rey de él.
   –De esa manera ―respondió Sancho Panza―, si yo fuera rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, Juana Gutiérrez, mi mujer, sería reina, y mis hijos, infantes.
   –Pues ¿quién lo duda? ―contestó don Quijote.
   –Yo lo dudo ―dijo Sancho―, porque no vale mi mujer para reina; condesa será mejor.
   –Pídelo tú a Dios ―dijo don Quijote―, que él le dará lo que le venga mejor.


   Capítulo VIII
   La aventura de los molinos de viento

   Iban caminando cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y cuando don Quijote los vio, dijo a su escudero:
   –La suerte va guiando nuestras cosas mejor de lo que pensábamos; porque mira allí, amigo Sancho Panza, donde se ven treinta, o pocos más, inmensos gigantes. Pienso pelear con ellos y quitarles a todos las vidas, y con el botín [43 - botín – (çä.) âîåííûå òðîôåè] que ganemos comenzaremos a enriquecernos.
   –¿Qué gigantes? ―dijo Sancho Panza.
   –Aquellos que allí ves ―respondió su amo― de los brazos largos, que miden algunos casi dos leguas [44 - legua – ëèãà, ñòàðèííàÿ ìåðà äëèíû (îêîëî 5,5 êì)].
   –Mire, vuestra merced ―respondió Sancho―, que aquellos no son gigantes sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas [45 - aspa – êðåñòîâèíà, êðûëî âåòðÿíîé ìåëüíèöû], que se mueven por el viento.
   –Bien parece ―respondió don Quijote― que no estás enterado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí y reza mientras voy yo a entrar en fiera y desigual batalla.
   Y diciendo esto, se lanzó con su caballo Rocinante diciendo:
   –No huyáis, cobardes, que un solo caballero os ataca.
   Entonces se levantó un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse. Al verlo dijo don Quijote:
   –Aunque mováis todos los brazos del mundo me lo vais a pagar [46 - me lo vais a pagar – âàì ýòî äàðîì íå ïðîéä¸ò].
   Luego, con la lanza en la mano, puso a todo galope a Rocinante y atacó el primer molino que estaba delante. Dio un gran golpe con la lanza en el aspa, pero el viento hizo girar el aspa con tanta fuerza que rompió la lanza, arrojando lejos al caballo y al caballero, que fue rodando malherido por el campo. Acudió Sancho a socorrerlo y vio que no se podía mover; tal fue el golpe que había recibido.
   –¡Válgame Dios! ―dijo Sancho―. ¿No le dije yo a vuestra merced que tuviera cuidado con lo que hacía, que eran molinos de viento?
   –Calla, amigo Sancho ―respondió don Qiujote―, que las cosas de la guerra cambian continuamente. Más aún, yo pienso que aquel sabio Frestón que me robó los libros ha convertido estos gigantes en molinos, para quitarme la fama de su derrota. Pero poco podrá su maldad contra la bondad de mi espada.
   –Dios quiera que así sea ―respondió Sancho Panza.
   Le ayudó Sancho a levantarse y a subir sobre Rocinante y siguieron camino.
   Después de caminar un buen trecho, Sancho dijo que era hora de comer. Su amo le respondió que comiera lo que quisiera, que él no tenía necesidad. Con su permiso, Sancho se puso cómodo en su asno e iba caminando y comiendo detrás de su amo y, de cuando en cuando, empinaba [47 - empinaba la bota – íàêëîíÿë, ïðèêëàäûâàëñÿ ê áóðäþêó] la bota con mucho gusto.
   La noche la pasaron entre unos árboles; don Quijote pensando en su señora Dulcinea, para hacer lo que había leído en sus libros, y Sancho Panza durmiendo sin parar.


   Capítulo IX
   La aventura de los frailes y el vizcaíno

   Muy de mañana, continuaron viaje hacia Puerto Lápice [48 - Puerto Lápice – Ïóýðòî-Ëàïèñå, ãîðîä â ïðîâèíöèè Ñüþäàä-Ðåàëü (àâòîíîìíîå ñîîáùåñòâî Êàñòèëèÿ – Ëà-Ìàí÷à)]. A mitad de trayecto, aparecieron por el camino dos frailes de la orden de San Benito sobre los mulas y, un poco más atrás, un coche llevado por caballos, donde viajaba una señora vizcaína [49 - vizcaína – áèñêàéñêàÿ, ðîäîì èç ïðîâèíöèè Áèñêàéÿ (àâòîíîìíîå ñîîáùåñòâî Ñòðàíà Áàñêîâ)] que iba a Sevilla. Apenas los vio don Quijote, dijo a su escudero:
   –O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros deben de ser algunos encantadores que llevan prisionera a alguna princesa.
   –Esto va a ser peor que los molinos de viento ―dijo Sancho―. Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito y el coche debe de ser de pasajeros.
   –Sabes poco, Sancho, de aventuras ―respondió Don Quijote―, lo que yo digo es verdad y ahora lo verás.
   Don Quijote se puso en medio del camino y avanzó veloz con el caballo en dirección a los frailes. Uno de ellos cayó de la mula y el otro salió huyendo de miedo. Sancho, al ver al fraile en el suelo, comenzó a quitarle los vestidos, pensando que le pertenecían como parte del botín de la batalla que había ganado su amo.
   Pero unos mozos que acompañaban a los frailes aprovecharon que don Quijote estaba hablando ya con la señora del coche, para darle tantos golpes a Sancho que lo dejaron tendido en el suelo sin sentido.
   Mientras, don Quijote le decía a la dama:
   –Hermosa señora mía, sus raptores ya han sido derrotados por este fuerte brazo. Sabed que me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y servidor de la hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del favor que os he hecho, quiero que vayáis al Toboso y os presentéis ante esa señora y le digáis lo que he hecho por vuestra libertad.
   Un escudero vizcaíno, que oyó lo que decía don Quijote, se acercó a él y cogiéndole por el brazo le dijo:
   –Vete, caballero, que si no dejas que el coche siga su camino, te mataré.
   Don Quijote cogió la espada con el pensamiento de quitarle la vida. El vizcaíno, al ver la intención de don Quijote, decidió hacer lo mismo. La señora del coche y los demás criados estaban asustados ante las furiosas amenazas de los dos contendientes [50 - contendientes – ïðîòèâíèêè â ïîåäèíêå, äóýëÿíòû], que ya se aproximaban con sus espadas en alto. El primero en atacar fue el vizcaíno, que le cortó media oreja a don Quijote y le dio un buen golpe en el hombro que le hizo rodar por el suelo. Este se levantó lleno de cólera, se subió de nuevo al caballo y golpeó al vizcaíno con tal furia que comenzó a echar sangre por todo su cuerpo y cayó al suelo malherido. Don Quijote fue hacia él y, poniéndole la espada entre los ojos, le dijo que se rindiera.
   En esto, la señora del coche se acercó a don Quijote y le pidió que perdonara la vida a su escudero. Don Quijote respondió en tono serio:
   –Yo estoy contento, hermosa señora, de hacer lo que me pedís. Pero este caballero me ha de prometer ir al Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que quiera.
   La señora prometió que el escudero haría todo aquello que le mandaran.
   –Esa palabra me basta ―dijo don Quijote― para que yo no le haga más daño, aunque lo tiene bien merecido.


   Capítulo X
   Los razonamientos entre don Quijote y su escudero

   Sancho Panza había estado atento a la batalla de su señor don Quijote y rogaba a Dios que le diera la victoria y que en ella ganar alguna ínsula la que le hiciera gobernador, como le había prometido. Sancho ayudó a su amo a subir sobre Rocininante y, besándole la mano, le dijo:
   –Ya puede vuestra merced darme el gobierno de la ínsula que en esta batalla se ha ganado, que yo me siento con fuerzas para gobernarla como el mejor gobernador.
   Don Quijote le respondió:
   –Sancho, estas aventuras no son de ínsulas sino de encrucijadas [51 - encrucijada – ïåðåêð¸ñòîê, ðàñïóòüå], en las cuales sólo se gana sacar rota la cabeza o quedar con una oreja menos. Tened paciencia, porque no faltarán aventuras para que te pueda hacer gobernador o algo más.
   Don Quijote sobre Rocinante y Sancho en su asno entraron en un bosque.
   Entonces preguntó don Quijote a Sancho:
   –¿Has visto más valeroso caballero que yo en toda la tierra? ¿Has leído en alguna historia que otro caballero haya tenido más valor?
   –La verdad es ―dijo Sancho― que yo no he leído ninguna historia, porque no sé leer ni escribir. Pero digo que jamás he servido a un amo tan atrevido como vuestra merced. Y ahora le ruego que se cure la oreja, que veo que está echando sangre.
   –Eso no sería difícil ―respondió don Quijote― si yo recordara cómo se hace el bálsamo de Fierabrás [52 - bálsamo de Fierabrás – ÷óäîäåéñòâåííîå ëåêàðñòâî âåëèêàíà Ôüåðàáðàñà, ãåðîÿ ñðåäíåâåêîâîé ôðàíöóçñêîé ïîýìû], que con una sola gota bastaría para curarla.
   –¿Qué bálsamo es ese? —preguntó Sancho Panza.
   –Con ese bálsamo ―respondió don Quijote― no hay que temerle a la muerte, ni a morir de ninguna herida. Así que cuando lo haga y te lo dé, si un día me parten en dos en alguna batalla, juntas las dos partes de mi cuerpo y me das dos tragos del bálsamo; quedaré más sano que una manzana.
   –Si eso es así ―dijo Sancho―, renuncio al gobierno de la prometida ínsula; lo único que quiero es la receta de ese bálsamo, pues con lo que valdrá podré ganar mucho dinero al venderlo y vivir descansadamente. Pero hay que saber cuánto costaría hacerlo.
   –Con poco dinero se puede hacer una gran cantidad. Pero pienso enseñarte otros y mayores secretos. Y ahora ve a las alforjas y trae algo de comer, porque luego vamos a buscar algún castillo donde alojarnos esta noche, que me está doliendo mucho la oreja y necesito preparar el bálsamo.
   –Aquí traigo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos [53 - mendrugos – êóñêè ÷¸ðñòâîãî õëåáà] ―dijo Sancho―; pero no son lanjares para tan valiente caballero como vuestra merced.
   –¡Qué mal lo entiendes! ―respondió don Quijote―. Has de saber que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, pero, cuando no hay otra cosa, es bueno comer cosas sencillas del campo como las que tú me ofreces.
   Sacó Sancho lo que traía y comieron los dos en paz. Subieron luego a caballo y poco después, como ya anochecía, se detuvieron junto a las cabañas de unos cabreros para pasar la noche.


   Capítulo XI
   Don Quijote y los cabreros

   Los cabreros los recibieron con amabilidad. Sancho se ocupó de Rocinante y de su asno y después se acercó a un caldero [54 - caldero – ÷àí, êîò¸ë] donde los cabreros estaban guisando unos trozos de carne de cabra. Pusieron en el suelo unas pieles de oveja, para que les sirvieran de mesa, y se sentaron alrededor. A don Quijote lo sentaron sobre un almohadón, después de rogarle con mucha cortesía que lo hiciera.
   Viendo don Quijote que Sancho estaba de pie, le dijo:
   –Para que veas, Sancho, el bien que encierra la andante caballería, quiero que aquí a mi lado te sientes en compañía de esta buena gente, que soy tu amo y señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebo, porque la caballería andante es como el amor, que iguala todas las cosas.
   –¡Menudo favor! ―dijo Sancho―, pues si tengo algo que comer, prefiero hacerlo en mi rincón sin finos modales ni respetos, aunque sea pan y cebolla.
   –A pesar de todo, te has de sentar, Sancho.
   Los cabreros, que no entendían de escuderos y de caballeros andantes, comían y callaban, sin dejar de mirar a sus invitados, que tragaban con gana buenos trozos de cabra.
   Una vez acabada la carne, pusieron en el centro gran cantidad de bellotas y medio queso para acompañar el vino que aún quedaba.
   Después de comer, don Quijote cogió un puñado [55 - puñado – ïðèãîðøíÿ] de bellotas y dijo:
   –Dichosos aquellos siglos dorados, llamados así no porque hubiera mucho oro, sino porque los que vivían en aquel tiempo ignoraban las palabras tuyo y mío. Entonces todas las cosas eran comunes: para comer bastaba con levantar la mano y coger el fruto de las robustas encinas. Las fuentes y los ríos ofrecían frescas y transparentes aguas. En los huecos de los árboles, las abejas regalaban la dulce miel que solo ellas trabajaban. Todo era paz y amistad entonces. Las hermosas muchachas andaban sólo con lo necesario para cubrir lo que la honestidad ha querido siempre que se cubra. El engaño no se mezclaba con la verdad. Y ahora, en estos tiempos que vivimos, nada está seguro. Por ello se creó la orden de los caballeros andantes; para defender a las doncellas, proteger a las viudas y socorrer a los huérfanos y los necesitados. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quienes agradezco el habernos acogido tan amablemente a mi y a mi escudero.
   Los cabreros le estuvieron escuchando embobados [56 - embobados – èçóìë¸ííûå, âîñõèù¸ííûå] y sin decir palabra. Finalmente, dijo uno de los cabreros:
   –Para que vea, señor caballero andante, que le acogemos buena voluntad, queremos contentarle con una canción que sabe un compañero nuestro y que no tardará en venir.
   Apenas había terminado de hablar, cuando llegó a los oídos de todos la música de un rabel [57 - rabel – ðàáåëü, ñòàðèííûé ïàñòóøåñêèé ñìû÷êîâûé èíñòðóìåíò], y al poco rato apareció el mozo que lo tocaba.
   Uno de los cabreros le dijo:
   –Bien podrías cantar un poco para que este señor vea que también por los montes y bosques hay quien sabe de música.
   El mozo, sin hacerse más de rogar [58 - sin hacerse más de rogar – íå çàñòàâëÿÿ ñåáÿ äîëãî óïðàøèâàòü], se sentó en un tronco de encina y comenzó a cantar una canción de amores. Quiso don Quijote que cantara algo más, pero Sancho le dijo que esos hombres estaban ya cansados del duro trabajo que habían hecho.
   –Ya te entiendo, Sancho ―dijo don Quijote―. Es hora de descansar. Ponte cómodo donde quieras, que los de mi profesión mejor están despiertos que durmiendo. Pero antes quisiera que me vuelvas a curar esta oreja, que me duele bastante.
   Uno de los cabreros dijo que él tenía un excelente remedio para curarla: tomó algunas hojas de romero [59 - romero – ðîçìàðèí], las machacó y las mezcló con un poco de sal y se lo puso en la oreja, diciéndole que no necesitaba otra medicina, y así fue.


   Capítulo XII
   La aventura de los yangüeses

    [60 - yangüeses – ÿíãóàíöû, ðîäîì èç äåðåâíè ßíãóàñ-äå-Ýðåñìà (ïðîâèíöèÿ Ñåãîâèÿ)]
   Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que cuando don Quijote se despidió de los cabreros, él y su escudero entraron en un bosque cabalgando y fueron a parar a un prado de frescas hierbas por donde corría un arroyo de aguas claras. Se apearon don Quijote y Sancho y dejaron al asno y a Rocinante pacer a sus anchas por el prado, mientras ellos comían en buena compañía de lo que llevaban en las alforjas.
   Había en el prado una manada de yeguas de unos yangüeses que habían parado a descansar. En cuanto Rocinante vio las yeguas, corrió hacia ellas muy contento para saciar su natural instinto, pero lo recibieron a coces. Y viendo los yangüeses la insistencia de Rocinante, acudieron con palos y le dieron golpes hasta derribarlo al suelo.
   Don Quijote, que vio la paliza dada a Rocinante, dijo a Sancho:
   –Por lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente sin educación. Te lo digo para que me ayudes a vengar el daño que hecho a Rocinante.
   –¿Qué dice, mi señor ―respondió Sancho―, si ellos son más de veinte y nosotros sólo dos?
   –Yo valgo por ciento ―contestó don Quijote.
   Y sin decir más, cogió su espada y atacó a los yangüeses. Lo mismo hizo Sancho Panza, siguiendo el ejemplo de su amo. Don Quijote dio una cuchillada a uno y le rompió el vestido y parte de la espalda.
   Los demás yangüeses acudieron con sus palos y comenzaron a dar golpes al amo y al criado hasta hacerlos rodar por el suelo. Los yangüeses, cuando vieron lo que habían hecho, cogieron sus yeguas y echaron a correr camino adelante.
   El primero en hablar fue Sancho, que dijo a su amo:
   –¡Ay, señor don Quijote! Pido a vuestra merced que me dé un par de tragos de aquella bebida de Fierabrás, si es que la tiene a mano.
   –Si la tuviera ―respondió don Quijote, con todo cuerpo dolorido―, te la daría. Pero te juro que la he de conseguir antes de dos días. Te digo, además, que yo tengo la culpa de todo por usar mi espada contra hombres que no son caballeros como yo. No se pueden desobedecer las leyes de caballería.
   –Pues yo soy hombre pacífico ―dijo Sancho― y sé disimular cualquier ofensa, porque tengo mujer e hijos que cuidar. Así que no pienso luchar con ningún hombre, alto o bajo, rico o pobre, hidalgo o labrador.
   –Has de saber, amigo Sancho ―dijo don Quijote―, que la vida de los caballeros andantes es mil veces peligrosa y desgraciada, como lo demuestra la experiencia. Así que haz un esfuerzo, que lo mismo haré yo. Veamos cómo está Rocinante, que también ha recibido sus golpes.
   –Lo raro es que mi asno se haya librado, estando nosotros con las costillas [61 - costillas – ð¸áðà, áîêà] rotas ―dijo Sancho.
   –Siempre la ventura deja una puerta abierta en las desgracias para remediarlas ―dijo don Quijote―. Lo digo porque este asno podrá llevarme ahora a algún castillo donde pueda curar mis heridas. Y no lo tendré como deshonra, que las heridas que se reciben en las batallas antes dan honra que la quitan; así que, Panza amigo, levántate lo mejor que puedas y ponme encima de tu asno, que nos vamos de aquí antes de que la noche nos sorprenda en este descampado [62 - descampado – îòêðûòàÿ ìåñòíîñòü, ÷èñòîå ïîëå].
   –Pues yo he oído decir a vuestra merced ―dijo Sancho― que es de caballeros andantes dormir en los desiertos, y que lo consideran una suerte.
   –Eso es ―dijo don Quijote― cuando no pueden más o cuando están enamorados. Es verdad que ha habido caballeros que han estado sobre una piedra, al sol y a la sombra, soportando la lluvia o la nieve durante mucho tiempo, hasta dos años sin que lo supiera su señora. Pero dejemos esto y acaba de preparar el asno antes de que suceda otra desgracia, como a Rocinante.
   Finalmente, Sancho colocó a don Quijote atravesado sobre su asno y se pusieron otra vez en marcha. Al poco rato descubrieron lo que para Sancho era una venta y para don Quijote, un castillo. El escudero no quiso discutir si era venta o castillo y entró en la que él creía venta.


   Capítulo XIII
   Lo que sucedió en la venta

   El ventero, al ver a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué le pasaba. Respondió Sancho que su amo se había caído desde una roca y se había golpeado las costillas. Tenía el ventero una mujer y una hija de muy buen ver [63 - de muy buena ver – õîðîøåíüêàÿ].
   Había en la venta una moza asturiana, ancha de cara, de nariz chata, tuerta de un ojo y no muy sana del otro. Pero tenía un cuerpo que hacía olvidar las demás faltas. Entre la hija del ventero y Maritornes, que así se llamaba la asturiana, arreglaron una cama a don Quijote, poniendo un colchón, duro como una piedra, sobre unas tablas y dos sábanas hechas de tela de saco.
   En misma habitación, tenía su cama un arriero que había llegado a pasar la noche.
   En esta pobre cama se acostó don Quijote, entre la ventera y su hija lo curaron. La ventera, al ver los cardenales [64 - cardenales – (çä.) êðîâîïîäò¸êè], dijo que aquello parecían golpes y no caída.
   –No fueron golpes ―dijo Sancho―, sino que la roca tenía muchos picos y cada uno le hizo un cardenal.
   –¿Cómo se llama este caballero? ―preguntó Maritornes.
   –Don Quijote de la Mancha ―respondió Sancho―, y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que se hayan visto en el mundo.
   –¿Qué es caballero aventurero? ―preguntó la moza.
   –¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis? ―respondió Sancho―. Sabed, hermana mía, que un caballero aventurero tan pronto es apaleado [65 - apaleado – èçáèò ïàëêàìè] como es emperador; hoy es la criatura más desgraciada del mundo y mañana tiene dos o tres coronas de reinos para dar a su escudero.
   Don Quijote, que estaba oyendo esta conversación, dijo a la ventera:
   –Creedme, hermosa ventera, que os podéls considerar afortunada por haber alojado en vuestro castillo a mi persona. Mi escudero os dirá quién soy. Solo os digo que recordaré siempre el servicio que me habéis hecho.
   Ninguna de las tres mujeres entendía nada de lo que decía el andante caballero. Le agradecieron sus palabras y dejaron que Maritornes curara a Sancho, que lo necesitaba tanto como su amo.
   El arriero y Maritornes habían planeado juntarse en la cama, cuando la venta estuviera en calma.
   El lecho [66 - lecho – (çä.) êðîâàòü, ëîæå] de don Quijote estaba en medio de la habitación y junto a él se acostó Sancho. A contunuación estaba la cama del arriero, un poco más cómoda porque era un hombre rico. Ni don Quijote ni Sancho dormían, porque no los dejaba el dolor de las costillas; tampoco dormía el arriero, que esperaba a su Maritornes.
   Don Quijote empezó a recordar sus lecturas caballerescas. Se imaginó que estaba en un famoso castillo y que la hija del señor del castillo se enamoraba de él locamente y que aquella noche se proponía dormir con él, poniendo a prueba su fidelidad a Dulcinea del Toboso.
   Llegó la hora en que el arriero y Maritornes acordaron [67 - acordaron – äîãîâîðèëèñü] verse; entonces, esta entró en la habitación donde los tres dormían.
   Cuando la sintió don Quijote, porque la habitación estaba a oscuras y no la podía ver, estiró los brazos para recibir a su hermosa doncella. La cogió por una mano y la sentó en su cama. Tocó la camisa que, aunque era de tela áspera, a él le pareció de fina seda. Acarició los cabellos, que eran tiesos como pelos de caballo, pero él creyó que eran hilos de oro. La pintó en su imaginación como había leído de otras princesas. Mientras la cogía en sus brazos, empezó a decir:
   –Quisiera, hermosa señora, pagarle el favor que me hace, pero estos dolores no me permiten satisfacer vuestros deseos. Y a esto se añade que la única señora de mis pensamientos es la singular Dulcinea del Toboso, que si no fuera por esta promesa no dejaría yo pasar esta ocasión que vuestra bondad me ofrece.
   El arriero, que escuchaba atentamente las palabras de don Quijote, empezó a sentir celos y se acercó a tientas [68 - a tientas – âñëåïóþ] a la cama donde estaban los dos y se dio cuenta de que la moza quería separarse y don Quijote no la dejaba. Enfurecido, levantó el brazo y dio tal golpe al enamorado caballero, que le llenó la boca de sangre; se subió luego encima y empezó a darle patadas en las costillas.
   La cama se vino al suelo y el golpe despertó al ventero, que corrió a ver qué pasaba. Maritornes que conocía el mal genio de su amo, se escondió en la cama de Sancho. Este se despertó y, asustado, empezó a golpear con los puños a diestro y siniestro. Alcanzó a Maritornes varias veces; ella respondió de la misma manera y comenzó entre los dos la más graciosa pelea del mundo. El arriero, que vio cómo estaba su dama, dejó a don Quijote y acudió a socorrerla. Lo mismo hizo el ventero, pero para castigar a la moza.
   De este modo, el arriero daba a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos se daban golpes sin parar.
   Habia también hospedado en la venta un oficial de la justicia, que oyó el ruido. Entró en la habitación diciendo:
   –¡Alto en nombre de la justicia! ¡Deténganse todos!
   Como la habitación estaba a oscuras, el oficial, a tientas, fue a dar con las barbas de don Quijote, que no se movió. El cuadrillero pensó que estaba muerto y que los allí presentes lo habían matado.
   –¡Cierren la puerta de la venta! ―dijo―. ¡Que no se vaya nadie, que han matado a un hombre!
   Todos desaparecieron del lugar, menos don Quijote y Sancho, que no se pudieron mover de donde estaban.


   Capítulo XIV
   La burla que hacen a Sancho en la venta

   Cuando don Quijote se recuperó, comenzó a llamar a su escudero, diciendo:
   –Sancho, amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
   –¿Cómo voy a dormir ―respondió Sancho de mal humor― si me parece que han estado conmigo todos los diablos esta noche?
   –Puedes creerlo así ―respondió don Quijote―; porque, o yo sé poco, o este castillo está encantado. Te diré algo si me guardas el secreto mientras yo viva.
   –Así lo haré ―dijo Sancho―; callaré, como vuestra merced me pide.
   –Resulta ―dijo don Quijote― que esta noche vino la hija del señor del castillo, que es la más hermosa doncella que pueda haber en gran parte de la tierra. Todo para poner a prueba la fidelidad que debo a mi señora Dulcinea. Estando, pues, en amorosa conversación con ella, una mano de gigante me dio con el puño en la boca y un montón de golpes que me han dejado destrozado.
   –Yo digo lo mismo ―respondió Sancho―, porque más de cuatrocientos gigantes me han golpeado a mí. Y vuestra merced aún tuvo en sus manos a aquella hermosura que ha dicho, pero yo sólo golpes y palos.
   –No tengas miedo ―dijo don Quijote―, que ahora mismo voy a hacer el bálsamo con el que curarnos. Levántate, si puedes, y pide al señor de este castillo que te dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el saludable bálsamo.
   Sancho fue en busca del ventero y le pidió lo que su amo le había encargado. Cuando don Quijote tuvo los ingredientes, los mezcló todos y los coció un buen rato. Luego recitó más de ochenta oraciones haciendo una cruz a cada palabra que decía.
   Don Quijote quiso comprobar que el bálsamo era bueno y se bebió casi un litro. Apenas lo acabo de beber, comenzó a vomitar, de manera que no le quedó nada en el estómago. Luego le entraron unos grandes sudores y se quedó dormido un gran rato. Cuando despertó, se encontró tan bien que creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás.
   Sancho, que vio la mejoría de su amo, quiso probarlo y se bebió unos buenos tragos. Pero su estómago no debía de ser como el de su amo, y nada más tomar el primer trago, sintió que se moría de los vómitos que le entraban.
   Don Quijote, que ya estaba deseoso de buscar otras aventuras, preparó a Rocinante. Ayudó a Sancho a subir a su asno y llamó al ventero para decirle:
   –Muchos y grandes favores he recibido en vuestro castillo, por lo que os estoy agradecido. Recordad si hay algún agravio que queráis vengar, que yo lo remediaré como vuestra merced me mande.
   –Señor caballero, yo no tengo necesidad de que me ayude en ninguna venganza, que eso lo sé hacer yo. Sólo necesito que me pague el gasto que ha hecho en la venta, tanto de la paja y cebada de los animales como de la cena y la cama.
   –Entonces, ¿esto es una venta? ―dijo Quijote.
   –Y muy honrada ―respondió el ventero.
   –Engañado he vivido hasta aquí ―dijo don Quijote― porque yo pensé que era castillo, siendo así, tendréis que perdonarme el pago, porque no puedo ir en contra de las leyes de los caballeros andantes, que jamás pagaron posada ni otra cosa en donde estuvieran.
   –Poco tengo yo que ver con esto; págueme y dejémonos de cuentos y caballerías ―dijo el ventero.
   –Sois un estúpido y un mal ventero ―dijo don Quijote.
   Dicho esto, subió al caballo y salió de la venta, sin que nadie lo detuviera, y él sin mirar si le seguía su escudero.
   El ventero quiso cobrar [69 - cobrar – âçûñêàòü ïëàòó] de Sancho Panza, pero dijo lo mismo que su amo, que para él tambien valían las leyes de la caballería.
   Quiso la mala suerte que en la venta hubiera gente alegre y juguetona que decidió divertirse con Sancho. Fueron hacia él y lo bajaron del asno. Uno de los hombres trajo una manta y, puesto Sancho en el centro, comenzaron a levantarlo en alto y a reírse de él.
   Las voces de Sancho llegaron a oídos de don Quijote, que volvió a la venta a ver qué le sucedía a su escudero. Cuando vio lo que sucedía, comenzó a decir tantos y tales insultos que es mejor no escribirlos. Pero los hombres no paraban de mantearlo, hasta que se cansaron y lo dejaron en suelo. Le trajeron el asno y lo subieron encima porque él no podía moverse.
   Sancho rogó a Maritornes que le trajera un vaso de vino y, una vez bebido el vaso, salió de la venta muy contento de no haber pagado nada, aunque el ventero se quedó con las alforjas en pago de lo que se le debía, sin que Sancho las echara de menos por lo mareado que estaba.


   Capítulo XV
   La aventura de los rebaños de ovejas

   Llegó Sancho adonde estaba don Quijote y al verlo le dijo:
   –Ahora creo, Sancho bueno, que aquel castillo o venta está encantado, porque los que se han divertido contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Lo sé porque no pude ni bajar del caballo para vengarme, y es que me tenían encantado.
   –Yo también me hubiera vengado, pero no pude. Aunque yo creo que los que se han burlado de mí no eran fantasmas, sino hombres de carne y hueso, y todos tenían sus nombres, como nosotros. Lo mejor sería volvernos a casa, ahora que es tiempo de la siega, y cuidar de nuestra hacienda en vez de andar de la ceca a la meca [70 - andar de la ceca a la meca – ñëîíÿòüñÿ, ìåòàòüñÿ òóäà-ñþäà].
   –¡Qué poco sabes, Sancho ―respondió don Quijote―, de asuntos de caballería! Ten paciencia, que un día verás qué honroso es andar en este oficio. ¿Qué mayor alegría puede haber que vencer en una batalla? Ninguna.
   –Así debe de ser ―respondió Sancho―, pues yo no lo sé; pero desde que somos caballeros andantes no hemos vencido en ninguna batalla. Sólo en la del vizcaíno, y así y todo vuestra merced salió sin media oreja.
   Iban conversando cuando don Quijote vio que se levantaba una gran polvareda [71 - polvareda – îáëàêî ïûëè] por el camino. Entonces se volvió a Sancho y le dijo:
   –Hoy es el día en el que se verán mi buena suerte y el valor de mi brazo. ¿Ves aquella polvareda, Sancho? Se trata de un numerosísimo ejército que viene por allí.
   –Serán dos ejércitos ―dijo Sancho―, porque por este lado se levanta otra polvareda.
   Volvió a mirar don Quijote y vio que era verdad; entonces se alegró muchísimo porque pensó que venían a enfrentarse en aquella llanura. Pero la polvareda la levantaban dos grandes rebaños de ovejas que venían por el mismo camino en diferente sentido.
   Tanto insistió don Quijote en que eran ejércitos, que Sancho se lo creyó y le dijo:
   –Señor, ¿qué hemos de hacer nosotros?
   –¿Qué? ―dijo don Quijote―. Defender y ayudar a los necesitados. Y has de saber que este ejército que viene de frente lo conduce el gran emperador Alifanfarón, y el otro es el de su enemigo, Pentapolín del Arremangado Brazo, llamado así porque siempre combate en las batallas con la manga del brazo derecho subida.
   –¿Y por qué se quieren tan mal estos señores? ―preguntó Sancho.
   –Se quieren mal ―dijo don Quijote― porque este Alifanfarón es un cruel pagano [72 - pagano – ÿçû÷íèê, èíîâåðåö] y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano.
   Siguió don Quijote nombrando caballeros y príncipes que según él venían en uno y otro bando, además de países y ríos de todas partes para destacar la importancia de la imaginada batalla. Cuando don Quijote terminó, le dijo Sancho:
   –Señor, yo no veo ni gigantes ni caballeros; quizá todo sea encantamiento.
   –¿Cómo dices eso? ―respondió don Quijote―. ¿No oyes el relinchar [73 - relinchar – ðæàíèå ëîøàäè] de los caballos, el sonido de las trompetas y el ruido de los tambores?
   –Yo lo único que oigo ―contestó Sancho― es balido [74 - balido – áëåÿíèå] de muchas ovejas.
   No resistió más don Quijote y se lanzó a todo galope contra el ejército de ovejas y comenzó a atacarlas con su lanza con tanto coraje que mató más de siete.
   Los pastores le daban voces para que parara, pero él no hizo caso. Entonces sacaron sus hondas [75 - honda – ïðàùà, ðîãàòêà äëÿ ìåòàíèÿ êàìíåé] y comenzaron a tirarle piedras. Una de ellas le rompió dos costillas.
   Don Quijote se acordó del bálsamo, sacó la aceitera y bebió unos tragos; pero antes de terminar de beber le alcanzó otra piedra que rompió la aceitera y le quitó tres o cuatro dientes. Fue tal el golpe, que don Quijote cayó del caballo. Los pastores, que creyeron que lo habían matado, recogieron su ganado a toda prisa y se fueron.
   Cuando Sancho vio que se habían ido los pastores, se acercó a don Quijote y le dijo:
   –¿No le decía yo, señor don Quijote, que no eran ejércitos sino rebaños de ovejas?
   –Sin duda ―dijo don Quijote― que todo esto es un encantamiento, amigo Sancho. Seguro que ahora mismo son ya ejércitos de hombres, como te he dicho.
   Quiso Sancho curar a su amo y fue a buscar las alforjas para coger lo necesario. Al descubrir que no las tenía, casi se vuelve loco: pensó en volver a su casa aunque perdiera el salario y la ínsula prometida.
   Cuando don Quijote vio a Sancho tan preocupado, le dijo:
   –Has de saber, Sancho, que todas estas desgracias son señal de que pronto sucederán cosas buenas porque no es posible que el mal ni el bien duren siempre. Y así, como el mal ha durado mucho, el bien está ya cerca.
   –Sí, pero me faltan las alforjas ―dijo Sancho.
   –Entonces no tenemos nada para cenar ―dijo don Quijote.
   –Así sería ―dijo Sancho― si no hubiera por aquí hierbas que vuestra merced dice que conoce.
   –Con todo ―dijo don Quijote―, yo tomaría mejor un buen trozo de pan y dos sardinas que cuantas hierbas existen. De todas formas, sube en tu asno y sígueme, que Dios da de todo y hace salir el sol sobre los buenos y los malos.
   –Mejor era vuestra merced para predicar ―dijo Sancho― que para caballero andante. Vámonos ahora de aquí y busquemos un lugar en que alojarnos esta noche donde no haya mantas que me suban por los aires ni fantasmas.
   –Pídeselo tú a Dios, hijo ―dijo don Quijote―, y guía tú por donde quieras; que esta vez seré yo quien te siga a ti. Pero antes mira bien cuántos dientes y muelas me faltan.
   Metió Sancho los dedos en la boca y le dijo:
   –Pues en esta parte de abajo no tiene vuestra merced más de dos muelas y media; y en la arriba, ni media, ni ninguna.
   –¡Mala ventura la mía! ―dijo don Quijote―. Más quisiera haber perdido un brazo, siempre que no sea el de la espada. Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como un molino sin piedra [76 - Molino sin piedra – ìåëüíèöà áåç æåðíîâà], y que hay que valorar más un diente que un diamante. Pero así es el duro trabajo de los caballeros andantes. Sube al asno y guía, que yo te seguiré al paso que quieras.
   Empezaron a caminar poco a poco, porque el dolor no dejaba descansar a don Quijote, mientras Sancho contaba algunas cosas que luego diremos.


   Capítulo XVI
   La aventura de los batanes

    [77 - batán – ñóêíîâàëüíàÿ ìàøèíà]
   Iban don Quijote y Sancho conversando tranquilamente cuando Sancho miró a don Quijote y le dijo:
   –Si alguien le pregunta quién es vuestra merced, le dirá que es el famoso don Quijote de la Mancha, también conocido como el Caballero de Triste Figura.
   Don Quijote preguntó a Sancho por qué lo llamaba así.
   –Yo se lo diré ―respondió Sancho―. Le he estado mirando y tiene vuestra merced la más mala figura que he visto. Debe de ser por el cansancio de los combates o por la falta de las muelas dientes.
   –No es eso ―respondió don Quijote―. Será que al sabio autor de esta historia le habrá parecido bien ponerme algún nombre que me describa, como sucedía con otros caballeros en el pasado: uno se llamaba el de la Ardiente Espada; otro, el del Unicornio; otro, el de las Doncellas… Y así, digo que el sabio te ha puesto en la lengua y en el pensamiento el nombre de Caballero de la Triste Figura, como pienso llamarme desde hoy. Y para que me reconozcan mejor, haré pintar en mi escudo una triste figura.
   –Pues yo digo ―dijo Sancho― que tiene tan mala cara por el hambre y la falta de muelas.
   Al poco tiempo, llegaron a un espacioso y tranquilo valle donde se pararon a descansar sobe la hierba. Lo que más lamentaba Sancho era no tener vino ni agua que llevarse a la boca. Viendo que el prado estaba lleno de hierba, Sancho dijo:
   –No es posible, señor, que no haya por aquí cerca de una fuente o un arroyo que dé humedad a estas hierbas. Será mejor que vayamos a buscar el agua que calme esta sed que es peor que el hambre.
   A don Quijote le pareció bien y comenzaron a caminar sin ver por dónde andaban, porque la noche era muy oscura. Al poco tiempo, oyeron un gran ruido de agua y unos terribles golpes de hierros y cadenas.
   Quiso don Quijote ir solo a buscar la aventura, pero Sancho, que estaba muerto de miedo, ató las patas a Rocinante para que no pudiera andar.
   Don Quijote, creyendo que su caballo estaba encantado, decidió esperar a que fuese de día.
   Sancho sintió ganas de desocupar su vientro y lo hizo allí mismo. Como don Quijote tenía buen olfato, enseguida le llegó el mal olor.
   –Me parece, Sancho, que tienes mucho miedo.
   –Sí tengo ―respondió Sancho―. Pero ¿en qué lo ha notado vuestra merced?
   –En que ahora hueles, y no a perfume precisamente ―dijo don Quijote.
   –Bien podría ser ―dijo Sancho―; pero yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a oscuras por estos sitios desconocidos.
   –Aléjate un poco, amigo ―dijo don Quijote―, y de ahora en adelante ten más cuidado con tu persona y más respeto hacia mí.
   Con estas y otras cosas pasaron la noche. Al amanecer, cruzaron un bosquecillo de castaños y se encontraron una gran cascada de agua y, al lado de unas rocas, unas casas de donde salían los golpes que tanto los habían asustado.
   Don Quijote se fue acercando y pensó con todo su corazón en su señora Dulcinea, suplicándole que le ayudara en la aventura que se acercaba. Se aproximó un poco más y descubrió la causa los ruidos: eran seis mazos de batán que con sus golpes alternativos producían aquel estruendo.
   Cuando don Quijote vio lo que era, se quedó mudo y pasmado [78 - pasmado – èçóìë¸ííûé]. Sancho empezó a reír con tantas ganas que contagió a don Quijote.
   Esto animó a Sancho a seguir riendo, pero entonces don Quijote se enfadó y le dio unos buenos golpes en la espalda al escudero.
   –Tranquilícese vuestra merced ―suplicó Sancho―, que no me estoy burlando.
   –Ven aquí, señor alegre ―dijo don Quijote―, ¿crees que si en lugar de ser mazos de batán hubiera sido otra peligrosa aventura, yo no habría mostrado valor para llevarla a cabo? ¿Estoy yo obligado, siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los ruidos y saber cuáles son de batán, o no? Y además, yo no los he visto en mi vida, y vos sí, como villano [79 - villano – äåðåâåíùèíà, èç ïðîñòîíàðîäüÿ] que sois, criado y nacido entre ellos. Si no, haced que estos seis mazos se convirtieran en seis gigantes y veréis cómo quedan cuando yo acabe con ellos.
   –No hablemos más ―dijo Sancho―, que yo confieso que me he reído demasiado. Pero ¿verdad que ha sido cosa de risa, y de contar, el miedo que hemos pasado?
   –No niego que no sea cosa de risa ―replicó don Quijote―, pero no de contarse, que muchas personas no saben ser discretas.
   –En adelante ―dijo Sancho―, solo hablaré para manifestarle mi respeto como a mi amo y señor.


   Capítulo XVII
   La aventura del yelmo de Mambrino

    [80 - yelmo – øëåì] [81 - Mambrino – ñîãëàñíî ðûöàðñêèì ðîìàíàì, ìàâðèòàíñêèé öàðü Ìàìáðèí ïîòåðÿë â ñðàæåíèè ñâîé ÷óäîäåéñòâåííûé øëåì]
   Comenzó a llover un poco y Sancho intentó resguardarse en el batán, pero don Quijote no quiso entrar para olvidar la pesada burla. Cogieron el camino que habían traído el día anterior y, al poco rato, descubrió don Quijote un hombre a caballo que traía en la cabeza una cosa que brillaba como si fuera de oro. Se volvió a Sancho y le dijo:
   –Me parece, Sancho, que se va a cumplir aquel refrán que dice: «Donde una puerta se cierra, otra se abre». Digo esto porque, si no me engaño, viene hacia nosotros uno que trae en su cabeza el yelmo de Mambrino.
   –Mire vuestra merced bien lo que dice y lo que hace ―dijo Sancho―, no se vaya a engañar.
   –¿Cómo me puedo engañar? ―dijo don Quijote―. ¿No ves tú a aquel caballero sobre un caballo negro que trae en la cabeza un yelmo de oro?
   –Lo que yo veo ―respondió Sancho― es un hombre sobre un asno que trae en la cabeza algo que brilla.
   –Pues ese es el yelmo de Mambrino ―dijo don Quijote―. Apártate y déjame solo, y verás qué pronto termino esta aventura y hago mío el yelmo que tanto deseo.
   Lo que veía don Quijote era en realidad un barbero sobre un asno, y, como estaba lloviendo, el barbero se había puesto en la cabeza la bacía de afeitar [82 - bacía de afeitar – òàçèê äëÿ áðèòüÿ]; pero él vio un caballero a caballo con yelmo de oro.
   Cuando don Quijote vio que el caballero estaba cerca, se dirigió a él a galope con la intención de atravesarlo con la lanza.
   –Defiéndete ―decía― o entrégame voluntariamente lo que me pertenece.
   El barbero que vio venir a aquel fantasma con la lanza se bajó del asno, comenzó a correr más ligero que un gamo y abandonó la bacía, lo cual contentó mucho a don Quijote.
   Mandó a Sancho que recogiera el yelmo y al tenerlo en sus manos este dijo:
   –Ciertamente… la bacía es buena.
   Se la dio a su amo, que se la puso en la cabeza, y como no le encajaba bien dijo:
   –No hay duda de que el primero en hacerse a medida este famoso yelmo debía de tener una grandísima cabeza, y lo peor de ello es que le falta la mitad.
   Cuando Sancho oyó llamar yelmo a la bacía, no pudo contener la risa, pero disimuló para no enfadar a don Quijote.
   –¿De qué te ríes, Sancho? ―preguntó don Quijote.
   –Me río ―dijo― de pensar en la cabeza tan grande que debía de tener el dueño de esta mitad de yelmo, que se parece mucho a una bacía de barbero.
   –¿Sabes qué imagino, Sancho? Que este famoso yelmo encantado debió de llegar a manos de alguien que no supo estimar su valor. Y, viendo que era de oro, debió de vender una parte del yelmo y la otra mitad es esta, que parece bacía de barbero, como tú dices. Ahora buscaremos un herrero para que me la ajuste en la cabeza, y pueda librar de alguna pedrada [83 - pedrada – óäàð êàìíåì].
   –Eso será ―dijo Sancho― si no tiran con honda, como ocurrió en la pelea de los dos ejércitos cuando le quitaron a vuestra merced las muelas. Hablando de otra cosa ―continuó Sancho―, ¿qué hacemos con este caballo, que parece asno, que dejó aquí aquel Martino [84 - Martino – èìååòñÿ â âèäó Ìàìáðèí; êàê è â ñëó÷àå ñ Ôðèñòîíîì, êîìè÷åñêèé ýôôåêò äîñòèãàåòñÿ çà ñ÷¸ò ïóòàíèöû â èìåíàõ]?
   –No es costumbre entre caballeros quitarle el caballo al que ha sido derrotado si el vencedor no ha perdido el suyo ―dijo don Quijote―. Así que, Sancho, deja ese caballo o asno, que su dueño volverá por él.
   –Verdaderamente ―dijo Sancho― son difíciles de seguir las leyes de caballería. ¿Podría cambiar los aparejos [85 - aparejos – êîíñêîå ñíàðÿæåíèå] por lo menos?
   –No estoy muy seguro ―respondió don Quijote―, pero… en caso de duda… los puedes cambiar.
   Sancho cambió los aparejos y se sentaron a almorzar junto al arroyo de los batanes.
   Subieron luego a caballo y se pusieron a caminar sin rumbo fijo. Sancho, que iba muy pensativo, dijo a don Quijote:
   –Pienso, señor, que se gana muy poco buscando aventuras por estos desiertos y encrucijadas de caminos, donde no hay quien las vea ni sepa de ellas. Tal vez sería mejor ir a servir a algún emperador o a un príncipe que tenga alguna guerra, para que vuestra merced pueda mostrar su valor; así, cuando el señor a quien sirvamos vea nuestra valía, por fuerza nos tendrá que pagar. Y allí seguro que habrá quien escriba las hazañas de vuestra merced, y las mías, si es costumbre escribir hechos de escuderos.
   –No dices mal ―respondió don Quijote―, pero antes de todo eso, es preciso andar por el mundo buscando aventuras para conseguir nombre y fama; y así, cuando lleguemos ante algún gran monarca, ya será conocido el caballero, y al verlo las gentes exclamarán: «Este es el Caballero de la Triste Figura». El rey, entonces, saldrá y dirá: «¡Salgan mis caballeros a recibir a la flor de la caballería [86 - flor de la caballería – ãîðäîñòü è êðàñà ðûöàðñòâà] que aquí viene!».
   –Sea como dice vuestra merced ―dijo Sancho.


   Capítulo XVIII
   La aventura de los galeotes

    [87 - galeotes – ãàëåðû; òðóä êàòîðæíèêîâ íà ãàëåðàõ áûë ðàñïðîñòðàí¸ííûì â òî âðåìÿ íàêàçàíèåì]
   Habían andado un rato cuando don Quijote alzó los ojos y vio que por el mismo camino venían unos doce hombres a pie, unidos por el cuello por una gran cadena de hierro y todos con esposas [88 - esposas – (çä.) íàðó÷íèêè] en las manos. Los acompañaban dos hombres a caballo con escopetas y dos a pie con espadas. Cuando los vio Sancho, dijo:
   –Esta es una cadena de galeotes, gente que el rey fuerza [89 - fuerza – äàëüíåéøåå óäèâëåíèå ïðîäèêòîâàíî èãðîé ñëîâ: Ñàí÷î Ïàíñà èìååò â âèäó çíà÷åíèå «ïðèíóæäàòü, çàñòàâëÿòü», äîí Êèõîò – «íàñèëîâàòü»] a las galeras.
   –¿Cómo gente que el rey fuerza? ―preguntó don Quijote― ¿Es posible que el rey fuerce a la gente?
   No digo eso ―respondió Sancho―, sino que es gente que por sus delitos es castigada a servir al rey en las galeras a la fuerza.
   –Entonces ―dijo don Quijote― esta gente va a la fuerza y no por su voluntad.
   –Así es ―dijo Sancho.
   –Pues esta es la razón de mi oficio: impedir la fuerza y socorrer a los miserables ―respondió su amo.
   –Sepa vuestra merced ―dijo Sancho― que la justicia no fuerza ni ofende; sólo castiga los delitos.
   Llegaron los galeotes y don Quijote pidió a los guardias que le dijeran la causa por la que llevaban atada a esa gente. Uno de los guardias respondió que eran galeotes, gente de su majestad [90 - su majestad – Åãî Âåëè÷åñòâî], y que no había más que decir, ni él tenía más que saber.
   –A pesar de todo, querría saber la causa de su desgracia ―dijo don Quijote.
   –Acérquese y pregunte a cada uno ―dijo otro de los guardias―, que ellos se lo dirán, porque les gusta decir tonterías.
   Don Quijote se dirigió al primero y le preguntó qué pecado había cometido para ir de esa manera. Él le respondió que por enamorado iba así.
   –¿Por eso nada más? ―dijo don Quijote―. Si por enamorados los llevan a galeras, hace tiempo que yo estaría en ellas.
   –No son esos amores ―dijo el galeote―. Los míos fueron querer una cesta de ropa blanca. Tanto la deseé que me la llevé conmigo y me condenaron a tres años de galera.
   Preguntó don Quijote al segundo, pero no respondió palabra, y habló por él el primero:
   –Este va por cantar [91 - cantar – (çä.) ñîçíàòüñÿ â ñîäåÿííîì] en el ansia.
   –No lo entiendo ―dijo don Quijote.
   Uno de los guardianes le dijo:
   –Señor caballero, cantar en el ansia es confesar por miedo al castigo. Confesó ser ladrón de animales y lo condenaron a seis años en galeras.
   Preguntó don Quijote a otro galeote, que dijo:
   –Yo voy por cinco años a galeras porque no tenía diez ducados [92 - ducados – äóêàòû, ñòàðèííûå ìîíåòû].
   –Veinte te daría yo por librarte de este sufrimiento ―dijo don Quijote.
   –Ahora no me sirven de nada ―respondió el galeote―. Si entonces los hubiera tenido, podría haber comprado con ellos al juez y ahora estaría en la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino.
   Preguntó don Quijote a un hombre de barba blanca, que empezó a llorar sin responder palabra. Uno de los galeotes afirmó:
   –Este honrado hombre va por cuatro años a galeras por alcahuete [93 - alcahuete – ñâîäíèê].
   –Por ser alcahuete ―dijo don Quijote― no merece ir a galeras, porque es oficio discreto y necesario en una república bien ordenada. Sólo lo debería ejercer gente bien nacida y no idiotas y de poco entendimiento, como mujercillas y muchachos de poca experiencia.
   –Así es ―dijo el viejo―, que yo nunca pensé que hacía mal en ello; mi intención sólo era que todo el mundo disfrutara y viviera en paz.
   Y volvió a llorar. Sancho le tuvo tanta compasión que le dio una limosna.
   Siguió don Quijote y preguntó a otro su delito, el cual respondió:
   –Yo voy aquí porque vivía con cuatro mujeres a la vez muy alegremente, hasta que me descubrieron y me castigaron a seis años a galeras.
   Detrás de todos venía un hombre bien parecido [94 - bien parecido – ïðèÿòíîé íàðóæíîñòè] atado con más cadenas que los demás. Preguntó don Quijote por qué iba así. El guardia le contestó que había cometido más delitos él que todos los demás juntos, y que era tan atrevido y peligroso que temían que fuese a huir. Añadió que estaba condenado por diez años y que se llamaba Ginés de Pasamonte.
   –Así me llaman ―dijo el galeote―. Y ya me enfada este caballero con tanto querer saber de vidas ajenas. Si quieren conocer la mía, sepan que está escrita por estas manos. Y el libro es tan bueno que se venderá mejor que el Lazarillo de Tormes [95 - Lazarillo de Tormes – àíîíèìíîå ïðîèçâåäåíèå ñåðåäèíû XVI âåêà, ñ÷èòàþùååñÿ îáðàçöîì æàíðà ïëóòîâñêîãî ðîìàíà] y otros libros de ese género, porque el mío trata de verdades, verdades tan lindas y tan graciosas que no puede haber mentiras que las igualen.
   –¿Y cómo se titula el libro? ―preguntó d Quijote.
   –La vida de Ginés de Pasamonte ―respondió.
   –¿Está acabado? ―quiso saber don Quijote.
   –¿Cómo puede estar acabado ―contestó― si aún no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta la última vez que estuve en galeras. Y no me importa volver, porque allí tendré tiempo para acabar mi libro.
   –Pareces hábil ―dijo don Quijote.
   –Y desdichado ―respondió Ginés―; porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio.
   Don Quijote se volvió a los galeotes y dijo:
   –De todo lo que habéis dicho he sacado en limpio [96 - he sacado en limpio – ñäåëàë âûâîä] que sois castigados por vuestras culpas, pero que vais en contra de vuestra voluntad. Todo esto me obliga a cumplir con vosotros la función por la que el cielo me arrojó al mundo, que es favorecer a los oprimidos. Así, quiero rogar a los guardianes que os desaten y os dejen libres, que no faltarán hombres para servir al rey. Además, estos hombres no os han ofendido a vosotros ―añadió dirigiéndose a los guardias―, y no se puede hacer esclavos a los que Dios hizo libres. Dios hay en el cielo que castiga al malo y premia al bueno, y no está bien que hombres honrados sean verdugos de otros hombres.
   –¡Graciosa majadería [97 - majadería – âçäîð, ãëóïîñòü]! ―respondió el guardia―. Ni nosotros los podemos soltar ni vuestra merced tiene autoridad para mandarnos. Siga, señor, por su camino, colóquese bien esa bacía que lleva en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato [98 - buscando tres pies al gato – ëåçòü íà ðîæîí].
   –¡Vos sois el gato, malvado! ―gritó don Quijote enfadado.
   A continuación, lo atacó con su lanza y lo derribó del caballo dejándolo malherido. Los demás guardianes fueron contra don Quijote, que se libró porque los galeotes se soltaron las cadenas, con ayuda de Sancho, y se lanzaron contra los guardias, que huyeron corriendo por el campo. Don Quijote llamó a los galeotes y les dijo:
   –De gente bien nacida es agradecer los beneficios que se reciben. En pago de lo que he hecho por vosotros, quiero que vayáis a presentaros a mi señora Dulcinea del Toboso y le contéis esta aventura de su Caballero de la Triste Figura.
   En nombre de todos, respondió Ginés de Pasamonte:
   –Lo que vuestra merced nos manda es imposible cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y por separado para que no nos encuentre la Justicia. Si lo desea, podemos rezar unas cuantas oraciones y dejar en paz el Toboso.
   –¿Qué decís? ―gritó don Quijote muy enfadado―, hijo de puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que debíais ir vos solo con toda la cadena a cuestas.
   Pasamonte, que no aceptaba fácilmente las ofensas, al verse tratado de esa manera, avisó a los más galeotes, que se apartaron un poco y comenzaron a lanzar piedras a don Quijote, que no sabía cómo defenderse. Sancho se escondió detrás de su amo y así se libró de la lluvia de piedras.
   Uno de los galeotes aprovechó que don Quijote había caído al suelo para quitarle la bacía de la cabeza y darle con ella tres o cuatro golpes en la espalda. Luego la golpeó contra la tierra hasta destrozarla.
   Antes de huir les quitaron las ropas y se fueron cada uno por su lado para que no los encontrara la Justicia.
   Don Quijote quedó triste al verse maltratado por los mismos a quienes tanto bien había hecho.


   Capítulo XIX
   La carta a doña Dulcinea desde Sierra Morena

   Don Quijote, viéndose tan maltratado miró a su escudero y le dijo:
   –Sancho, siempre he oído decir que hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si hubiera creído lo que me dijiste, nos hubiéramos ahorrado este disgusto; pero ya está hecho, paciencia. Aprenderemos para otra vez.
   –Vuestra merced no aprenderá nunca ―respondió Sancho―. Pero ya que lo dice, créame ahora y vámonos, que la Justicia no sabe de caballerías andantes.
   –Naturalmente ―dijo don Quijote―, eres cobarde. Pero esta vez seguiré tu consejo con la condición de que no digas nunca que me retiré de este peligro por miedo, sino por complacer tus ruegos. Si dices otra cosa, mentirás.
   –Señor, el retirarse no es huir ―dijo Sancho― ni el esperar es cordura [99 - cordura – áëàãîðàçóìèå]; así que suba en Rocinante y sígame.
   Subió don Quijote sin decir palabra y Sancho se dirigió a una parte de Sierra Morena, con la intención de esconderse algunos días para no ser hallados por la Justicia.
   A don Quijote se le alegró el corazón al verse por aquellas montañas, que le parecieron apropiadas para las aventuras que buscaba. Recordaba los hechos que a otros caballeros andantes les habían sucedido en semejantes lugares solitarios y de duro caminar.
   Iban poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, cuando Sancho preguntó a su amo:
   –Señor, ¿es buena regla de caballería que andamos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino?
   –Calla, Sancho ―dijo don Quijote―; te hago saber que me trae por estos lugares el deseo de hacer en ellos una hazaña con la que he de ganar eterno nombre y fama en toda la tierra.
   –¿Es muy peligrosa esa hazaña? ―preguntó Sancho.
   –No ―dijo don Quijote―, es todo cuestión de suerte y depende de tu diligencia [100 - diligencia – (çä.) ïðîâîðñòâî].
   –¿De mi diligencia? ―dijo Sancho.
   –Sí ―respondió don Quijote―; porque si vuelves pronto de donde pienso enviarte, pronto se acabará mi pena y comenzará mi fama. Y para no tenerte preocupado quiero decirte mis razones. Has de saber que Amadís de Gaula fue el norte, la estrella, el sol de los valientes y enamorados caballeros a quien debemos imitar todos. De modo que el caballero andante que mejor lo imite estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. Una de las acciones en que él mostró su prudencia, valor, firmeza y amor, fue cuando se marchó a hacer penitencia [101 - se marchó a hacer petinencia – íàëîæèë íà ñåáÿ ïîêàÿíèå] en la Peña Pobre, despreciado por la señora Oriana, y hasta cambió su nombre por el de Beltenebros. Así que en esto puedo imitarle mejor que derrotando ejércitos y deshaciendo encantamientos.
   –Entonces, ¿qué es lo que quiere hacer vuestra merced en este escondido y lejano lugar? ―preguntó Sancho.
   –Ya te he dicho ―respondió don Quijote― que quiero imitar a Amadís haciendo aquí el desesperado, el bobo y el lloroso, sin otras locuras que dieron fama a otros caballeros.
   –Esos caballeros ―dijo Sancho― tenían motivos para hacer esas cosas, pero ¿qué causa tiene vuestra merced para volverse loco? ¿Qué dama le ha despreciado, o qué pruebas tiene de que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna tontería con moro o cristiano?
   –Así está el asunto ―respondió don Quijote―. Si no tengo ningún motivo para hacer estas cosas, ¿qué no haría si lo tuviera? El que está ausente [102 - ausente – (çä.) äàëåêî, â ðàçëóêå], como yo de mi señora Dulcinea, todos los males teme. Loco estoy, loco he de estar hasta que vuelvas con la respuesta a una carta que contigo pienso enviar a Dulcinea. Si la respuesta es favorable, acabarán mi locura y mi penitencia, y si es al contrario, seré un loco de verdad y no sentiré nada. Así, sea cual sea la respuesta, saldré de dudas y del trabajo en que me dejas. Pero dime, Sancho, ¿tienes bien guardado el yelmo de Mambrino?
   –Dice vuestra merced, Caballero de la Triste Figura, algunas cosas ―dijo Sancho― que me hacen pensar que eso de alcanzar reinos e ínsulas son sólo mentiras. Porque quien os escuche decir que una bacía de barbero es el yeímo de Mambrino pensará que tiene vacío el juicio.
   –Mira, Sancho ―dijo don Quijote―, tienes el entendimiento más corto de todos los escuderos del mundo. Andan por ahí encantadores que cambian todas las cosas, y lo que a ti te parece bacía, a mí me parece yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa.
   Mientras iban conversando, llegaron al pie de una alta montaña. Corría por ella un pequeño arroyo y oyó y había muchos árboles que hacían el lugar agradable y tranquilo. Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia, y así, como si estuviera loco, dijo:
   –Este es el lugar, ¡oh, cielos!, que escojo para llorar mi desventura y manifestar la pena que mi corazón padece. ¡Oh, vosotros, dioses que habitáis en este lugar, oíd las quejas de este desdichado amante! ¡Oh, Dulcinea del Toboso, día de mi noche, consuelo de mi pena, norte de mis caminos, que el cielo te dé la ventura que mereces y tú me correspondas por la fidelidad que te tengo!
   Dicho esto, se apeó de Rocinante y lo dejó en libertad. Sancho, que vio que su amo quitaba la silla al caballo, le dijo:
   –Señor Caballero de la Triste Figura, si mi partida [103 - partida – îòúåçä] y su locura son verdad, será mejor volver a ensillar a Rocinante para hacer yo con él el camino y ahorrar tiempo a mi viaje.
   –Tienes razón, Sancho ―dijo don Quijote―; dentro de tres días te irás, porque quiero que veas lo que voy a hacer por mi señora Dulcinea y se lo digas.
   –Pero ¿qué más tengo que ver? ―preguntó Sancho.
   –Ahora ―respondió don Quijote― me falta romper mis vestidos, quitarme las armas y darme cabezazos [104 - cabezazos – óäàðû ïî ãîëîâå] en estas piedras.
   –Por amor de Dios ―dijo Sancho―, ¿no sería mejor darse los golpes en el agua o en algo blando, como algodón?
   –Eso sería ―dijo don Quijote― desobedecer las órdenes de caballería, que nos mandan no mentir.
   –Pues yo doy por vistas todas sus locuras ―dijo Sancho―. Escriba vuestra merced la carta, que tengo ganas de sacarle de este purgatorio [105 - purgatorio – ÷èñòèëèùå].
   –¿Purgatorio lo llamas, Sancho? ―replicó don Quijote―. Mejor sería llamarlo infierno, o algo peor.
   –Quien va al infierno ―dijo Sancho― nunca sale de él, según he oído decir, y a vuestra merced le sucederá al revés, porque diré tales cosas a mi señora Dulcinea que su respuesta lo sacará de este purgatorio.
   –Has de saber ―dijo don Quijote― que jamás ha visto una carta mía, y que nuestros amores han sido siempre idealizados, y te juro que en doce años que la quiero la he visto cuatro veces y ella sólo me ha mirado; tal es la modestia y el recogimiento con que sus padres Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales la han criado.
   –¡Tate! ―dijo Sancho―. ¿La hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada también Aldonza Lorenzo?
   –Esa es ―dijo don Quijote―, y es la que merece ser señora de todo el universo.
   –La conozco bien ―dijo Sancho―, y sé que tiene la fuerza de un hombre. ¡Vive Dios!, que es una moza de pelo en pecho [106 - de pelo en pecho – (çä.) îòâàæíàÿ]. ¡Qué fuerza y qué voz! Dicen que un día se subió al campanario del pueblo para llamar a unos mozos que estaban a más de media legua y la oyeron como si estuvieran junto a la torre. Y lo mejor que tiene es que es muy divertida y graciosa. Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que me gustaría estar ya en camino para verla, porque hace mucho tiempo que no la veo, aunque debe de estar muy cambiada, porque el aire y el sol del campo estropean mucho la cara. Y digo que hasta hoy era yo un ignorante, porque pensaba que la señora Dulcinea era alguna princesa que mereciera los regalos de su amor.
   –Ya te he dicho, Sancho ―dijo don Quijote―, que eres muy hablador, y aunque eres un poco torpe, a veces te pasas de ingenioso. Y has de saber, si no lo sabes ya, que solo dos cosas llevan a amar: la hermosura y la buena fama, y estas se dan sobradamente en Dulcinea, porque en hermosura ninguna la iguala, y en la fama, pocas le llegan.
   –Digo ―dijo Sancho― que tiene vuestra merced razón en todo, y que yo soy un asno. Así que venga la carta, que me voy.
   –Escucha, que dice así ―dijo don Quijote:

   CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
   Soberana y alta [107 - soberana y alta – íåñðàâíåííàÿ è âñåìîãóùàÿ] señora:
   El herido por vuestra ausencia en el corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu hermosura me desprecia, si tu valor no es para mí, si tu indiferencia me aleja de ti, aunque yo sea bastante sufrido, mal podré aguantar esta pena que, además de fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación [108 - dará entera relación – ïîäðîáíî ðàññêàæåò], ¡oh, bella ingrata [109 - bella ingrata – íåáëàãîäàðíàÿ êðàñàâèöà], amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo: si quieres socorrerme, tuyo soy; si no, haz lo que más te guste, que yo con dar fin a mi vida habré cumplido con tu crueldad y con mi deseo.
 Tuyo hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura

   ―Por la vida de mi padre ―dijo Sancho al oír la carta―, que es la cosa más bella que jamás he oído. Digo de verdad que es vuestra merced el mismo diablo, y que no hay cosa que no sepa.
   –Todo es necesario ―respondió don Quijote― para el oficio que tengo.
   Mientras Sancho ensillaba a Rocinante, dijo don Quijote:
   –Antes de que te vayas quiero que me veas en cueros [110 - en cueros – íàãèøîì]; y deseo hacer una o dos docenas de locuras, para que las veas con tus ojos y las puedas contar.
   –Por amor de Dios, señor mío, no quiero ver a vuestra merced desnudo, porque me dará mucha lástima y me pondré a llorar. Pero ya que lo dice, mejor será que vea alguna de esas locuras.
   Don Quijote se bajó a toda prisa los calzones y se quedó en ropa interior. Luego dio dos saltos en el aire y se puso cabeza abajo con los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, Sancho dio media vuelta a Rocinante con la seguridad de poder jurar que su amo estaba loco.


   Capítulo XX
   Sancho marcha a llevar la carta

   Sancho dejó a su amo y se fue camino del Toboso. Al día siguiente llegó a la venta donde le había sucedido la desgracia de la manta, y no quiso entrar, aunque era la hora de comer y tenía ganas de tomar algo caliente. En esto, salieron de la venta dos personas que lo conocieron. Uno de ellos dijo:
   –Dígame, señor cura, aquel del caballo, ¿no es Sancho Panza, el escudero de nuestro aventurero?
   –Sí es ―dijo el cura―, y aquel es el caballo de don Quijote.
   Lo conocieron porque eran el cura y el barbero de su mismo lugar, que sabían de las aventuras de don Quijote.
   El cura llamó a Sancho por su nombre y le dijo:
   –Amigo Sancho Panza, ¿dónde está vuestro amo?
   Sancho decidió ocultar el lugar donde estába y dijo que se había quedado ocupado en cierta cosa muy importante.
   –Si no decís dónde está ―dijo el barbero― pensaremos que lo habéis matado y robado, porque venís en su caballo.
   –No me amenacéis ―dijo Sancho―, que yo no soy hombre que robe ni mate a nadie. Mi amo está haciendo penitencia entre estas montañas.
   Luego les contó las aventuras que le habían sucedido y que ahora él llevaba una carta a la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de la que don Quijote estaba muy enamorado. Quedaron los dos admirados de lo que contaba Sancho Panza, porque, aunque ya conocían la locura de don Quijote, siempre les hacía mucha gracia.
   Pidieron a Sancho que les enseñara la carta que llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él les dijo que la tenía escrita en un cuaderno y que su amo le había pedido que alguien se la copiara en un papel. Le dijo el cura que él se la escribiría con buena letra. La buscó Sancho, pero no dio con ella. Con lo cual, le entró tal enfado que empezó a darse bofetadas en la cara y a tirarse de las barbas. El cura y el barbero le preguntaron qué le sucedía y Sancho les dijo:
   –¿Qué me ha de suceder? Que he perdido la curta. Pero esto no es todo el mal, porque he perdido también un papel en el que mi amo mandaba a su sobrina que me regalara tres borricos [111 - borricos – èøàêè].
   El cura lo animó diciéndole que, cuando encontraran a don Quijote, él le haría repetir la promesa. El barbero le preguntó si se sabía de memoria el contenido de la carta para volver a escribirla. Sancho empezó a rascarse la cabeza queriendo recordar, y dijo:
   –Por Dios, señor cura, que los diablos se lleven lo que recuerdo; aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora…».
   –No diría sobajada ―dijo el barbero―, sino sobrehumana o soberana señora.
   –Así es ―dijo Sancho―. Luego, si mal no recuerdo, decía: «El herido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y así seguía toda la carta hasta que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura».
   Contó luego Sancho que su señor pensaba ponerse en camino para ser emperador o, por lo menos, rey, si las noticias de Dulcinea eran buenas. Y que a él lo casaría, porque ya sería viudo, con una doncella de la Corte, heredera de un importante reino, nada de ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
   El cura y el barbero pensaban qué grande era la locura de don Quijote, que había conseguido enloquecer a aquel pobre hombre.
   El cura, finalmente, dijo:
   –Lo más importante ahora es estudiar la forma de sacar a vuestro amo de aquella inútil penitencia.
   Cuando salieron, el cura propuso que él se disfrazaría de doncella andante y el barbero se vestiría de escudero, y así irían a donde estaba don Quijote fingiendo ser una doncella triste y apenada. Entonces «ella» le pediría que la acompañara para deshacer y vengar los agravios recibidos. De esta manera, lo llevarían a su casa para ver si tenía remedio su locura.


   Capítulo XXI
   El cura y el barbero van en busca de don Quijote

   Se pusieron, pues, en camino y cuando ya habían andado gran parte del trayecto y estaban cerca del lugar, Sancho les dijo que lo mejor sería que fuera él delante a buscar a su amo y darle la respuesta de su señora, porque eso bastaría para sacarle de la locura en que estaba.
   Mientras el cura y el barbero descansaban en un rincón del bosque, oyeron unos tristes lamentos y sollozos que salían de detrás de unas rocas. Se acercaron y descubrieron a un joven, que dijo llamarse Cardenio, que no paraba de suspirar y quejarse porque había sido engañado por su amada. El cura y el barbero le escucharon y prometieron ayudarle.
   Pero su sorpresa fue grande cuando vieron a una mujer joven que lloraba por las mismas razones que Cardenio. Por las cosas que la muchacha contaba, Cardenio la reconoció y le dijo:
   –En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija del rico Clenardo.
   –Y ¿quién sois vos?, ¿por qué sabéis mi nombre? ―preguntó Dorotea.
   –Yo soy ―respondió Cardenio― el desdichado que no pudo obtener el amor de Luscinda, quien prefirió a vuestro amado. Así, vuestra desgracia también es la mía.
   No le dio tiempo a decir más a Cardenio, porque oyeron las voces de Sancho Panza, que apareció por entre las rocas contando que había encontrado a don Quijote desnudo, flaco y muerto de hambre, suspirando por su señora Dulcinea. Que cuando le dijo que Dulcinea lo esperaba en Toboso, respondió que no iría hasta que hubiera realizado hazañas que le hicieran merecedor de sus amores. Y que si todo seguía así, corría el peligro de no llegar a ser emperador, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser.
   El cura trató de calmarle diciéndole que lo sacarían de allí. Contó luego a Cardenio y Dorotea lo que tenían pensado hacer con don Quijote. Dorotea dijo que ella haría de doncella mejor que el barbero, y que además tenía allí vestidos para representar lo que querían; que había leído muchos libros de caballerías y sabía bien cómo eran las doncellas desgraciadas cuando pedían favores a los caballeros andantes.
   –Pues no hace falta más ―dijo el cura―; sin duda, la buena suerte está de nuestra parte.
   Dorotea se vistió con toda elegancia y a todos les agradaron su gracia y su hermosura. Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, pues en lodos los días de su vida jamás había visto tan hermosa criatura; así que preguntó al cura quién era aquella señora.
   –Esta hermosa señora ―respondió el cura― es la heredera del gran reino de Micomicón. Ella viene en busca de vuestro amo a pedirle un favor: deshacer un agravio cometido por un mal gigante.
   Dorotea subió sobre la mula del cura y Sancho los guió a donde estaba don Quijote.
   Media legua habían andado cuando descubrieron a don Quijote entre unas rocas. Nada más llegar a él, Dorotea se puso de rodillas diciendo:
   –De aquí no me levantaré, valeroso y esforzado caballero, hasta que vuestra bondad no me conceda un favor, que dará fama a vuestra persona y será en beneficio de la más desconsolada y agraviada doncella. Y si el valor de vuestro brazo corresponde a vuestra inmortal fama, estáis obligado a ayudar a la que viene de tan lejanas tierras.
   –Yo os lo concedo ―dijo don Quijote― si no va contra mi rey, o mi patria, o contra aquella que tiene la llave de mi corazón.
   –No será en perjuicio de nadie ―contestó la doncella.
   Sancho se acercó a don Quijote y le dijo:
   –Bien puede vuestra merced concederle el favor que os pide: sólo se trata de matar a un gigante, y quien lo pide es la princesa Micomicona.
   –Sea quien sea ―respondió don Quijote―, yo haré lo que debo hacer como caballero andante.
   Y volviéndose a la doncella, dijo:
   –Levántese vuestra hermosura, que yo os concedo el favor que me pedís.
   –Os pido ―dijo la doncella― que se venga conmigo y me prometa no entrar en otra aventura hasta vengarse de un traidor que me ha quitado mi reino.
   –Os lo concedo, señora ―respondió don Quijote―; así que ya podéis dejar la pena que os duele; que, con la ayuda de Dios y la de mi brazo, os veréis pronto en vuestro reino. Vámonos ya, que dicen que en la tardanza suele estar el peligro.
   Mientras tanto, el cura, que estaba oculto entre unos matorrales, salió al camino y se puso a mirar muy despacio a don Quijote, disimulando que lo iba reconociendo. Luego se fue hacia él diciendo a grandes voces:
   –¡Qué alegría ver de nuevo al famoso don Quijote de la Mancha, el mejor caballero andante!
   Don Quijote, sorprendido de lo que oía, miró con atención a aquel hombre y, al fin, lo conoció y se asustó de verlo allí. Para tranquilizarle, el cura fingió que él iba de camino a Sevilla con su escudero, que era en realidad el barbero, pero que unos desconocidos les habían robado una de las mulas y por eso se encontraba él a pie en el camino.
   Subió entonces el cura en la mula del barbero, don Quijote en su caballo y Dorotea en la otra mula y, antes de ponerse en marcha, don Quijote dijo a la dama:
   –Que sea vuestra grandeza, señora mía, la que guíe por donde desee.
   Antes de que ella respondiera, dijo el cura:
   –¿Hacia qué reino quiere guiarnos? ¿Es, por ventura, hacia el de Micomicón?
   –Sí, señor; hacia ese reino es mi camino ―dijo ella para continuar el engaño.
   –Si así es ―dijo el cura―, por mi pueblo hemos de pasar, y de allí irá vuestra merced hacia Cartagena [112 - Cartagena – Êàðòàõåíà, ãîðîä ñ êðóïíûì èñïàíñêèì ïîðòîì (àâòîíîìíîå ñîîáùåñòâî Ìóðñèÿ)], donde se podrá embarcar con buena ventura.


   Capítulo XXII
   Don Quijote quiere saber la respuesta de Dulcinea a su carta

   Mientras caminaban, Dorotea contó a don Quijote la imaginada historia de su reino y las desgracias que le trajo el famoso gigante. Relató también cómo su padre le había descrito al caballero que debía remediar sus males. Dijo que había de ser un caballero alto de cuerpo, delgado de cara, y que en el hombro derecho había de tener un lunar [113 - lunar – ðîäèíêà] oscuro.
   Al oír esto, dijo don Quijote a su escudero:
   –Ven aquí, Sancho, ayúdame a desnudarme, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey indicó.
   –Pues ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? ―preguntó Dorotea.
   –Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo ―respondió don Quijote.
   –No hay para qué desnudarse ―dijo Sancho―, que yo sé que tiene vuestra merced un lunar de esas características en la mitad de la espalda, que es señal de ser hombre fuerte.
   –Eso basta ―dijo Dorotea―; porque con los amigos no importa que el lunar esté en el hombro o en la espalda, que todo es el mismo cuerpo.
   Después de caminar un buen rato en silencio, dijo don Quijote a Sancho:
   –Desde que llegaste no he tenido tiempo de preguntarte acerca de la carta que llevaste y de la respuesta que has traído.
   –Pregunte vuestra merced lo que quiera ―dijo Sancho―, que a todo daré respuesta.
   –Dime entonces, Panza amigo, ¿dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué cara puso cuando leyó mi carta? ¿Quién te la escribió en papel?
   –Señor ―respondió Sancho―, si he de decir la verdad, la carta no me la escribió nadie, porque no llevé ninguna carta. Pero la tenía en la memoria de cuando vuestra merced me la leyó.
   –¿Y la tienes todavía en la memoria, Sancho? ―preguntó don Quijote.
   –No, señor ―respondió Sancho―, como ya se la recité a un sacristán, que la trasladó al papel… Aunque recuerdo aquello de «soberana señora», y lo último: «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura». Y en medio de estas dos cosas le puse más de trescientas almas y vidas y ojos míos, y cosas parecidas.
   –Todo eso no me descontenta ―dijo don Quijote―. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? Seguro que la hallaste bordando con hilos de oro para su andante caballero.
   –La hallé ―respondió Sancho― echando dos sacos de trigo en el corral de su casa.
   –Seguro que los granos de aquel trigo eran de perlas ―dijo don Quijote―. Pero sigue adelante. Cuando le diste mi carta, ¿la besó? ¿Se la puso en la cabeza? ¿Qué hizo?
   –Cuando le iba a dar la carta ―respondió Sancho―, ella estaba removiendo el trigo que tenía en la criba [114 - criba – ñèòî], y me dijo: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel saco de trigo, que no la puedo leer hasta que acabe lo que estoy haciendo».
   –¡Discreta señora! ―dijo don Quijote―. Eso debió de ser por leerla despacio luego. ¿Qué te preguntó de mí? Cuéntamelo todo.
   –Ella no me preguntó nada ―dijo Sancho―, pero yo le dije cómo vuestra merced estaba haciendo penitencia, desnudo, durmiendo en el suelo, sin comer, llorando, y todo por servirla ella.
   –Es verdad ―dijo don Quijote― que todo hago por amor de tan alta señora como Dulcinea.
   –Tan alta es ―respondió Sancho― que me lleva a mí más de un palmo [115 - palmo – ìåðà äëèíû (îêîëî 21 ñì)].
   –¿Te has medido con ella? ―preguntó don Quijote.
   –Pues es que me acerqué a ella para ayudarla a echar un saco de trigo sobre un asno y vi que me llevaba más de un palmo, como he dicho a vuestra merced.
   –Cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor a delicioso perfume?
   –Lo que sé decir ―dijo Sancho― es que sentí un olorcillo algo hombruno [116 - hombruno – ìóæåïîäîáíûé]; debía de ser que estaba sudada y algo húmeda.
   –No sería eso ―dijo don Quijote―, sino que tú debías de estar algo resfriado y te fallaba el olfato, o te debiste oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa del campo.
   –Todo puede ser ―respondió Sancho―, porque muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de la señora Dulcinea.
   –Y bien ―continuó don Quijote―, después de limpiar el trigo, ¿qué hizo cuando leyó la carta?
   –La carta ―dijo Sancho― no la leyó, porque dijo que no sabía leer; entonces la rompió diciendo que no quería que la leyera nadie, para que no se enteraran de sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tiene y de la penitencia que por su causa está haciendo. Me dijo, finalmente, que dejara vuestra merced estos matorrales y se pusiera camino del Toboso, porque tenía gran deseo de verle.
   –Y ¿qué te parece, amigo Sancho, que debo hacer ahora? ―preguntó don Quijote―; porque aunque estoy obligado a ir al Toboso, veo también la necesidad de cumplir con lo prometido a la princesa.
   –Eso está claro ―respondió Sancho―. Deje ahora de ir a ver a la señora Dulcinea y vayase a matar al gigante, y terminemos este negocio que ha de ser de gran beneficio.
   –Te digo, Sancho ―dijo don Quijote―, que estás en lo cierto y seguiré tu consejo de ir primero con la princesa y luego a ver a Dulcinea.


   Capítulo XXIII
   La batalla con los cueros de vino y el regreso a la aldea

    [117 - cuero de vino – (çä.) ìåõ äëÿ âèíà]
   En esta conversación andaban, cuando llegaron a la venta. La ventera, el ventero, su hija y Maritornes, cuando vieron a don Quijote y Sancho, salieron a recibirlos con mucha alegría. Don Quijote pidió que le prepararan un lecho para descansar, pero que fuera mejor que el que le ofrecieron la última vez. La ventera le dijo que, si lo pagaba mejor que la otra vez, ella se lo daría de príncipes. Don Quijote dijo que así lo haría. Le prepararon la cama y se acostó, porque estaba cansado.
   Todos los de la venta estaban admirados de la hermosura de Dorotea y del buen parecer de Cardenio, y sobre ellos trató la conversación durante la comida que preparó el ventero. Mientras tanto, don Quijote dormía; no lo despertaron porque pensaban que le haría más provecho dormir que comer. Maritornes contó lo que le había sucedido con el arriero y don Quijote, así como la broma de la manta con Sancho. El cura decía que los libros de caballerías que había leído don Quijote le habían trastornado el juicio.
   En esto, salió Sancho diciendo a voces:
   –Acudid, señores, y socorred a mi señor, que está metido en la más terrible batalla que he visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona!
   Entonces oyeron un gran ruido y a don Quijote que decía:
   –¡Alto, ladrón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu espada!
   –Entren ―dijo Sancho― a ayudar a mi amo, que el gigante debe de estar muerto, porque he visto correr la sangre por el suelo.
   –Que me maten ―dijo el ventero― si don Quijote no ha dado una cuchillada a uno de los cueros de vino tinto que hay ahí dentro.
   Entraron en la habitación y encontraron a don Quijote en camisa, con un gorro colorado, con la espada en la mano dando cuchilladas a todas partes. Lo curioso es que tenía los ojos cerrados, y es que estaba soñando que se enfrentaba al gigante en el reino Micomicón. Había dado tantas cuchilladas a los cueros que toda la habitación estaba llena de vino.
   El ventero se enojó tanto, que se echó encima de don Quijote y no paró de darle puñetazos hasta que el cura se lo quitó de las manos. Mientras tanto, Sancho buscaba la cabeza del gigante y decía en voz alta:
   –Ya sé yo que en esta casa está todo encantado: la otra vez no supe quién me dio los porrazos [118 - porrazos – ñèëüíûå óäàðû] que recibí, y ahora no veo la cabeza que yo vi cortar ni la sangre que corría del cuerpo del gigante como de una fuente.
   –¿Qué sangre ni qué fuente dices? ―dijo el ventero―. ¿No ves, ladrón, que esta sangre es el vino tinto de esos cueros?
   –No sé nada ―dijo Sancho―; sólo sé que soy tan desgraciado que, por no hallar la cabeza, perderé mi condado.
   El cura tenía cogidas las manos de don Quijote, el cual, creyendo que ya había acabado la aventura y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se puso de rodillas, diciendo:
   –Bien puede vuestra grandeza vivir segura, que ya no le podrá hacer mal este gigante; y yo también, porque he cumplido la palabra que os di.
   –Ya lo decía yo ―dijo Sancho―; mi amo ha enterrado al gigante.
   Nadie podía contener la risa oyendo los disparates del amo y del escudero. Todos reían menos el ventero y su mujer.
   –En mala hora ha llegado a mi casa este caballero andante ―decía la ventera a voz en grito―. Pero no piensen que se irán sin pagar mis cueros y mi vino, que no saldrán de aquí como la otra vez.
   El cura la tranquilizó diciéndole que pagarían todo, tanto los cueros como el vino.
   Dorotea consoló a Sancho y le prometió darle el mejor condado cuando estuviese en su reino.
   Llevaban ya dos días en la venta y al cura y al barbero les pareció que ya era hora de irse e intentar curar a don Quijote de su locura en su tierra. Acordaron con un carretero [119 - carretero – èçâîç÷èê, âîçíèöà] de bueyes que pasó por allí que lo llevara. Hicieron una jaula de palos y todos los que estaban en la venta se disfrazaron, de modo que don Quijote no los reconociera. Entraron donde estaba durmiendo, lo ataron de pies y manos y lo metieron en la jaula. Cuando don Quijote se despertó, al ver que no podía moverse, creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo. Todo sucedió como el cura había imaginado. Lo cogieron en hombros, y al salir de la habitación se oyó una voz temerosa que decía:
   –¡Oh, Caballero de la Triste Figura! No sufras por la prisión en que vas, porque así conviene para acabar antes la aventura en que tu esfuerzo te puso. La aventura acabará cuando el terrible león manchego [120 - manchego – ëàìàí÷ñêèé] se una con la blanca paloma del Toboso en un santo matrimonio. Y tú, noble y valiente escudero, no te asuste ver así delante de tus ojos a la flor de la caballería andante, que pronto te verás tan alto que no te conocerás y verás cumplidas las promesas de tu señor.
   Don Quijote se consoló al escuchar la profecía [121 - profecía – ïðîðî÷åñòâî], porque entendió que se vería unido en santo matrimonio con su querida Dulcinea.
   –¡Oh, tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has anunciado! Te ruego que pidas al sabio encantador que no me deje morir en esta prisión hasta ver cumplidas tan alegres promesas.
   Luego tomaron la jaula en hombros y la colocaron en el carro de los bueyes.
   Cuando don Quijote se vio enjaulado y encima del carro, dijo:
   –Muchas historias he leído yo de caballeros andantes; pero jamás he leído, ni visto, ni oído que a los caballeros encantados los lleven de esta manera, y tan despacio como andan estos perezosos animales. Porque los suelen llevar por los aires, encerrados en alguna nube, o en algún carro de fuego. Quizá los encantamientos de nuestros tiempos son de otra forma.
   El ventero ensilló a Rocinante y preparó el asno de Sancho, que montó en él, llevando a Rocinante de las riendas [122 - riendas – âîææè]. Antes de echar a andar el carro, salieron la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor por su desgracia. Don Quijote les dijo:
   –No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desgracias son propias de mi profesión; si esto no me sucediera, no me tendría por famoso caballero. A los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, y nadie se acuerda de ellos. Perdonadme, hermosas damas, si os he ofendido en algo y rogad a Dios que me saque de estas prisiones, donde algún encantador me ha puesto.
   Se puso en marcha el carro y todos lo siguieron, tal como el cura había ordenado. Caminaron en silencio más de dos leguas, hasta llegar a un valle donde el carretero paró a descansar y dar de comer a los bueyes. Una vez terminado el descanso, continuaron el camino que el cura indicaba.
   Al cabo de seis días, llegaron a la aldea de don Quijote y atravesaron la plaza, que estaba llena de gente. Acudieron a ver lo que venía en el carro y, cuando conocieron a su vecino, quedaron maravillados. Un muchacho fue corriendo a avisar al ama y a la sobrina de don Quijote, para decirles que venía su tío y señor, flaco y amarillo, en un carro de bueyes. Las dos mujeres empezaron a llorar de tal forma, que daba pena oírlas. Volvieron a maldecir los libros de caballerías, sobre todo cuando entró don Quijote en su casa.
   También la mujer de Sancho Panza acudió a ver a su marido. Juana Panza, que así se llamaba la mujer, preguntó a Sancho si venía bueno el asno.
   –Mejor que yo ―dijo Sancho.
   El cura encargó a la sobrina que tratara bien a su tío y lo vigilara para que no se volviera a escapar.
   Y así fue; como todos imaginaban, don Quijote quiso hacer una tercera salida. Pero esas aventuras las contará el autor de esta historia en una segunda parte.



   SEGUNDA PARTE


   Prólogo

   Seguro, querido lector, que estás esperando este prólogo creyendo encontrar en él algún tipo de venganza contra el autor del segundo Don Quijote [123 - segundo Don Quijote – Ñåðâàíòåñ èìååò â âèäó âûïóùåííóþ íåêèì Àëîíñî Ôåðíàíäåñîì äå Àâåëüÿíåäîé ïîäëîæíóþ âòîðóþ ÷àñòü ðîìàíà î Êèõîòå ïàðîäèéíîãî õàðàêòåðà]. Pero no te daré yo esa alegría, pues si las ofensas suelen enfadar a los hombres más humildes, yo me considero la excepción a esta regla. Quizás esperas que lo maltrate, pero no lo voy a hacer; con su pan se lo coma [124 - con su pan se lo coma – áûëà áû ÷åñòü ïðåäëîæåíà]. Lo que realmente me ha molestado es que me llame viejo y manco, como si yo pudiese detener el tiempo, o como si el hecho de quedar manco se hubiera producido en alguna taberna, y no en la más alta ocasión [125 - la más alta ocasión – áèòâà ïðè Ëåïàíòî, êðóïíåéøåå ìîðñêîå ñðàæåíèå XVI, â õîäå êîòîðîãî Èñïàíñêàÿ àðìàäà îäåðæàëà ïîáåäó íàä òóðêàìè] que vieron los siglos pasados, presentes y futuros. Es mejor soldado el que muere en la batalla que el que se salva en la huida. Prefiero haber estado en aquella acción valerosa con mis heridas que estar sano sin haber participado en ella. Además, bueno es saber que no se escribe con las canas sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
   Me ha molestado también que me llame envidioso y que, como a un ignorante, me describa qué es la envidia, que, de dos que hay, yo solo conozco la más noble.
   Y no quiero decir más, pues no hay que añadir pena al apenado, y la que debe de tener este señor es grande, pues no se atreve a aparecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre y su patria, como si hubiera hecho alguna traición. Si por casualidad llegaras a conocerlo, estimado lector, dile de mi parte que no me ha ofendido; que conozco bien las, tentaciones del diablo, y que una de las mayores es hacer creer a un hombre que puede escribir e imprimir un libro con el que ganará tanta fama como dinero, y tantos dineros como fama.
   Sólo me queda avisarte, querido lector, de que esta segunda parte de Don Quijote está escrita por el mismo autor que la primera, y que en ella te doy a don Quijote metido en más aventuras y, finalmente, muerto y sepultado, para que ninguno se atreva a escribir nuevos sucesos de su vida.


   Capítulo I
   El cura y el barbero visitan a don Quijote enfermo

   El cura y el barbero estuvieron casi un mes sin visitar a don Quijote para no traerle a la memoria las cosas pasadas. Pero sí veían a su sobrina y a su ama para pedirles que le dieran de comer cosas buenas y apropiadas para el corazón y el cerebro. Y así lo hacían ellas, porque notaban que iba recuperando el juicio.
   Por fin, el cura y el barbero visitaron a don Quijote y lo hallaron sentado en la cama, con un camisón verde y un gorro de dormir. Estaba tan seco [126 - seco – (çä.) ñëàáûé] que parecía un muerto. Don Quijote los recibió muy bien y mostró tanta prudencia que sus dos amigos creyeron que estaba totalmente curado. Sin embargo, el cura quiso asegurarse y dijo que, según las noticias que llegaban de la Corte, los turcos amenazaban con su poderosa armada, aunque no sabían su destino. Al oírlo, don Quijote dijo:
   –Si su majestad oyera mi consejo le diría que tomara una precaución que seguramente no ha tenido en cuenta.
   Cuando el cura oyó esto, pensó para sí mismo: «Dios te proteja, pobre don Quijote; pues me parece que pasas de la locura a la simplicidad». El barbero preguntó a don Quijote cuál era esa precaución que debía tomar su majestad, a lo cual respondió don Quijote:
   –¿Hay algo mejor que mandar que se junten en la Corte todos los caballeros andantes que hay por España? Pues aunque solo viniese media docena, bastaría para destruir al Turco [127 - Turco – òóðåöêèé ñóëòàí]. ¿No es verdad que un solo caballero andante puede vencer a un ejército de doscientos mil hombres? ¿Cuántas historias están llenas de estas maravillas? Si hoy viviera algún descendiente de Amadís de Gaula y se enfrentara con el Turco, seguro que lo vencería. Pero Dios protegerá a su pueblo y mandará a alguno tan valiente como los antiguos caballeros andantes. Y no digo más.
   –¡Ay! ―dijo la sobrina―. ¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!
   A lo que respondió don Quijote:
   –Caballero andante he de morir, y venga el Turco cuando quiera.
   –Yo apenas he hablado ―dijo el cura― y no quisiera quedarme con una duda. Y es que no sé si todos los caballeros andantes que vuestra merced dice han sido verdaderamente personas de carne y hueso; pues yo más bien creo que todo es cuento y mentira, sueños contados por hombres despiertos, o más bien medio dormidos.
   –Es un error ―respondió don Quijote― no creer que haya habido tales caballeros, porque es tan cierto que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, de buena barba y de buen carácter. Y así como he descrito a Amadís pudiera describir a todos los demás, pues por sus hazañas se puede conocer qué aspecto físico tenían.
   –¿Cómo de grande le parece a vuestra merced que debía de ser el gigante Morgante? ―preguntó el barbero.
   –En esto de gigantes ―respondió don Quijote― hay diferentes opiniones. Hay quien piensa que ha habido y quien cree que no; aunque hay algunas noticias de ellos, como aquel Goliat de la Santa Escritura. Pero no sé decir exactamente qué tamaño tendría Morgante, aunque si dormía bajo techo no debía de ser muy grande.
   Mientras don Quijote, el barbero y el cura hablaban de caballeros y gigantes, se oyeron en el patio muchas voces. Acudieron todos y vieron que eran la sobrina y el ama, que discutían con Sancho Panza.
   –¿Qué quiere este ignorante en esta casa? ―decía el ama―. Id a la vuestra, hermano, que vos sois quien distrae a mi señor y lo lleva por esos malos caminos.
   –Ama de Satanás ―dijo Sancho―, él me llevó por esos mundos y me sacó de mi casa con engaños, prometiéndome una ínsula que aún estoy esperando.
   –Malas te ahoguen ―respondió la sobrina―. Y ¿qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, comilón?
   –No es de comer ―contestó Sancho―, sino de gobernar. Que es mejor gobernar una ínsula que cuatro ciudades con sus cuatro alcaldes.
   –De todas formas ―dijo el ama―, no entraréis, mal hombre. Id a gobernar vuestra casa y a labrar vuestras tierras y olvidaos de ínsulas.
   Don Quijote mandó callar a las mujeres y les dijo que le dejaran entrar.
   El cura y el barbero estaban maravillados de la locura del caballero y de la simplicidad del escudero, que se había creído lo de la ínsula, y pensaban que ambos volverían a sus viejas andanzas.
   Don Quijote se encerró en su cuarto con Sancho y le dijo:
   –Sancho, me apena oírte decir que fui yo quien te sacó de tus casillas [128 - te sacó de tus casillas – âûáèë òåáÿ èç êîëåè], sabiendo que yo tampoco me quedé en mi casa: juntos salimos, juntos fuimos y juntos caminamos; misma suerte y la misma fortuna hemos tenido los dos. Si a ti te mantearon una vez, a mí me han golpeado cien, esto es lo que le llevo de ventaja.
   –Eso era lo justo ―respondió Sancho― porque, según dice vuestra merced, los caballeros andantes están más expuestos a las desgracias que sus escuderos.
   –Te engañas, Sancho, que cuando la cabeza duele, duelen todos los miembros del cuerpo. Y como soy tu amo y señor, yo soy tu cabeza y tú mi parte, pues eres mi criado. Por esta razón, el mal que a mí me toca te ha de doler a ti, y a mí el tuyo.
   –Así había de ser ―dijo Sancho―; pero cuando a mí me manteaban como a miembro, mi cabeza se quedaba tras las paredes del corral, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno.
   –¿Piensas, Sancho ―respondió don Quijote―, que a mí no me dolía cuando a ti te manteaban? Pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu que tú en tu cuerpo. Pero dejemos esto. Y ahora dime, Sancho amigo, ¿qué dicen de mí? ¿Qué opinión tienen de mí los caballeros y la gente del pueblo? ¿Qué dicen de mis hazañas y valentía? ¿Qué has oído sobre mi intención de resucitar la orden caballeresca? Dímelo sin añadir ni quitar nada, que si a los príncipes y reyes llegara la verdad desnuda, las cosas nos irían mejor.
   –Eso haré, mi señor ―dijo Sancho―, con la condición de que no se enoje, pues quiere que no le oculte nada.
   –De ninguna manera me enojaré ―respondió don Quijote.
   –Pues lo primero ―dijo― es que la gente lo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por idiota. Los hidalgos dicen que, sin merecerlo, se ha puesto don y se ha hecho caballero teniendo sólo cuatro viñas y unas pequeñas tierras; y que es conocida la miseria en que vive.
   –Eso ―dijo don Quijote― no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien vestido y jamás remendado [129 - remendado – çàëàòàííûé, â çàïëàòêàõ]; roto bien podría ser, pero más debido a las armas que al paso del tiempo.
   –En cuanto a la valentía y hazañas ―siguió Sancho― hay diferentes opiniones: unos dicen que es loco, pero gracioso; otros, que valiente pero desgraciado; otros, cortés pero impertinente.
   –Mira, Sancho ―dijo don Quijote―, la virtud siempre es perseguida. Pocos hombres famosos se han librado de ello. A Julio César, prudente y valiente capitán, lo criticaban de ambicioso; de Alejandro decían que era algo borracho, y así de otros muchos. Por tanto, si has acabado, dejemos pasar estas mentiras sobre mí.
   –Ahí está el problema ―dijo Sancho.
   –¿Aún hay más? ―preguntó don Quijote.
   –Aún queda algo por contar ―contestó Sancho―. Pero si vuestra merced quiere conocer las mentiras que por ahí andan, yo le traeré a quien se las cuente todas. Es el bachiller [130 - bachiller – áàêàëàâð] Sansón Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, y dice que ya está en libros la historia de vuestra merced, con el nombre de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Dice que también me mencionan a mí con mi nombre de Sancho Panza y a la señora Dulcinea del Toboso. Se cuentan otras cosas que pasamos juntos y que no entiendo cómo las pudo saber el historiador que las escribió.
   –Yo te aseguro, Sancho ―dijo don Quijote―, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, pues ellos lo saben todo.
   –¡Ya lo creo que era sabio y encantador pues, según este Sansón Carrasco, el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena [131 - Berenjena – âûìûøëåííîãî Ñåðâàíòåñîì àðàáñêîãî èñòîðèêà, àâòîðà èñòîðèè î Êèõîòå, çîâóò Ñèä Àõìåò Áåíåíõåëè]!
   –Ese nombre es de moro ―respondió don Quijote.
   –Eso será ―dijo Sancho―, porque he oído decir que a los moros les gustan mucho las berenjenas. Y si vuestra merced desea saber algo más y quiere que venga aquí el bachiller, iré por él ahora mismo.
   –Me agradará mucho, amigo ―dijo don Quijote―; que me tiene sorprendido lo que me has dicho, y no me quedaré tranquilo hasta que sea informado de todo.
   Sancho dejó a su señor y se fue a buscar al bachiller.


   Capítulo II
   La conversación entre don Quijote, Sancho y el bachiller

   Don Quijote recibió a Carrasco con mucha cortesía. Era el bachiller un hombre no muy grande de cuerpo, aunque se llamaba Sansón, y de buen entendimiento. Tendría unos veinticinco años, era de cara redonda, nariz chata y boca grande. Le gustaban las burlas y al ver a don Quijote se puso de rodillas y le dijo:
   –Déme las manos, señor don Quijote de la Mancha, porque es vuestra merced uno de los más limosos caballeros andantes que ha habido y habrá en toda la tierra. Felicito a Cide Hamete Benengeli por dejar escrita la historia de vuestras hazañas.
   Don Quijote lo hizo levantar y le dijo:
   –Entonces, ¿es verdad que está escrita mi historia y que fue un sabio moro el que lo hizo?
   –Es tan verdad ―dijo Sansón― que hasta el día de hoy están impresos más de doce mil libros de esa historia, y pienso que no habrá nación ni lengua donde no se traduzca.
   –Una de las cosas que más debe contentar a un hombre virtuoso ―dijo don Quijote― es verse, en vida, con buen nombre en boca de todos.
   –Si se trata de buen nombre y buena fama ―dijo el bachiller―, sólo vuestra merced gana a todos los caballeros andantes; porque tanto el autor como el traductor retrataron con cuidado su valentía ante los peligros y su honestidad en el amor hacia mi señora doña Dulcinea del Toboso.
   –Y, dígame, señor bachiller ―dijo don Quijote―, ¿qué hazañas mías son las más destacadas en esa historia?
   –En eso ―respondió el bachiller― hay diferentes opiniones: unos prefieren la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced le parecieron gigantes; otros, la de los batanes; algunos destacan la de los dos ejércitos, que luego resultaron ser dos rebaños de ovejas. Para muchos, lo mejor fue la liberación de los galeotes; para otros, la pelea con el vizcaíno. Incluso se habla de los saltos que dio el buen Sancho en la manta.
   –En la manta no di saltos ―replicó Sancho―, en el aire sí, y más de los que yo quisiera.
   –Supongo ―dijo don Quijote― que no hay historia humana que no tenga altibajos [132 - altibajos – ïðåâðàòíîñòè ñóäüáû], especialmente las de caballerías, que nunca pueden estar llenas de felices sucesos.
   –Bueno ―respondió el bachiller―, algunos dicen que los autores podían haber quitado algunos de los muchos palos que dieron al señor don Quijote.
   –Eso es verdad ―dijo Sancho.
   –También los podían haber omitido por justicia ―dijo don Quijote―, porque las acciones que no cambian la verdad de la historia no hay por qué escribirlas si perjudican al señor de la historia.
   –Así es ―respondió el bachiller―, pero una cosa es escribir como poeta y otra hacerlo como historiador. El poeta puede contar las cosas, no como fueron, sino como debían ser, y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar nada.
   –Seguro que de mí también habla ―dijo Sancho―, ya que soy uno de los principales personales.
   –Pues claro, Sancho ―respondió Carrasco― que sois vos la segunda persona de la historia; y hay quien prefiere oíros hablar a vos más que a otros. Aunque algunos opinan que habéis sido ingenuo al creer que ibais a gobernar una ínsula.
   –Aún hay tiempo ―dijo don Quijote―, y cuanto más vaya Sancho creciendo en edad, con la experiencia que dan los años, más hábil será para gobernar.
   –Por Dios, señor ―dijo Sancho―, si con los años que tengo no puedo gobernar una ínsula, no la gobernaré con los años de Matusalén.
   –Pídeselo a Dios, Sancho ―dijo don Quijote―, que todo saldrá mejor de lo que vos pensáis.
   –Así es ―dijo Sansón―, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho mil islas que gobernar.
   –Yo he visto gobernadores por ahí que no me llegan a la suela del zapato [133 - no me llegan a la suela del zapato – ìíå â ïîäì¸òêè íå ãîäÿòñÿ] y, sin embargo, los llaman señoría. Pero en fin, señor Sansón ―dijo Sancho―, no quiero discutir más, que me desmayo de hambre y me voy a casa a remediarlo. Cuando acabe de comer, volveré para hablar de lo que deseen.
   Volvió Sancho a casa de don Quijote. En esto llegaron a sus oídos los relinchos de Rocinante, y don Quijote los interpretó como una buena señal y decidió salir de nuevo en tres o cuatro días. Sansón Carrasco le dijo que fuera a la ciudad de Zaragoza, en el reino de Aragón, a participar en un torneo que se iba a celebrar por las fiestas de San Jorge. Allí podía ganar fama luchando contra todos los caballeros aragoneses. Le aconsejó que tuviera más cuidado al hacer frente a los peligros, porque su vida pertenecía a todos aquellos que le necesitaban.
   –Tiene razón ―dijo Sancho―, porque digo yo que entre los extremos de cobarde y de atrevido está el medio de la valentía; y ni quiero que mi señor huya sin motivo, ni que ataque cuando la ocasión pida otra cosa. Y, sobre todo, aviso a mi señor que si me lleva consigo, ha de ser con la condición de que él tiene que pelear solo, y que yo solamente he de cuidar de su persona en lo referente a su limpieza y alimento. Porque pedirme luchar con la espada es pedir un imposible. Yo no quiero ganar fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante. Sancho nací y Sancho pienso morir; pero si por las buenas [134 - por las buenas – áåç óñèëèé, õëîïîò], y sin mucho riesgo, me diera el cielo alguna ínsula, no soy tan tonto para rechazarla.
   –Habéis hablado con sabiduría ―dijo Carrasco―, pero confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de dar un reino, no una ínsula.
   –Así es ―dijo Sancho―, porque yo tengo salud suficiente para gobernar reinos e ínsulas.
   –Mirad, Sancho ―dijo Sansón―, que podría ser que una vez hecho gobernador no os acordéis ni de la madre que os parió.
   –Eso no les pasa ―respondió Sancho― a los cristianos viejos [135 - cristianos viejos – ÷èñòîêðîâíûå õðèñòèàíå] como yo, que saben ser agradecidos.
   Quedaron en que saldrían dentro de ocho días. Don Quijote pidió al bachiller que mantuviera en secreto su salida, especialmente al cura, al barbero, a su sobrina y al ama, para que no intentaran impedírselo. Carrasco se lo prometió y se despidió de don Quijote rogándole que le avisara de todo lo que le ocurriera.


   Capítulo III
   La graciosa charla entre Sancho y su mujer

   Llegó Sancho a su casa tan contento que su mujer le preguntó:
   –¿Qué os pasa, Sancho, que venís tan alegre?
   –Mujer mía ―respondió―, mucho me alegraría de no estar tan contento.
   –No os entiendo, marido ―dijo ella―, y no sé que queréis decir con eso de que no queréis estar contento, pues es algo que todo el mundo desea.
   –Mirad, Teresa ―respondió Sancho―, yo estoy alegre porque he decidido volver a servir a mi amo don Quijote y salir por tercera vez a buscar aventuras, pero me entristece tener que separarme de ti y de mis hijos; por eso digo que mi alegría de irme se mezcla con la tristeza de dejarte.
   –Mirad, Sancho ―contestó Teresa―, desde que sois escudero de un caballero andante, habláis con una manera tan rara, que no hay quien os entienda.
   –Basta con que me entienda Dios ―respondió Sancho―, que él es el que entiende todas las cosas. Ahora, en estos tres días, cuidad bien al asno para que esté preparado, porque no vamos de boda, sino a dar la vuelta al mundo y a enfrentarnos con gigantes, y lo peor es que tendremos que luchar con yangüeses y moros hechizados.
   –Bien creo yo, marido ―dijo Teresa―, que los escuderos andantes no comen el pan gratis; así que rogaré a Nuestro Señor que os saque pronto de todo esto.
   –Yo os digo, mujer ―respondió Sancho―, que me quedaría aquí si no creyera que pronto conseguiré el gobierno de una ínsula.
   –Está bien, marido mío ―dijo Teresa―. Pero si por casualidad conseguís un gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos. Mirad que Sanchico tiene ya quince años y debe ir a la escuela; y Mari Sancha desea tanto tener marido como vos ser gobernador, pues es mejor tener una hija mal casada que amancebada [136 - amancebada – â ñîæèòåëüñòâå âíå áðàêà].
   –Seguro que si logro un gobierno ―respondió Sancho―, a Mari Sancha la casaré con un noble hidalgo y la tendrán que llamar señora.
   –Eso no, Sancho ―respondió Teresa―; casadla con un hombre de su condición, porque si le cambiáis la ropa de pobre por vestidos de seda, verán sus defectos y descubrirán su origen humilde.
   –Calla, tonta ―dijo Sancho―, que eso será sólo los dos o tres primeros años, después aprenderá a ser señora.
   –Mirad lo que decís, marido ―respondió Teresa―. Traed vos dinero y dejad a mi cargo el casarla; porque tenemos a Lope Tocho, mozo gordete y sano, que mira con buenos ojos a la muchacha y con este, que es de nuestra condición, estará bien casada. Ya os lo digo: hacedla duquesa o princesa si queréis, pero yo no lo aprobaré, pues siempre fui amiga de la igualdad. Y digo también, marido, que os llevéis a vuestro hijo Sancho para que desde ahora le enseñéis a gobernar, que es bueno que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.
   –Cuando yo gobierne mandaré que me lo lleven y te enviaré dinero, que no me faltará, pues siempre hay quien le preste a los gobernadores; vístelo de modo que disimule lo que es y parezca lo que ha de ser.
   –Enviad vos dinero ―dijo Teresa― que yo os lo vestiré como a un señor.
   De esta manera tan graciosa acabó la conversación. Después Sancho fue a ver a don Quijote para preparar su nueva salida.


   Capítulo IV
   Don Quijote discute con su escudero sobre el salario

   Llegó Sancho a casa de su amo y en cuanto lo oyó el ama, salió corriendo a esconderse para no verlo. Salió a recibirlo don Quijote con los brazos abiertos y los dos se encerraron en su cuarto y estuvieron charlando largo rato.
   Cuando vio el ama que Sancho Panza se encerraba con su señor, imaginó que en aquella reunión decidirían la tercera salida. Entonces, se puso su manto y se fue a buscar al bachiller Sansón Carrasco, creyendo que, por ser bien hablado y amigo de su señor, lo podría convencer de que abandonara tan loca idea.
   Cuando la vio Carrasco tan apenada y nerviosa, le dijo:
   –¿Qué ha sucedido, señora ama?
   –Que mi amo quiere salir otra vez a buscar por el mundo lo que él llama aventuras; que yo no uno sé cómo da este nombre, porque siempre ha vuelto paleado.
   –Si sólo es eso ―respondió el bachiller―, no tenga pena. Váyase a su casa y prepáreme alguna cosa caliente para almorzar, que ahora iré yo.
   El ama volvió a casa y el bachiller fue a buscar al cura para hablar con él. Mientras tanto, don Quijote y Sancho hablaban de su próxima salida.
   –Señor ―dijo Sancho―, ya he convencido a mi mujer para que me deje ir con vuestra merced a donde quiera llevarme.
   –¿Y qué dice Teresa? ―preguntó don Quijote.
   –Teresa dice ―respondió Sancho― que más vale pájaro en mano que ciento volando [137 - más vale pájaro en mano que ciento volando – ëó÷øå ñèíèöà â ðóêàõ, ÷åì æóðàâëü â íåáå], y quiero decir con eso que vuestra merced me dé un salario cada mes durante el tiempo que le sirva, y que ese salario me lo pague de su hacienda, porque los favores llegan tarde o no llegan. En fin, yo quiero saber lo que voy a ganar, poco o mucho; mientras se gana algo no se pierde nada. Aunque si vuestra merced me diera la ínsula, lo cual dudo, descontaría de mi salario las ganancias de la ínsula.
   –Bien te entiendo ―dijo don Quijote― y sé lo que pretendes. Mira, Sancho, yo te daría un salario si hubiera encontrado en los libros de caballería algún ejemplo de lo que solían ganar los escuderos. No recuerdo haber leído que los caballeros pagaran salario; solo sé que todos los escuderos servían a sus señores y que, cuando la suerte les era favorable, eran premiados con una ínsula. Si con estas esperanzas queréis volver a servirme, hazlo en buena hora. Así que, Sancho mío, volveos a vuestra casa y contadle a vuestra Teresa mi intención; y si los dos estáis conformes, bienvenido seas, y si no, tan amigos como antes. Pero mirad que más vale buena esperanza que ruin [138 - ruin – íè÷òîæíûé, æàëêèé] posesión, y digo esto para que veas que yo también sé refranes. Finalmente, te digo que no me faltarán escuderos más obedientes y menos habladores.
   Cuando Sancho oyó esto, se desanimó porque esperaba que su señor no se iría sin él por todos los salarios del mundo. Esto pensaba Sancho cuando entró Sansón Carrasco, acompañado del ama y la sobrina, deseosas de oír con qué razones convencía a su señor de que no volviera a buscar aventuras.
   Sansón abrazó a don Quijote y le dijo:
   –¡Oh, flor de la andante caballería! ¡Oh, luz resplandeciente de las armas! Quiera Dios que ninguna persona impida esta tercera salida. Y vos, señora ama, no recéis más, pues yo sé que es firme la decisión del señor don Quijote de volver a sus aventuras, porque ya es tiempo de atender a los huérfanos y reparar la honra de las doncellas. Así que, señor don Quijote, salga ya, antes hoy que mañana; y si falta alguna cosa, aquí estoy yo para proporcionársela; y si es necesario, le serviré como escudero.
   Al oír esto, dijo don Quijote a Sancho:
   –¿No te dije yo, Sancho, que me sobrarían escuderos? Mira quién se ofrece a serlo, el magnífico bachiller Sansón Carrasco. Pero no puedo apartarle de su dedicación a las letras y a las artes. Quédese Sansón en su patria, que yo me contentaré cualquier escudero, ya que Sancho no quiere venir conmigo.
   –Sí quiero ―dijo Sancho, con los ojos llenos de lágrimas―. Nadie dirá de mí que soy desagradecido por romper nuestra alianza, y más conociendo el deseo de vuestra merced de favorecerme; que si me he puesto a hablarle de mi salario, ha sido por dar gusto a mi mujer. Así que pongámonos en camino cuando diga vuestra merced, que yo ofrezco como el mejor escudero de todos los tiempos.
   Finalmente, don Quijote y Sancho se abrazaron y quedaron como amigos. Decidieron, con la opinión favorable de Carrasco, salir de allí tres días después. Les pareció que había tiempo suficiente para preparar el viaje. Las que no estaban contentas eran la sobrina y el ama, que maldijeron al bachiller y lamentaban la partida de don Quijote como si fuera la muerte de su señor. Pero no sabían que el bachiller había actuado así aconsejado por el cura y el barbero.
   Cuando todo estuvo a punto [139 - todo estuvo a punto – âñ¸ áûëî ãîòîâî], se pusieron camino al anochecer, sin que nadie los viera, menos el bachiller, que quiso acompañarlos hasta salir del lugar. Don Quijote sobre Rocinante y Sancho sobre su asno tomaron el camino del Toboso.


   Capítulo V
   La tercera salida de don Quijote

   Cuando ya habían andado un buen trecho camino del Toboso, Sansón se volvió al lugar y quedaron solos don Quijote y Sancho. De pronto, Rocinante comenzó a relinchar y el asno a rebuznar, lo cual interpretaron como una buena señal. Siguieron caminando, y dijo don Quijote:
   –Sancho amigo, la noche va entrando a toda prisa y es más oscura de lo que podíamos desear para ver el Toboso, adonde debemos ir antes de emrezar otra aventura. Allí recibiré la bendición de la sin par Dulcinea, y con ella pienso acabar felizmente cualquier aventura, porque nada hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos por sus damas.
   –Eso creo yo ―respondió Sancho―, pero no sé si podrá verla y recibir su bendición si no es desde las paredes del corral, por donde yo la vi la primera vez.
   –¿Por el corral la viste? ―dijo don Quijote extrañado―. Sería en alguna sala de palacio. Aun así, vamos allá, que me da igual verla en un corral que en un jardín; porque cualquier rayo del sol de su belleza que llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón.
   –Pues cuando yo la vi ―dijo Sancho―, ese sol de la señora Dulcinea no echaba rayos; debió de ser que, como estaba limpiando el trigo, salía una nube de polvo que le oscurecía el rostro.
   –¿Todavía insistes, Sancho ―dijo don Quijote―, en pensar y creer que mi señora limpiaba trigo, cuando ese no es un trabajo de personas principales, destinadas a realizar tareas más importantes? La envidia de algún encantador probablemente transformó las cosas. ¡Oh, envidia, raíz de infinitos males! Todos los vicios, Sancho, traen un cierto placer consigo, pero el de la envidia sólo trae disgustos, rencores y rabia.
   –Eso digo yo también ―dijo Sancho―; y pienso que en esa historia que nos contó Carrasco debe de andar mi honra por los suelos [140 - andar mi honra por los suelos – ðåïóòàöèÿ ìîÿ çàïÿòíàíà], aunque yo no he hablado mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes para ser envidiado. Pero que digan lo que quieran, porque desnudo nací y desnudo me quedo, ni pierdo ni gano; me importa un higo [141 - me importa un higo – ìíå âñ¸ ðàâíî, ñîâåðøåííî íå âàæíî] que digan de mí en los libros.
   –Piensa, Sancho ―dijo don Quijote―, que los caballeros andantes debemos preocuparnos más por la gloria de los siglos venideros que por la fama en el presente. Nuestras obras, Sancho, no han de pasar el límite que nos pone la religión cristiana. Hemos de matar la envidia con la generosidad; la ira, con la calma; el exceso en la comida y el sueño, con el poco comer y dormir; el deseo de la carne, con la fidelidad que guardamos a la señora de nuestros pensamientos; la pereza, andando por todas partes del mundo buscando ocasiones que nos puedan hacer famosos caballeros. Estos son los medios para alcanzar la buena fama.
   Con estas razones pasaron la noche y el día siguiente sin sucederles cosa que contar. Al otro día, al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso. Don Quijote se alegró mucho, pero Sancho estaba nervioso porque no conocía la casa de Dulcinea, ni la había visto en su vida. Finalmente, don Quijote decidió entrar en la ciudad cuando fuera ya de noche y se quedaron entre unas encinas hasta que llegara la hora.
   Era media noche cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo muy silencioso y tranquilo, porque todos sus vecinos dormían. Era una noche clara. Sancho hubiera querido que fuera una noche oscura, para que la oscuridad le disculpara de no saber dónde estaba la casa de Dulcinea. Se oían ladridos de perros, maullidos de gatos y algún rebuzno. Estos sonidos, que aumentaban con el silencio de la noche, les parecieron un mal presagio [142 - presagio – ïðåäçíàìåíîâàíèå].
   –Sancho, hijo ―dijo don Quijote―, guíame al palacio de Dulcinea; quizá la hallemos despierta.
   –¿A qué palacio tengo que guiarle si lo que yo vi era una casa muy pequeña?
   –Debía de estar entonces en alguna habitación de su palacio ―respondió don Quijote.
   –Señor ―dijo Sancho―, ya que vuestra merced quiere que sea palacio la casa de Dulcinea, ¿es hora esta de hallar la puerta abierta o de llamar para que la abran?
   –Hallemos primero el palacio ―dijo don Quijote―, que entonces yo te diré lo que haremos. Y fíjate, Sancho, que yo creo que aquel bulto grande que allí se ve es el palacio de Dulcinea.
   –Entonces, guíe vuestra merced ―dijo Sancho―; que cuando lo vea con mis ojos y lo toque con mis manos, lo creeré.
   Guió don Quijote y tras avanzar unos doscientos pasos, llegó hasta el bulto y vio una gran torre, y entonces se dio cuenta de que el edificio no era un palacio, sino la iglesia del pueblo.
   –¡Con la iglesia hemos dado, Sancho! ―exclamó don Quijote.
   –Ya lo creo ―respondió Sancho―. Y quiera Dios que no demos con nuestra sepultura, porque no es buena señal andar por los cementerios a estas horas, y más habiendo yo dicho que la casa de esta señora ha de estar en una callejuela sin salida.
   –¡Maldito seas, bobo! ―dijo don Quijote―. ¿En dónde has visto tú que construyan los palacios en callejuelas sin salida?
   –Señor ―respondió Sancho―, en cada tierra tienen sus costumbres, quizá en el Toboso suelan edificar los palacios en callejuelas. Déjeme vuestra merced buscar por estas calles, porque tal vez encuentre ese palacio en algún rincón.
   –Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi señora ―dijo don Quijote― y tengamos la fiesta en paz [143 - tengamos la fiesta en paz – íå áóäåì ññîðèòüñÿ].
   –Está bien ―respondió Sancho―; pero ¿cómo quiere que halle la casa cuando la he visto una sola vez, si no la halla vuestra merced que la debe de haber visto millares de veces?
   –Me desesperas, Sancho ―dijo don Quijote―. Ven acá, hereje, ¿no te he dicho mil veces que jamás he visto a la sin par Dulcinea, que jamás entré en su palacio y que sólo estoy enamorado de oídas por su gran fama de hermosa y discreta?
   –Ahora lo oigo ―respondió Sancho―. Y digo que si vuestra merced no la ha visto, yo tampoco.
   –Eso no puede ser ―dijo don Quijote―. Me dijiste que la habías visto limpiando trigo, cuando me trajiste la respuesta de la carta que le envié contigo.
   –No haga casa de eso, señor ―respondió Sancho―; porque ahora le digo que también la vi de oídas y de oídas le respondí.
   –Sancho, Sancho ―respondió don Quijote―, tiempo hay para las burlas pero no es ahora el momento. Porque yo diga que no la he visto nunca, no has de decir tú lo mismo, siendo al revés, como bien sabes.
   Estando los dos en esta conversación, vieron venir a un labrador que había madrugado para ir a trabajar al campo. Don Quijote le preguntó:
   –¿Me sabéis decir, buen amigo, dónde está por aquí el palacio de la princesa Dulcinea del Toboso?
   –Señor ―respondió el mozo―, yo soy forastero [144 - forastero – ïðèåçæèé] y hace poco que estoy en este pueblo. Ahí vive el cura, que conocerá a esa princesa, porque tiene la lista de todos los vecinos; aunque yo creo que aquí no vive princesa alguna, pero sí señoras principales y seguro que cada una en su casa será considerada princesa.
   –Pues entre esas ―dijo don Quijote― debe de estar esta por quien pregunto.
   –Podría ser ―respondió el mozo―. Y ahora adiós, que ya amanece.
   Sancho vio preocupado a su señor y le dijo:
   –Señor, ya está amaneciendo y no será bueno que nos encuentren en la calle; será mejor que salgamos de la ciudad y que vuestra merced se oculte en un bosque mientras yo busco en todo este lugar la casa o palacio de mi señora. Cuando la halle, le comunicaré dónde se encuentra vuestra merced y le diré que la quiere ver.
   –Has hablado bien, Sancho ―dijo don Quijote―; el consejo que me das lo recibo de buena gana. Ven y vamos al bosque, y luego tú irás a buscar a mi señora.
   Sancho estaba deseando sacar a su amo del pueblo, para que no averiguara la mentira que le contó entonces, cuando don Quijote estaba en Sierra Morena. A unas dos millas [145 - millas – ìèëè] del lugar hallaron un bosquecillo, donde don Quijote se quedó mientras Sancho volvía a la ciudad a hablar con Dulcinea.


   Capítulo VI
   El encantamiento de la señora Dulcinea

   Don Quijote mandó a Sancho a la ciudad y le encargó que no volviera a su presencia sin haber hablado con su señora. Debía pedirle que dejara que su cautivo caballero la visitara para que ella le diera su bendición, el fin de realizar con fortuna sus dificultosas misiones.
   –Anda, hijo ―dijo don Quijote―, y no te ciegues cuando estés ante la luz del sol de su hermosura. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria y fíjate en cómo te recibe; si cambia de color cuando le das mi mensaje; si se sorprende al oír mi nombre. Mira bien todo lo que hace: si se arregla el cabello con la mano, si te repite la respuesta dos o tres veces… De todo esto deduciré yo lo que ella esconde en su corazón sobre mis amores, porque has de saber, Sancho, que lo que pasa en el interior del alma de los amantes se ve por las acciones y movimientos exteriores.
   –Iré y volveré pronto ―dijo Sancho―. Y recuerde que donde menos se piensa salta la liebre [146 - donde menos se piensa salta la liebre – íèêîãäà íå çíàåøü, ãäå íàé䏸ü, ãäå ïîòåðÿåøü]; lo digo porque si anoche no hallamos el palacio, ahora de día lo pienso hallar cuando menos lo piense.
   Apenas salió del bosque, se apeó del asno y sentado al pie de un árbol se puso a pensar y hablar consigo mismo:
   «―Sepamos ahora, Sancho, adonde vas. ¿Qué vas a buscar? ―Voy a buscar a una princesa. ―¿Y sabéis su casa, Sancho? ―Mi amo dice que ha de ser un palacio. ―¿Y la habéis visto alguna vez? ―Ni yo ni mi amo la hemos visto jamás. Así que buscar a Dulcinea en el Toboso es como buscar una aguja en un pajar [147 - buscar una aguja en un pajar – èñêàòü èãîëêó â ñòîãå ñåíà]. Ahora bien, todas las cosas tienen remedio. Y como mi amo es un loco de atar [148 - loco de atar – íå â ñâî¸ì óìå], y yo no estoy muy lejos de serlo, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que encuentre por aquí, es la señora Dulcinea. Si él no lo cree, yo juraré que es. Al final, pensará que algún encantador le habrá cambiado la figura, para hacerle daño».
   Tras pensar esto, se quedó tranquilo y decidió permanecer allí hasta la tarde, para dar tiempo a que don Quijote pensara que había ido y vuelto del Toboso. Cuando estaba a punto de subir al asno, vio que venían tres labradoras sobre tres borricos. Sancho, a toda prisa, volvió a buscar a su señor don Quijote, quien al verlo le dijo:
   –¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Traes buenas noticias?
   –Tan buenas ―respondió Sancho― que sólo tiene que salir del bosque a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuestra merced.
   –¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho? ―dijo don Quijote―. No me engañes ni quieras alegrar con falsas alegrías mis verdaderas tristezas.
   –¿Qué obtendría yo engañando a vuestra merced? Venga, señor, y verá a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada como se merece. Sus doncellas y ella van cubiertas de perlas y diamantes; los cabellos son como rayos del sol; y, sobre todo, vienen a caballo, tan hermosas que no se puede desear más, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora.
   –Vamos, Sancho ―dijo don Quijote―; en recompensa de estas buenas noticias te prometo el mejor premio que gane en la primera aventura; si no estás contento con esto, te mando las crías que este año me darán mis tres yeguas [149 - yeguas – êîáûëèöû].
   –Me quedo con las crías ―respondió Sancho― porque lo del premio no es muy seguro.
   Al poco rato, descubrieron a las tres aldeanas. Don Quijote miró hacia el camino del Toboso y, como sólo vio a las tres labradoras, preguntó a Sancho si había dejado a Dulcinea y sus doncellas fuera de la ciudad.
   –¿Fuera de la ciudad? ―respondió―. ¿Dónde tiene los ojos que no ve que son aquellas que aquí vienen, resplandecientes como el sol?
   –Yo sólo veo a tres labradoras sobre tres borricos ―dijo don Quijote.
   –¡Líbreme Dios del diablo! ―respondió Sancho―. ¿Es posible que tres yeguas blancas como la nieve le parezcan borricos?
   –Pues yo te digo, Sancho, que es tan verdad que son borricos o borricas como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza.
   –Calle, señor ―dijo Sancho―, no diga eso. Abra los ojos y venga a hacer reverencia [150 - reverencia – ïîêëîí, ðåâåðàíñ] a la señora de sus pensamientos.
   Dicho esto, se adelantó Sancho a recibir a las tres aldeanas, agarró una de las yeguas y de rodillas en el suelo dijo:
   –Reina y princesa y duquesa de la hermosura, ojalá vuestra grandeza quiera recibir al cautivo caballero vuestro, que allí está convertido en piedra mármol, todo emocionado de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y él es el andante caballero don Quijote de la Mancha, llamado también el Caballero de la Triste Figura.
   Don Quijote ya se había puesto también de rodillas junto a Sancho y miraba con ojos bien abiertos a la que Sancho llamaba reina y señora; y como sólo veía una moza aldeana, de cara redonda y nariz chata, se quedó admirado y no se atrevió a decir palabra. Las labradoras estaban también sorprendidas, viendo a esos dos hombres tan diferentes, ahí de rodillas, que no dejaban pasar a su compañera. Por fin, la moza de la yegua dijo:
   –Apártense en mala hora del camino y dejen pasar, que tenemos prisa.
   –¡Oh, princesa del Toboso! ―exclamó Sancho―. ¿Cómo vuestro corazón no se conmueve viendo arrodillado vos a la flor de la caballería andante?
   –¡Mirad! ―dijo una de ellas― con qué vienen los señoritos a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiéramos decir cosas igual de graciosas! Sigan su camino y déjennos continuar el nuestro, que será lo mejor.
   –Levántate, Sancho ―dijo don Quijote―, que ya veo que la fortuna se ha adueñado de todos los caminos por donde puede venirme algún contento. Y tú, ¡único remedio de mi apenado corazón que te adora!, ya que el malvado encantador me persigue y ha puesto nubes en mis ojos, para que vea transformados tu hermosura y rostro en los de una labradora pobre, no dejes de mirarme amorosamente viendo cómo mi alma te adora.
   –¡Anda, mi abuelo! ―respondió la aldeana―. ¡Amiguita soy yo de oír piropos! Apártense y déjennos ir, y se lo agradeceremos.
   Sancho se apartó contentísimo de ver lo bien que había salido su plan. Pero apenas echó a andar el borrico de la fingida Dulcinea, comenzó a dar saltos y dio con la señora Dulcinea en tierra. Don Quijote acudió a levantarla y cuando quiso ayudar a su señora encantada a montar en el borrico, ella sola dio un salto y se subió al animal.
   –¡Vive Dios ―exclamó entonces Sancho―, que nuestra señora es más ligera que un ave y puede enseñar a subir a caballo al más diestro [151 - diestro – óìåëûé, èñêóñíûé] caballe experto.
   Don Quijote se volvió a Sancho y le dijo:
   –Sancho, ¿qué te parece lo mal que me tratan los encantadores? Mira hasta dónde llegan su maldad y su odio, que no me han querido dar la alegría de ver a mi señora tal como es. Además, Sancho, estos traidores la han transformado en una figura tan mezquina y tan fea como la de aquella aldeana, y le han quitado lo que más distingue a las principales señoras, que es el buen olor a flores y perfumes, pues cuando ayudé a levantar a Dulcinea me vino un fuerte olor a ajos.
   Finalmente volvieron a subir en sus cabalgaduras y siguieron el camino en dirección a Zaragoza.


   Capítulo VI
   La aventura del Caballero del Bosque

   Después de comer algo de lo que traían en las alforjas, sentados bajo unos árboles, a Sancho le entró sueño y se echó a dormir tras alimentar a su asno con abundante hierba. No le quitó la silla a Rocinante por deseo de su señor, porque era costumbre de los caballeros andantes no desensillar mientras no durmieran bajo techo.
   Sancho, finalmente, se quedó dormido junto a un árbol, y don Quijote durmiendo a ratos al pie de otro. Pero poco duró el descanso, porque lo despertó un ruido que oyó a sus espaldas. Se puso a mirar y a escuchar para saber de dónde venía el ruido y entonces vio que eran dos hombres a caballo:
   –Apéate, amigo ―le decía uno al otro―; que, a mi parecer, en este sitio abunda la hierba y percibo la soledad y el silencio que necesitan mis amorosos pensamientos.
   Al sentarse en el suelo, don Quijote oyó ruido de armas, por lo que pensó que debía de ser un caballero andante. Se acercó a Sancho, que estaba durmiendo, y le dijo en voz baja:
   –Hermano Sancho, aventura tenemos.
   –Dios nos la dé buena ―respondió Sancho―. ¿Dónde está, señor mío, esa señora aventura?
   –¿Dónde, Sancho? Vuelve los ojos y verás allí a un caballero andante tumbado en el suelo. No parece estar muy alegre, porque lo vi arrojarse del caballo con desilusión. Pero escucha, que parece que va a decir algo.
   –¡Oh, la más hermosa e ingrata mujer del mundo! ―exclamó―. ¿Cómo es posible, bellísima Casildea de Vandalia, que dejes que este cautivo caballero se canse en continuas idas y venidas y en difíciles y duros trabajos? ¿No basta con haber obligado a confesar que eres la más hermosa del mundo a todos los caballeros de Navarra, a todos los leoneses, a todos los castellanos y, finalmente, a todos los caballeros de la Mancha?
   –Eso no ―dijo en ese momento don Quijote―; que yo soy de la Mancha y nunca he confesado eso, ni podía ni debía confesar algo tan perjudicial a la belleza de mi señora. Ya ves Sancho, que este caballero dice locuras. Sigamos escuchando.
   Pero entonces el Caballero del Bosque oyó que hablaban cerca de él y se puso en pie.
   –¿Quiénes hay allí? ―dijo con voz sonora―. ¿Están contentos o tristes?
   –Estamos tristes ―respondió don Quijote.
   –Pues venga aquí ―respondió el del Bosque― y verá que se encuentra con la pura tristeza en persona.
   Don Quijote, al oír esta respuesta tan tierna, se acercó a él acompañado de Sancho. El caballero de los lamentos cogió del brazo a don Quijote y dijo:
   –Sentaos aquí, señor, que para entender que sois caballero andante me basta con haberos hallado en ruta soledad donde solo habitan tales caballeros.
   –Caballero soy y de la profesión que decís ―dijo don Quijote―; y aunque mis tristezas y desgracias son grandes, no dejo de tener compasión por las desdichas ajenas, causadas seguramente por el amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que nombrasteis en vuestros lamentos.
   –¿Estáis enamorado? ―preguntó el del Bosque.
   –Lo estoy a mi pesar ―respondió don Quijote―; aunque los daños que nacen de los buenos pensamientos antes son dichas que desgracias.
   –Verdad decís ―dijo el del Bosque―, si no nos alteraran la razón los desdenes, que parecen venganzas.
   –Nunca he sido rechazado por mi señora ―dijo don Quijote.
   –Así es ―añadió Sancho―; porque mi señora es mansa como una oveja y más blanda que la manteca [152 - es mansa como una oveja y más blanda que la manteca – êðîòêàÿ êàê îâå÷êà è ïîäàòëèâàÿ êàê ìàñëî].
   –¿Es este vuestro escudero? ―preguntó el del Bosque.
   –Sí, él es ―dijo don Quijote.
   –Nunca he visto yo escudero ―dijo el del Bosque― que se atreva a hablar cuando habla su señor; mirad el mío, que nunca abre la boca cuando yo hablo.
   El escudero del Caballero del Bosque cogió por el brazo a Sancho y le dijo:
   –Vámonos los dos donde podamos hablar de todo cuanto queramos, y dejemos a estos amos nuestros que se peleen, contándose las historias de sus amores; que seguro que pasará la noche y no habrán acabado.
   –Así sea ―dijo Sancho―; y yo le diré a vuestra merced quién soy, para que vea que estoy entre los más habladores escuderos.
   Una vez apartados los dos escuderos, el del Bosque dijo a Sancho:
   –Trabajosa vida es la que pasamos los escuderos de caballeros andantes; bien comemos el pan con el sudor de nuestra frente.
   –También se puede decir ―añadió Sancho― que lo comemos con el hielo de nuestros cuerpos; porque ¿quién pasa más calor y más frío que nosotros? Y menos malo sería si comiéramos, ya que las penas con pan son menos, pero a veces pasamos un día y dos sin desayunar.
   –Todo eso lo podemos soportar gracias a la esperanza de tener una recompensa ―dijo el del Bosque―; porque si todo va bien, el escudero puede ser premiado con una hermosa ínsula.
   –Yo ―dijo Sancho― ya le he dicho a mi amo que me contento con el gobierno de alguna ínsula, y él es tan noble y generoso que me lo ha prometido varias veces.
   –De todas formas ―dijo el del Bosque―, mejor sería que los que trabajamos en este oficio nos retiráramos a nuestras casas a entretenernos con la caza y la pesca; porque ¿a qué escudero le faltan un rocín, un par de galgos y una caña de pescar para entretenerse en su aldea?
   –A mí no me falta nada de eso ―respondió Sancho―; es verdad que no tengo rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo; y galgos hay muchos en mi pueblo.
   –Realmente, señor escudero ―respondió el del Bosque―, yo me he propuesto dejar las locuras de estos caballeros y retirarme a mi aldea y criar a mis tres hijitos.
   –Dos tengo yo ―dijo Sancho― que se pueden presentar al Papa en persona, especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios quiere. Por eso y por otras cosas que espero estoy en este oficio de escudero, sirviendo a este bobo de mi amo que tiene más de loco que de caballero.
   –Hablando de bobos ―respondió el del Bosque―, no hay otro mayor que mi amo, pues para que otro caballero recupere el juicio, él se hace el loco.
   –Con vuestra merced ―dijo Sancho― podré consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío; claro que el mío no tiene maldad alguna y por esta sencillez le quiero.
   De tanto hablar, se les secaba la lengua y el del Bosque sacó una bota de vino y una enorme empanada [153 - empanada – ïèðîã ñ íà÷èíêîé]. Comía Sancho muy a gusto, tragando grandes bocados.
   Viendo el del Bosque lo feliz que estaba Sancho, dijo:
   –Mejor sería que nos dejáramos de andar buscando aventuras y nos volviéramos a nuestra casa.
   –Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré; después ya veremos.
   Mientras tanto, don Quijote y el Caballero del Bosque mantenían su conversación.
   –Quiero que sepáis, señor caballero ―decía el del Bosque―, que mi destino me ha llevado a enamorarme de la sin par Casildea de Vandalia, que no cesa de exigirme peligrosas aventuras para ver cumplidos mis deseos. Incluso he tenido que levantar los valientes Toros de Guisando [154 - Toros de Guisando – Áûêè Ãèñàíäî, ãðàíèòíûå ñêóëüïòóðû II â. äî í.ý., ðàñïîëîæåííûå íà õîëìå Ãèñàíäî â ïðîâèíöèè Àâèëà], pero mis esperanzas siguen muertas. Últimamente me ha mandado que recorra España y haga confesar a todos los caballeros andantes que ella es la más grande en hermosura, y que yo soy el más valiente y el más enamorado caballero. Por eso he andado por la mayor parte de España y he vencido a los caballeros que se han atrevido a contradecirme. Pero de lo que más orgulloso estoy es haber vencido en una batalla al famoso don Quijote de la Mancha y haberle hecho confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea; y habiéndole vencido a él, su gloria, su fama y su honra han pasado a mi persona.
   Don Quijote quedó admirado de lo que decía el del Bosque, y aunque estuvo a punto de decirle que mentía, se contuvo y le dijo:
   –No digo que vuestra merced no haya vencido a muchos caballeros de España, pero que haya vencido a don Quijote de la Mancha, lo pongo en duda. Sería otro que se le pareciera, aunque hay pocos que se le parezcan.
   –¿Cómo que no? ―dijo el del Bosque―. Yo, que me hago llamar el Caballero de los Espejos, peleé Don don Quijote y lo vencí. Es un hombre alto de cuerpo flaco, de cara delgada y nariz curva. También se le conoce como Caballero de la Triste Figura, y tiene un escudero llamado Sancho Panza, su caballo es Rocinante y tiene por señora a una tal Dulcinea del Toboso. Si todos estos signos no bastan para confirmar mi verdad, aquí está mi espada para obligar a que me crean.
   –Tranquilizaos, señor Caballero de los Espejos ―dijo don Quijote―, y escuchad lo que os quiero decir. Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que tengo, tanto que lo tengo en lugar de mi misma persona, y que por lo que me habéis contado, pienso que es el mismo al que habéis vencido. Por otra parte, veo con los ojos que no es posible que sea el mismo, a no ser que uno de sus muchos enemigos encantadores haya tomado su figura para dejarse vencer y quitarle la fama ganada por sus grandes hazañas. Y para confirmar esto, os diré que esos encantadores transformaron la figura de la hermosa Dulcinea en una aldeana vulgar y mezquina, y de la misma manera habrán transformado a don Quijote. Y si todo esto no basta para ver la verdad, aquí está el mismo don Quijote que la defenderá con sus armas a pie, o a caballo, o de cualquier forma.
   Dicho esto, se puso en pie y sacó la espada.
   –El que una vez, señor don Quijote ―dijo el Caballero del Bosque―, pudo venceros transformado, también podrá hacerlo ahora. Y como no está bien que los caballeros realicen sus hazañas en la oscuridad, esperemos a que sea de día para que el sol vea nuestras obras. Y ha de ser condición de nuestra batalla que el vencido ha de quedar sometido a la voluntad del vencedor, para que haga de él todo lo que quiera.
   –Estoy conforme con esa condición ―respondió don Quijote.
   Se fueron en busca de sus escuderos y los encontraron roncando. Los despertaron y les mandaron que tuvieran a punto los caballos, porque al salir el sol iba a haber una sangrienta y difícil batalla. Sancho temió por la salud de su amo, pues el otro escudero le había hablado de la valentía de su señor. En el camino, dijo el del Bosque a Sancho:
   –Has de saber, hermano, que mientras nuestros dueños pelean, nosotros también hemos de pelear, porque así es costumbre en Andalucía.
   –Yo jamás he oído decir eso a mi amo, que sabe de memoria todas las normas de la caballería andante. Además, yo no estoy enojado con vuestra merced ni siento cólera alguna ―dijo Sancho.
   –Para eso tengo yo remedio ―dijo el del Bosque―: me acerco a vuestra merced y le doy tres o cuatro bofetadas para despertarle la cólera.
   –Contra eso ―dijo Sancho― tengo yo otro remedio igual de seguro: cogeré un garrote [155 - garrote – äóáèíà] y le daré golpes con él para hacer dormir su cólera. Pero lo más acertado sería dejar las cóleras dormidas, que Dios bendice la paz y no las peleas.
   Llegó, por fin, la claridad del día que permitió verse bien unos a otros. Lo primero que llamó la atención de Sancho fue la nariz del escudero del Bosque, que era tan grande que casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Era como una berenjena, llena de granos. Sancho decidió dejarse dar doscientas bofetadas antes que despertar la cólera de aquel monstruo para pelear con él.
   Don Quijote, por su parte, miró a su contrincante [156 - contrincante – ñîïåðíèê], pero no le pudo ver el rostro porque ya había puesto la armadura. Entonces dijo al Caballero de los Espejos:
   –Mientras subimos a caballo, podríais decirme si soy yo aquel don Quijote que dijiste haber vencido.
   –A eso os respondo ―dijo el de los Espejos― que os parecéis, como se parece un huevo a otro, al mismo caballero que yo vencí. Pero como decís que tenéis encantadores, no me atreveré a decir si sois el mismo o no.
   –Eso me basta ―respondió don Quijote― para que crea vuestro engaño. Pero para sacaros pronto de él, acérquense nuestros caballos que en poco tiempo veré yo vuestro rostro y vos veréis que no soy el vencido don Quijote que pensáis.
   Iba ya a empezar la pelea cuando dijo el Caballero de los Espejos:
   –Recordad que la condición de nuestra batalla es que el vencido ha de quedar a disposición [157 - quedar a disposición – íàõîäèòüñÿ â ðàñïîðÿæåíèè] del vencedor.
   –Ya lo sé ―respondió don Quijote―, siempre que lo que ordene no salga de los límites de la caballería.
   Vio entonces don Quijote las extrañas narices del escudero y se admiró tanto como Sancho, conciderándolo un monstruo. Sancho no quiso quedarse solo con el narigudo [158 - narigudo – íîñà÷] y pidió a don Quijote que le ayudara a subir a un alcornoque, para presenciar el valiente encuentro entre los caballeros.
   El de los Espejos, creyendo que don Quijote estaba ya preparado, echó a correr con su caballo, pero al comprobar que don Quijote estaba entretenido con Sancho, paró de repente su caballo de tal forma que ya no pudo moverse. Don Quijote, que le pareció que su enemigo venía volando, hizo correr a Rocinante y llegó donde estaba el de los Espejos intentando mover a su caballo. Don Quijote, sin peligro alguno, atacó al Caballero de los Espejos y le hizo caer al suelo.
   Se apeó don Quijote y fue a ver al de los Espejos, y al quitarle el yelmo para ver si estaba vivo o muerto, vio… Vio, dice la historia, el mismo rostro, la misma figura del bachiller Sansón Carrasco. Entonces dijo:
   –¡Ven, Sancho, y mira lo que has de ver y no creer! ¡Mira, hijo, lo que puede la magia, lo que pueden los encantadores!
   Llegó Sancho y al ver el rostro del bachiller Carrasco se quedó asombrado. Luego dijo:
   –Me parece, señor, que vuestra merced debe meter la espada por la boca a este que parece el bachiller Carrasco, quizá mate así a alguno de sus enemigos encantadores.
   –No dices mal ―dijo don Quijote―, porque cuantos menos enemigos, mejor.
   Cuando iba a seguir el consejo de Sancho, llegó corriendo el escudero del Caballero de los Espejos, ya sin las narices que tan feo lo hacían, y a grandes voces dijo:
   –Mire vuestra merced lo que hace, señor don Quijote; que ese que tiene a los pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo soy su escudero.
   –¿Y las narices? ―le preguntó Sancho.
   –Aquí las tengo en el bolsillo ―contestó.
   Y sacó unas narices de mentira, propias de máscaras. Sancho no dejaba de mirarlo y, al fin, dijo con admiración:
   –¡Santa María! ¿Este no es mi vecino Tomé Cecial?
   –Y tanto que lo soy ―respondió el falso escudero―. Tomé Cecial soy, luego os diré las mentiras y enredos por los que estoy aquí. Os suplico que no maltratéis al Caballero de los Espejos, porque es, sin duda, el mal aconsejado y atrevido bachiller Sansón Carrasco.
   Volvió en sí el de los Espejos y don Quijote le puso la punta de la espada en el rostro diciendo:
   –Muerto sois, caballero, si no confesáis que la sin par Dulcinea del Toboso supera en belleza a vuestra Casildea de Vandalia y que aquel caballero que vencisteis no fue don Quijote de la Mancha sino otro que se le parecía.
   –Todo lo confieso y siento como vos creéis y sentís ―respondió el derrotado caballero.
   Mientras le ayudaban a levantarse, Sancho no dejaba de mirar y preguntar cosas al otro escudero, y todo le indicaba que era Tomé Cecial, pero lo que había dicho don Quijote de los encantadores le hacía dudar de lo que veía con sus ojos. Finalmente, se quedaron con este engaño don Quijote y Sancho, y el Caballero de los Espejos y su escudero se fueron a buscar algún lugar donde curar las heridas. Don Quijote y Sancho siguieron camino a Zaragoza.
   Dice la historia que cuando el bachiller Carrasco aconsejó a don Quijote su tercera salida, él, el cura y el barbero ya tenían preparado el engaño del Caballero de los Espejos para hacerle volver a casa después de vencerlo según las leyes de caballería.
   Carrasco lo aceptó, y Tomé Cecial, hombre alegre y burlón, se ofreció como escudero. De esta forma, siguieron el camino que llevaban don Quijote y Sancho hasta que los alcanzaron en el bosque donde tuvo lugar la aventura. Tomé Cecial, viendo que no habían logrado sus deseos, dijo al bachiller:
   –Creo, señor Sansón Carrasco, que tenemos nuestro merecido: se piensa y se realiza una empresa con facilidad, pero muchas veces se sale de ella con dificultad. Don Quijote loco, nosotros cuerdos, y él se va sano y riendo y vuestra merced queda malherido y triste. ¿Cuál es más loco, el que lo es por no poderlo remediar, o el que lo es por su voluntad?
   –La diferencia entre estos dos locos ―dijo el bachiller― es que quien lo es por la fuerza lo será siempre, y quien lo es por gusto lo dejará de ser cuando quiera.
   –Pues así es ―dijo Tomé Cecial―, yo fui loco por mi voluntad cuando quise hacerme escudero de vuestra merced, y ahora quiero dejar de serlo y volverme a mi casa.
   –Bien lo podéis hacer ―respondió Sansón―, pero yo no he de volver a la mía hasta haber molido a palos a don Quijote.


   Capítulo VII
   El encuentro con el Caballero de Verde Gabán

    [159 - gabán – ïëàù]
   Iban conversando don Quijote y Sancho cuando los alcanzó un hombre que venía detrás de ellos por el mismo camino, vestido con un verde gabán sobre una hermosa yegua. El caminante los saludó cortésmente y siguió adelante. Pero don Quijote le dijo:
   –Si vuestra merced lleva el mismo camino que nosotros y no tiene prisa, sería un placer cabalgar juntos.
   –Temo que mi yegua se alborote en compañía de su caballo; por eso, los he adelantado.
   –Bien puede estar tranquilo con su yegua ―dijo don Quijote―, que mi caballo es el más honesto del mundo.
   Y de esta forma siguieron los tres juntos camino adelante. Y mientras caminaban, don Quijote no cesaba de mirar a tan noble caballero, pues su traje y modales mostraban su nobleza. Era un hombre de unos cincuenta años, con pocas canas [160 - con pocas canas – ÷óòü òðîíóòû ñåäèíîé] y con la mirada entre alegre y seria.
   El Caballero del Verde Gabán también observaba a don Quijote, pues jamás había visto un hombre así: se admiraba de su delgadez, su rostro amarillo y flaco, sus armas antiguas. Don Quijote notó la atención con que aquel lo miraba y, como era tan cortés, le explicó quién era y sus hazañas como caballero andante.
   El del Verde Gabán tardó en contestarle y al final dijo:
   –Habéis acertado en satisfacer mi deseo de saber quién sois, pero sigo igual de maravillado. ¿Cómo es posible que haya hoy caballeros andantes en el mundo? ¿Hay acaso quien dude de que tales historias son falsas?
   –Yo lo dudo ―respondió don Quijote―, y espero que haya ocasión de demostrárselo durante el camino.
   Al oír esto, el del Verde Gabán pensó que don Quijote debía de ser algo bobo. Don Quijote después le pidió que contara su vida.
   –Yo, señor, soy un hidalgo bastante rico. Mi nombre es don Diego de Miranda y vivo con mi mujer e hijos. Me gusta leer libros, ir de caza y de pesca y comer con los amigos. No me gusta hablar mal de nadie ni meterme en vidas ajenas. Oigo misa cada día, reparto mis bienes con los pobres y confío en la misericordia de Dios. Mi preocupación ahora es un hijo que tengo de dieciocho años, y no porque él sea malo, sino porque no es tan bueno como yo quisiera. Ha estudiado lenguas en Salamanca, pero cuando quise que empezara a estudiar leyes, se negó por preferir la poesía.
   –Los hijos, señor ―respondió don Quijote―, se han de querer, por malos o buenos que sean. Los padres deben encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud y las buenas costumbres. La poesía, a mi parecer, es tan hermosa como una doncella y todas las demás ciencias han de servir para embellecerla. Por eso, el que hace bellas poesías será famoso y estimado en todo el mundo. Mi consejo, pues, señor hidalgo, es que deje caminar a su hijo por donde su estrella le guía, pues no todo el mundo nace poeta.
   Admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, tanto que dejó de pensar que era un bobo.


   Capítulo VIII
   La aventura de los leones

   Caminaban don Quijote, Sancho y el Caballero del Verde Gabán, cuando don Quijote dijo a Sancho:
   –Dame, amigo, la espada, porque o yo sé poco de aventuras o lo que allí descubro es alguna que me ha de necesitar, y tendré que coger las armas.
   El del Verde Gabán miró a uno y otro lado y sólo vio un carro que venía hacia ellos con dos o tres banderas pequeñas, por lo que supuso que traía cosas del rey. Así se lo dijo a don Quijote, pero él no lo creyó, pensando que todo lo que le sucedía tenían que ser aventuras.
   –No se pierde nada con que yo esté preparado; que sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé ni cuándo ni cómo, ni en qué figura me han de atacar. Así que aquí estoy con ánimo de luchar con el mismo Satanás en persona.
   Llegó entonces el carro de las banderas y don Quijote se puso delante y dijo:
   –¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es este, qué lleváis en él y qué son esas banderas?
   –El carro es mío ―respondió el carretero―; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán manda a la Corte; las banderas son del rey, en señal de que aquí van cosas suyas.
   –¿Son grandes los leones? ―preguntó don Quijote.
   –Tan grandes ―respondió el hombre que iba dentro― que no los he visto mayores. Yo soy el leonero y como estos no conozco otros. Son hembra y macho, cada uno en una jaula; ahora van hambrientos, así que apártese que es necesario llegar pronto para darles de comer.
   Entonces dijo don Quijote:
   –¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos y a estas horas? Pues ¡por Dios que habéis de ver si soy hombre que se espanta de leones! Bajad del carro, buen hombre, y abrid las jaulas y echad fuera esas fieras, para que sepan quién es don Quijote de la Mancha.
   Sancho se dirigió al del Verde Gabán y le dijo:
   –Señor, por lo que más queráis, haga que el señor don Quijote no luche con esos leones o aquí nos han de hacer pedazos.
   –¿Tan loco es vuestro amo ―respondió el del Verde Gabán― que teméis que se enfrente a estos leones?
   –No es loco ―dijo Sancho―, sino atrevido.
   –Señor don Quijote ―dijo el del Verde Gabán―, los caballeros andantes deben hacer frente a las aventuras de las que es posible salir bien y no a las que son imposibles; y esta tiene más de imprudencia que de valentía. Además, esos leones no desean atacar a vuestra merced.
   –Váyase, señor hidalgo, a cazar ―respondió don Quijote―, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío y sé si vienen a mí o no esos señores leones.
   Y volviéndose al leonero le dijo:
   –¡Si no abrís las jaulas, os atravesaré con esta lanza!
   El carretero le dijo:
   –Señor mío, déjeme retirar las mulas y ponerme a salvo con ellas, porque si las mata, me arruinaré para toda la vida.
   –¡Hombre de poca fe! ―respondió don Quijote―. Apéate y haz lo que quieras, que pronto verás que no era necesario apartar las mulas.
   –Sed todos testigos ―dijo el leonero― de que abro las puertas contra mi voluntad y de que protesto y digo que todo el mal que hagan esos leones vaya por cuenta de este señor. Pónganse a salvo vuestras mercedes, que a mí no me han de hacer daño.
   Sancho, con lágrimas en los ojos, suplicó a don Quijote diciendo:
   –Mire, señor, que aquí no hay encantamiento ni cosa parecida, porque yo he visto por entre las rejas de la jaula que son leones tan grandes como montañas.
   –El miedo te lo hace ver así ―respondió don Quijote―. Retírate y déjame; si muero aquí, ya sabes nuestro antiguo acuerdo: acudirás a Dulcinea, y no te digo más.
   Ni Sancho ni el del Verde Gabán consiguieron convencerle y ambos se apartaron lo más posible por miedo a los leones. Don Quijote decidió pelear a pie por temor a que Rocinante se espantara de las fieras. Cogió el escudo, sacó la espada y se puso delante del carro, pidiendo ayuda a Dios y a su señora Dulcinea.
   El leonero, al ver que don Quijote estaba ya preparado, abrió de par en par [161 - de par en par – íàñòåæü] la primera jaula, donde estaba el león, que era tremendamente grande y de aspecto fiero. El león, que estaba tumbado, se levantó lentamente, abrió la boca y bostezó muy despacio; sacó luego la cabeza y miró a su alrededor.
   Don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltara y viniera contra él para hacerlo pedazos. Pero el generoso león, no haciendo caso de niñerías [162 - niñería – ðåáÿ÷åñòâî], volvió la espalda y enseñó sus partes traseras a don Quijote, y se volvió a acostar en la jaula. Don Quijote mandó al leonero que le diera con un palo para echarlo fuera.
   –Eso no lo haré ―respondió el leonero―, porque yo seré el primero a quien hará pedazos. Vuestra merced ya ha mostrado su valentía, así que no tiente más a la suerte. Todo valiente luchador sólo está obligado a invitar a pelear a su enemigo, y si el contrario no acude, en él se queda la deshonra, y el otro gana la corona del triunfo.
   –Así es la verdad ―respondió don Quijote―; cierra la puerta, amigo, y da testimonio de lo que has visto, sin olvidar nada.
   Don Quijote hizo señas a los demás para que volvieran, cosa que hicieron poco a poco, porque todavía no habían perdido el miedo. Don Quijote dijo al carretero:
   –Volved, hermano, a atar vuestras mulas y continuad vuestro viaje; y tú, Sancho, dale dos escudos [163 - escudo – ýñêóäî, ñòàðèííàÿ èñïàíñêàÿ ìîíåòà] de oro, para él y para el leonero, en recompensa del tiempo que han estado parados por mí.
   –Lo haré de muy buena gana ―dijo Sancho―; pero ¿qué ha sido de los leones? ¿Están muertos o vivos?
   El leonero contó lo sucedido exagerando lo mejor que supo el valor de don Quijote, y así dijo que el león se acobardó al verle y no se atrevió a salir de la jaula, aunque había tenido la puerta abierta un buen rato.
   El leonero prometió contar aquella valerosa hazaña al mismo rey.
   –Si su majestad pregunta quién la llevó a cabo [164 - llevó a cabo – îñóùåñòâèë] ―dijo don Quijote―, le diréis que el Caballero de los Leones, como me llamaré en adelante. En esto sigo la costumbre de los andantes caballeros que se cambiaban de nombre cuando querían.
   El carro siguió su camino, y don Quijote, Sancho y el Caballero del Verde Gabán continuaron el suyo.
   En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, pues estaba atento a mirar y escuchar a don Quijote para saber si era loco o cuerdo. Y es que por lo que hablaba, con palabras bien dichas y razonadas, parecía un hombre cuerdo, pero por sus actos disparatados le parecía un loco.
   Don Diego le ofreció su casa a don Quijote para descansar, y se dirigieron a su aldea, adonde llegaron alrededor de las dos de la tarde.


   Capítulo IX
   Las bodas de Camacho

   Cuatro días estuvo don Quijote en casa de don Diego, donde fue muy bien atendido. Finalmente se despidió diciéndole que le agradecía el buen trato recibido, pero por no parecer bien que los caballeros andantes disfruten de muchas horas de ocio, se quería ir a cumplir con su oficio.
   Al poco tiempo de abandonar la aldea de don Diego, se encontraron con dos licenciados y uno de ellos dijo a don Quijote:
   –Si vuestra merced no lleva camino fijo, como no lo suelen llevar los que buscan aventuras, véngase vuestra merced con nosotros y verá una de las mejores bodas y más ricas que se hayan celebrado jamás en la Mancha.
   Preguntó don Quijote si se trataba de algún príncipe. El caballero le respondió:
   –No es boda de príncipes, sino de un labrador y una labradora; él, el más rico de esta tierra; y ella, la más hermosa que han visto los hombres. Se ha de celebrar en un prado cerca del pueblo de la novia, a quien llaman Quiteria la hermosa, y el novio es Camacho el rico.
   Contaron también que un muchacho de la edad de Quiteria y vecino de ella, llamado Basilio, se había enamorado de Quiteria cuando aún eran niños y ella también le quería; todos en el pueblo conocían sus amores y se alegraban, pues Basilio era un hábil muchacho, que corría veloz, sabía cantar y tocar y ganaba en todos los juegos. Pero el padre de Quiteria no quería casarla con Basilio por ser pobre y ordenó su boda con el rico Camacho.
   No quiso don Quijote entrar en la aldea de los novios, aunque se lo pidieron sus acompañantes, por ser costumbre de caballeros andantes dormir por los campos y bosques antes que en los poblados. Así que se desviaron un poco del camino para pasar la noche.
   A la mañana siguiente, se despertó don Quijote y llamó a su escudero Sancho, que todavía roncaba. Despertó, por fin, soñoliento [165 - soñoliento – ñîíëèâûé] y perezoso, y mirando a todas partes dijo:
   –De esa parte de ahí, si no me engaño, sale un olor más a carne asada que a hierba y tomillo; bodas que comienzan por estos olores deben de ser abundantes y generosas.
   –Venga, glotón [166 - glotón – îáæîðà] ―dijo don Quijote―, vayamos a ver esa boda.
   Preparó Sancho a Rocinante y a su asno y empezaron a caminar. Lo primero que vio Sancho fue una pequeña ternera puesta en un asador. En el fuego, había seis ollas llenas de carne y, colgando de los árboles, gran cantidad de conejos y gallinas esperando a ser echados en otras ollas. Sancho contó más de sesenta cueros de vino y otros tantos montones de quesos y de pan blanquísimo. Era todo tan abundante que se podía alimentar a un ejército. Todo lo miraba Sancho y todo le gustaba. No pudiendo resistir más, se acercó a un cocinero y, con corteses y hambrientas razones, le rogó que le dejara mojar un trozo de pan en una de las ollas. El cocinero le respondió:
   –Hermano, en este día no ha de existir el hambre, gracias al rico Camacho. Mirad si hay por ahí un cucharón, y sacad una gallina o dos y buen provecho os haga.
   –No veo ninguno ―respondió Sancho.
   –Esperad ―dijo el cocinero―. ¡Por Dios, qué delicado y temeroso debéis de ser!
   Dicho esto, cogió un caldero con tres gallinas. Dándoselas a Sancho le dijo:
   –Comed, amigo, y desayunad con estas cosidas, mientras llega la hora de comer.
   Don Quijote, mientras tanto, miraba cómo iba llegando la gente, labradores sobre hermosas yeguas, unios vestidos de fiesta, que gritaban sin parar:
   –¡Vivan Camacho y Quiteria, él tan rico como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo!
   Oyendo esto, don Quijote pensaba para sí:
   –Bien parece que estos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la hubieran visto no alabarían tanto a su Quiteria.
   Luego empezaron a llegar muchos danzarines [167 - danzarines – òàíöîðû], primero mozos y a continuación muchachas de cabellos rubios, que bailaron danzas del agrado de don Quijote. Representaron luego con bailes una historia en la que se contaban los inocentes amores de una doncella y un habilidoso joven, y cómo habían impedido esos amores por el interés de casar a la joven con un mozo muy rico. Supo don Quijote que así había sido el caso de Quiteria y Basilio, a quien, por interés, el padre de Quiteria cambió por el rico Camacho. Visto el baile, don Quijote dijo:
   –Apuesto a que el autor de esta historia bailada es más amigo de Camacho que de Basilio.
   –Pues yo también prefiero a Camacho ―dijo Sancho.
   –Bien parece, Sancho ―dijo don Quijote―, que eres de los que dicen: «¡Viva quien vence!».
   –Yo no sé de los que soy ―respondió Sancho―, pero sé que nunca sacaré de las ollas de Basilio lo que he sacado de las de Camacho.
   Le enseñó el caldero lleno de gallinas, y cogiendo una comenzó a comer con buena gana y dijo:
   –¡Para qué tantas habilidades de Basilio!, tanto tienes, tanto vales. Dos clases de hombre hay en el mundo, como decía una abuela mía, que son los que tienen y los que no tienen. Y en el día de hoy, señor don Quijote, se aprecia más el tener que el saber; un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo con muchos adornos.
   –¿Has acabado tu discurso, Sancho?
   –Lo he acabado ―respondió Sancho― porque veo que vuestra merced se pone nervioso; si no fuera así, tendría para tres días.
   Llegaron entonces los novios entre gritos de alegría de la gente. Venía la hermosa Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la mala noche que siempre pasan las novias pensando en la boda.
   Iba ya a celebrarse la ceremonia de la boda, cuando apareció Basilio gritando y se echó a los pies de Quiteria.
   –Bien sabes, ingrata Quiteria, que viviendo yo, tú no puedes tomar esposo, y ya que olvidas nuestra promesa yo mismo me mataré.
   Y diciendo esto se clavó un cuchillo. Acudieron todos a socorrerle y don Quijote le tomó en sus brazos y vio que aún no había muerto. El cura quiso confesarle antes de que muriera, pero Basilio dijo con voz dolida y cansada que no se confesaría si primero no aceptaba Quiteria ser su esposa. Don Quijote afirmó que era justo lo que pedía el herido y que el señor Camacho no quedaría deshonrado por recibir por esposa a la viuda del valeroso Basilio. Fueron tantos los amigos de Basilio que pidieron a Quiteria que aceptara casarse con él, que esta se acercó a Basilio y le cogió la mano. Basilio la miró a los ojos y le rogó que le diera su mano libremente, sin sentirse forzada a hacerlo.
   –Ninguna fuerza me obliga ―dijo Quiteria― y yo mi mano de esposa te doy libremente y recibo la tuya si es que me la das con libertad.
   –Sí doy mi mano y me entrego por tu esposo ―respondió Basilio.
   –Mucho habla este mozo para estar tan herido ―dijo Sancho.
   Estando cogidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura los casó, y en ese mismo instante Basilio se levantó tan sano como estaba y se sacó el falso cuchillo. Así se descubrió el engaño de Basilio para lograr sus propósitos, y el cura y Camacho y los invitados se sintieron burlados. La novia no dio muestras de molestarle la burla y confirmó su casamiento. Los partidarios de uno y otro novio echaron mano a sus espadas, pero don Quijote se adelantó a caballo, con la lanza en la mano, y dijo a grandes voces:
   –Parad, señores, parad; que no hay que tomar venganza de las ofensas que el amor nos hace; mirad que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra está permitido usar la astucia para vencer al enemigo, así también en las peleas amorosas se tienen por buenas las mentiras para conseguir el fin que se desea, si no va en deshonra de la cosa amada. Quiteria era de Basilio y Basilio de Quiteria porque así lo quisieron los cielos, y lo que Dios junta no podrá separarlo el hombre, y el que lo intente tendrá que pasar por la punta de esta espada.
   Todos se tranquilizaron y tuvieron a don Quijote por hombre de valor y de pelo en pecho. Solamente Sancho se entristeció porque ya no podía participar en la espléndida comida y fiestas de Camacho. Y así, triste y pensativo, siguió a su señor, que iba con el grupo de Basilio.


   Capítulo X
   La aventura de las cuevas de Montesinos

   Tres días estuvieron don Quijote y Sancho con los novios, tratados a cuerpo de rey [168 - a cuerpo de rey – ïðåâîñõîäíî, ïî-öàðñêè]. Después Don Quijote le pidió a uno de los licenciados que le diera algún guía que le guiara hasta la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella, para ver si eran verdaderas las maravillas que se contaban de la cueva. Entonces el licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, que lo llevaría a la entrada de la cueva y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas en toda la Mancha.
   Llegó el primo con su burro, preparó Sancho las alforjas y se pusieron en camino hacia Montesinos. Por la noche se alojaron en una pequeña aldea a esperar el día. El guía dijo a don Quijote que si quería entrar en la cueva era necesario llevar cuerdas para atarse y descolgarse en su profundidad. Don Quijote deseaba llegar hasta el fondo de la cueva, así que compraron muchos metros de cuerda y se dirigieron hacia allí. Al llegar vieron que la boca [169 - boca – (çä.) âõîä] de la cueva era ancha, pero estaba llena de arbustos que tapaban la entrada completamente. Mientras ataban a don Quijote con las cuerdas, dijo Sancho:
   –Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace, no quiera sepultarse en vida.
   –Ata y calla ―respondió don Quijote―, que esta aventura es para mí.
   Luego se puso de rodillas y dijo:
   –¡Oh, señora de mis acciones, bellísima y sin par Dulcinea del Toboso! Yo voy a meterme en el fondo de esta cueva para que conozca el mundo que, si tú me ayudas, no habrá cosa imposible que yo no realice.
   Don Quijote se acercó a la entrada y con su espada cortó los arbustos. Salieron entonces de la cueva muchísimos cuervos y murciélagos que hicieron caer al suelo a don Quijote. Finalmente se levantó y, dando un extremo de la cuerda a Sancho y al primo, se dejó caer dentro de la cueva. Al entrar, Sancho le dio su bendición y le dijo:
   –¡Dios te guíe, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valiente, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe otra vez y te haga volver libre y sano!
   Sancho y el primo le daban cuerda poco a poco según la iba pidiendo a gritos don Quijote, hasta que dejaron de oírse las voces de este y se acabó la cuerda. Decidieron, entonces, subir a don Quijote; tiraron de la cuerda y al ver que no pesaba nada pensaron que don Quijote se quedaba dentro. Siguieron tirando y, al poco rato, sintieron peso y vieron a don Quijote.
   –Sea vuestra merced bienvenido ―le dijo Sancho ―, que ya pensábamos que se quedaba allá para siempre.
   Pero don Quijote no respondía palabra. Vieron que tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Lo pusieron en el suelo, pero no despertaba. Tanto lo movieron que al fin volvió en sí y mirándolos espantado dijo:
   –Dios os perdone, amigos, pues me habéis sacado de la más agradable vida y vista que ningún hombre ha tenido.
   Pidió don Quijote algo de comer y sacaron lo necesario para merendar. Después don Quijote contó lo que había visto en la cueva de Montesinos:
   –Nada más entrar en la cueva vi a mano derecha [170 - a mano derecha – ïî ïðàâóþ ñòîðîíó] un hueco espacioso y me senté a descansar; por eso quedó la cuerda enrollada a mis pies y os pareció, al no sentir peso, que me quedaba dentro. Al poco, me entró un profundo sueño y cuando desperté me hallé en medio de un hermoso prado. Me froté los ojos para ver si dormía, pero no, estaba despierto. Vi entonces un lujoso palacio real hecho de cristal. De él salió un anciano con una larga capa, que le llegaba hasta los pies, una gorra negra y una barba cana que le llegaba a la cintura. Vino hacia mí y dijo: «Hace mucho tiempo, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos aquí encantados os esperamos para que deis a conocer al mundo lo que se encierra en la cueva de Montesinos. Yo soy el mismo Montesinos, guarda mayor de la cueva». Me metió luego en el palacio y me llevó ante un sepulcro donde se hallaba tumbado un caballero. «Este es mi amigo Durandarte [171 - Durandarte – Äþðàíäàëü, ðûöàðü Êàðëà Âåëèêîãî]», me dijo, «flor y espejo de los caballeros enamorados. Merlín [172 - Merlín – Ìåðëèí, ìóäðåö è âîëøåáíèê ëåãåíä êîðîëÿ Àðòóðà] lo tiene aquí encantado, como a mí». Luego dirigiéndose a Durandarte, dijo Montesinos: «Sabed que tenéis aquí a aquel don Quijote de la Mancha que ha resucitado [173 - resucitar – âîçðîæäàòü] la ya olvidada caballería andante. Con su ayuda quizá podamos ser desencantados, porque las grandes hazañas están reservadas para los grandes hombres». Oímos entonces grandes llantos y sollozos y vi pasar a varias damas acompañando a la triste Belerma, señora de Durandarte, que también estaba encantada. Iba vestida de negro, tenía la nariz algo chata, las cejas juntas y la boca grande. «Si os ha parecido algo fea», me dijo Montesinos, «es por la pena que siente por la desgracia de su amante, como lo muestran las ojeras [174 - ojeras – ñèíÿêè ïîä ãëàçàìè] y el color amarillento de su cara, pues si no, su hermosura sería casi igual que la de la gran Dulcinea del Toboso, tan famosa en estas tierras y en todo el mundo». «Quieto ahí», dije yo entonces, «señor Montesinos, cuente su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa. La sin par Dulcinea es quien es, y la señora Belerma es quien es y quien ha sido, y no se hable más».
   –Me sorprende ―dijo Sancho― que vuestra merced no le moliera a golpes al viejo ni le tirara de las barbas.
   –No, Sancho amigo ―dijo don Quijote―, no podía hacer eso, porque todos hemos de respetar a los ancianos aunque no sean caballeros y mucho más a los encantados.
   Entonces dijo el guía:
   –Yo no sé, señor don Quijote, cómo en tan poco tiempo como ha estado allá abajo ha podido ver tantas cosas y hablar tanto.
   –¿Cuánto hace que bajé? ―preguntó él.
   –Poco más de una hora ―respondió Sancho.
   –Eso no puede ser ―dijo don Quijote―, porque allá anocheció y amaneció, y volvió a anochecer y a amanecer tres veces; por lo tanto, he estado tres días.
   –Mi señor debe de decir la verdad ―dijo Sancho―, porque como todo lo sucedido es encantamiento, lo que a nosotros nos parece una hora allá debe de parecer tres días con sus noches.
   –Así será ―respondió don Quijote.
   –Yo creo ―dijo Sancho― que aquel Merlín o aquellos que encantaron a toda la chusma [175 - chusma – ñáðîä, îòðåáüå] que vuestra merced dice que ha visto allá abajo le han metido en la cabeza todo esto que ha contado.
   –Eso no es así ―dijo don Quijote―, porque lo que he contado lo he visto con mis propios ojos. Pero ¿qué dirás, Sancho, cuando te diga que Montesinos me mostró tres labradoras que iban saltando por el campo y que apenas las vi supe que una era la bella Dulcinea del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía y respondió que no, pero que imaginaba que serían unas señoras encantadas de gran importancia.
   –En mala hora y peor día bajó vuestra merced al otro mundo ―dijo Sancho― y en mal momento se encontró con el señor Montesinos, que le ha vuelto de esta manera. Bien estaba aquí hablando y dando consejos a cada paso, y no ahora contando los mayores disparates que puedan imaginarse.
   –Como te conozco, Sancho ―respondió don Quijote―, no hago caso de tus palabras.


   Capítulo XI
   La aventura del barco encantado

   Pasaron así la tarde y al llegar la noche se acostaron bajo unos árboles que allí había. Al salir el sol, el guía se despidió de don Quijote y Sancho y ellos siguieron su camino buscando el famoso río Ebro. Dos días después llegaron al río y a don Quijote le gustó contemplar la claridad y abundancia de sus aguas y lo tranquilas que bajaban. Todo hizo traer a su memoria mil amorosos pensamientos. Especialmente recordó lo que había visto en la cueva de Montesinos.
   Estaba con esos recuerdos cuando vio un pequeño barco sin remos que estaba atado en la orilla al tronco de un árbol. Miró don Quijote a todas partes y no vio a nadie. Se apeó de Rocinante y mandó a Sancho que se bajara del asno. Preguntó Sancho el porqué de tal cosa y respondió don Quijote:
   –Has de saber, Sancho, que este barco me está llamando para que entre en él y vaya a socorrer a algún caballero o a otra persona importante que debe de estar en peligro.
   –Pues no sé si llamar disparate a esto que intenta ―respondió Sancho―, porque a mí me parece que este barco no es de encantadores, sino de algunos pescadores de este río, en el que se pescan los mejores peces del mundo.
   Sancho ató a los animales y preguntó qué es lo que iban a hacer ahora.
   –¿Qué? ―respondió don Quijote―: embarcarnos y cortar la cuerda con que está atado el barco.
   De un salto subió don Quijote, y Sancho detrás. El barco se fue apartando poco a poco de la orilla, con gran dolor de Sancho que no podía olvidar a su asno y a Rocinante, que se quedaban en total abandono. Tanto lo sentía que comenzó a llorar y don Quijote le dijo:
   –¿Qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón de mantequilla? ¿Quién te persigue o qué te falta? ¿Vas caminando a pie o descalzo por las montañas? ¿No vas sentado como un duque navegando por este río, de donde pronto saldremos al mar? Aunque quizá ya hemos salido y navegado por lo menos ochocientas leguas.
   –Yo o creo nada de eso ―dijo Sancho―, porque estoy viendo con mis ojos que no nos hemos apartado de la orilla ni cinco metros; y miro y veo que allí están Rocinante y el asno en el lugar que los dejamos.
   En esto, descubrieron unos grandes molinos de agua que estaban en la mitad del río. Apenas los vio don Quijote, dijo:
   –¿Ves? Allí está la ciudad o castillo donde debe de haber algún caballero apresado, o alguna reina o princesa maltratada, para cuyo socorro estoy aquí.
   –¿Qué diablos de ciudad o castillo dice vuestra merced? ―dijo Sancho―. ¿No ve que son molinos de trigo que están en el río?
   –Calla ―dijo don Quijote―, que aunque parecen molinos no lo son, que ya te he dicho que los encantamientos lo transforman todo.
   En esto, el barco comenzó a ir más deprisa, llevado por la corriente del río. Los molineros, al ver que el barco se iba a meter por entre las ruedas del molino, salieron con largos palos para detenerlo. Como iban con la cara y las ropas cubiertas de harina, los molineros tenían un mal aspecto. Uno de ellos dijo:
   –¡Demonios de hombres! ¿Dónde vais? ¿Queréis ahogaros y hacer pedazos estas ruedas de molino?
   –¿No te dije yo, Sancho ―dijo don Quijote―, que habíamos llegado donde he de mostrar el valor de mi brazo? Mira cuántos malvados y cobardes nos salen al encuentro; mira cuántos monstruos se me aparecen. ¡Ahora veréis!
   Y puesto en pie en el barco, comenzó a decir:
   –Malvados canallas [176 - canallas – ïîäëåöû], dejad en libertad a la persona que tenéis apresada en ese castillo, que yo soy don Quijote de la Mancha, llamado el Caballero de los Leones, destinado a dar fin feliz a esta aventura.
   Diciendo esto, echó mano a la espada y comenzó a amenazar a los molineros; los cuales, que no entendían aquellas tonterías, se pusieron con sus palos a detener el barco que ya entraba en las ruedas del molino. Los molineros lograron parar el barco, pero don Quijote y Sancho se cayeron al agua con el movimiento. El peso de las armas llevó al fondo a don Quijote, donde habría terminado sus días si los molineros no lo hubieran sacado del agua.
   Llegaron en esto los pescadores dueños del barco y, al verlo destrozado, pidieron a don Quijote que se lo pagara. Dijo don Quijote que pagaría el barco de buena gana, con la condición de que dejaran libre a la persona que en aquel castillo estaba apresada.
   –¿Qué persona o qué castillo dices? ―respondió uno de los molineros―. ¿Te quieres llevar a quien viene a moler el trigo?
   –¡Basta! ―dijo para sí don Quijote―. En esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno impide lo que el otro intenta; uno me proporcionó el barco, pero el otro me echó al agua. En este mundo todo son fuerzas contrarias. Yo no puedo más.
   Alzando luego la voz, dijo mirando el molino:
   –Amigos que en esta prisión quedáis encerrados, perdonadme, que por mi desgracia y por la vuestra no os puedo sacar de vuestra cárcel. Para otro caballero está reservada esta aventura.
   Sancho, con gran pesar, pagó entonces lo acordado a los pescadores. Tanto ellos como los molineros quedaron admirados de aquellos dos hombres tan fuera de lo corriente y, teniéndolos por locos, los dejaron y se marcharon.


   Capítulo XII
   El encuentro de don Quijote con los duques

   Cogieron sus animales amo y escudero, y muy pensativos se pusieron otra vez en camino. Al día siguiente, al salir de un bosque, don Quijote vio venir gente y supo que eran cazadores por los halcones [177 - halcón – ñîêîë] que llevaban. Se acercó más y vio a una hermosa señora sobre un caballo blanco. Venía vestida de verde con un halcón en la mano izquierda. Entonces dijo a Sancho:
   –Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del halcón que yo, el Caballero de los Leones, beso las manos de su hermosura y que, si me da permiso, iré a besárselas y la serviré como ella me mande. Y mira cómo hablas, no vayas a decir algún refrán de los tuyos.
   –En casa llena, pronto se guisa la cena ―dijo Sancho―, quiero decir que no me tiene que decir nada, porque para todo tengo y alcanzo de todo un poco.
   Partió Sancho a la carrera y puesto ante ella de rodillas dijo:
   –Hermosa señora, aquel caballero, llamado Caballero de los Leones, es mi amo y yo soy su escudero, Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que antes se decía el de la Triste Figura, me envía a decir a vuestra grandeza que le dé permiso para que venga a servir a vuestra alta hermosura.
   –Por cierto, buen escudero ―respondió la señora―, habéis dado el mensaje como es debido. Levantaos del suelo, que escudero de tan gran caballero como es el de la Triste Figura, cuya fama ya se conoce por aquí, no es justo que esté de rodillas. Levantaos y decid a vuestro señor que venga a alojarse a una casa que aquí tenemos mi marido el duque y yo.
   Mientras Sancho se levantaba, dijo la duquesa:
   –Decidme, escudero, vuestro señor ¿no es uno de quien hay impresa una historia llamada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que tiene por señora a una tal Dulcinea del Toboso?
   –El mismo es, señora ―respondió Sancho―, y aquel escudero suyo que aparece en esa historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si no lo han cambiado.
   –De todo me alegro mucho ―dijo la duquesa―; y decid a vuestro señor que sea bienvenido a mis tierras, que ninguna cosa me agrada más.
   Volvió Sancho con tan agradable respuesta que don Quijote se fue a besar las manos a la duquesa. Mientras, esta llamó al duque y le contó lo sucedido, y los dos, que habían leído la primera parte de esta historia y conocían el disparatado humor de don Quijote, decidieron seguirle la corriente y hacer lo que les dijera, tratándole como a caballero andante, según ellos habían leído en los libros de caballerías, de los que eran muy aficionados.
   Llegó don Quijote y al intentar bajarse de Rocinante se escurrió la silla y cayó al suelo. Echó la culpa a Sancho, que no le sujetó la silla, y quiso arrodillarse ante la duquesa, pero no se lo permitió el duque, que se fue a abrazarlo diciendo:
   –Señor Caballero de la Triste Figura, siento que haya sido este mal suceso lo primero ocurrido en mi tierra. Los descuidos de los escuderos suelen traer estas cosas.
   –Haberos visto, valeroso duque ―dijo don Quijote―, es para mí el mejor suceso. Siempre estaré al servicio vuestro y al de mi señora la duquesa, gran señora de la hermosura y de la cortesía.
   –Despacio, mi señor don Quijote ―dijo el duque―, que donde esté mi señora doña Dulcinea del Toboso no es posible que se alaben otras hermosuras.
   Y Sancho, antes que su amo contestara, dijo:
   –No se puede negar que es muy hermosa mi señora Dulcinea, pero donde menos se espera salta la liebre, y yo he oído decir que la naturaleza es como un artista que hace vasos de barro, y si hace uno hermoso, puede hacer ciento; porque mi señora la duquesa no tiene que envidiar en belleza a mi ama Dulcinea del Toboso.
   –Jamás un caballero andante tuvo escudero más hablador ni más gracioso que el que yo tengo ―dijo don Quijote a la duquesa.
   –Que Sancho sea gracioso lo estimo mucho, pues es señal de que es discreto y no torpe ―respondió la duquesa.
   Finalmente, el duque dijo:
   –Venga el señor Caballero de los Leones a un castillo mío que está aquí cerca, donde se le hará el recibimiento que se debe a tan alta persona, el que yo y la duquesa solemos hacer a todos los caballeros andantes que llegan a él.
   Y todos se dirigieron al castillo. Llegó antes el duque al castillo y dio orden de cómo habían de tratar a don Quijote.
   Así, cuando entró don Quijote, dos hermosas doncellas se pusieron sobre los hombros un manto rojo mientras los criados y criadas decían a grandes voces:
   –¡Bienvenido sea la flor y la nata de los caballeros andantes!
   Desde este día, don Quijote se creyó verdadero caballero andante, y no fantástico, al ver que le trataban como él había leído que se trataba a los caballeros en los pasados siglos.
   Llevaron a don Quijote a una gran sala, donde le esperaban varias doncellas para ayudarle a vestirse. Le quitaron primero la armadura y, al verlo sin armas y tan alto y delgado, no podían disimular la risa [178 - disimular la risa – ñêðûòü, ñäåðæàòü óëûáêó]. Le pidieron que se desnudara para ponerse una camisa, pero don Quijote no lo consintió. Hizo que le dieran la camisa a Sancho y los dos se encerraron en un lujoso cuarto para vestirse.
   Se vistió, por fin, don Quijote, se colocó su espada, se echó un manto encima y se puso un sombrero verde que le dieron las doncellas. Con estos adornos salió a la sala, donde lo recibieron el duque y la duquesa, y con ellos un eclesiástico [179 - eclesiástico – êëèðèê, äóõîâíîå ëèöî] de esos que gobiernan las casas de los príncipes; de los que, como no nacen príncipes, no saben enseñar cómo serlo; de los que queriendo hacer humildes a los que gobiernan, los hacen miserables. De estos debía de ser el religioso que acompañaba a los duques. Después de los corteses saludos se fueron a sentar a la mesa.
   Preguntó la duquesa a don Quijote qué noticias tenía de la señora Dulcinea y si le había enviado algunos gigantes como regalo, pues tenía que haber vencido muchos. A lo cual dijo don Quijote:
   –Señora, mis desgracias nunca tendrán fin. Gigantes he vencido y le he enviado, pero ¿dónde la van a hallar si está encantada y convertida en una fea labradora?
   –No sé ―dijo Sancho―, a mí me parece la más hermosa criatura del mundo.
   –¿La habéis visto vos encantada, Sancho? ―preguntó el duque.
   –¡Cómo si la he visto! ―respondió Sancho―. Fui yo el primero en verla.
   El eclesiástico, que oía estas cosas, se dio cuenta de que ese don Quijote era el mismo cuya historia leía el duque. Y como tantas otras veces en que le regañaba por leer esos disparates, dijo al duque:
   –Este don Quijote o don Tonto, o como se llame, imagino que no será tan bobo como vuestra excelencia [180 - vuestra excelencia – âàøå ïðåâîñõîäèòåëüñòâî] quiere que sea.
   Luego se volvió a don Quijote y le dijo:
   –Y a vos, ¿quién os ha metido en la cabeza que sois caballero andante y que derrotáis a gigantes? Volveos a vuestra casa y criad a vuestros hijos, si los tenéis, y cuidad de vuestra hacienda; y dejad de andar vagando por el mundo haciendo reír a cuantos os conocen. ¿En dónde habéis visto caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España o Dulcineas encantadas?
   Don Quijote escuchó atentamente al eclesiástico y, cuando terminó, dijo muy enfadado:
   –Esperaba de vuestra merced buenos consejos y no insultos. El haberme regañado en público de esta manera ha sobrepasado todos los límites. No está bien llamar tonto y bobo al pecador sin tener conocimiento del pecado. Si no, dígame vuestra merced, ¿por cuál de las tonterías que ha visto en mí me regaña y me manda a mi casa a cuidar de mi hacienda y de mis hijos sin saber qué es lo que tengo? ¿No hay otra cosa que hacer que ir por las casas ajenas gobernando a sus dueños y ponerse a dar leyes a la caballería y juzgar a los caballeros andantes? ¿Acaso es tiempo malgastado el que se emplea en vagar por el mundo buscando las dificultades por las cuales los buenos alcanzan la inmortalidad? Unos van por el ancho campo de la ambición; otros, por el de la hipocresía engañosa; y algunos, por el de la verdadera religión. Pero yo voy por el estrecho camino de la caballería andante, y por ella no cuido mi hacienda, pero sí la honra. Mis intenciones tienen buenos fines: hacer bien a todos y mal a ninguno. Si el que esto pretende merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, los duques.
   –¡Muy bien! ―dijo Sancho―. No diga más vuestra merced en su defensa.
   –¿Por casualidad ―preguntó el eclesiástico― sois aquel Sancho Panza a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?
   –Sí, soy yo ―respondió Sancho―, y lo merezco como otro cualquiera. «Júntate a los buenos, y serás uno de ellos [181 - júntate a los buenos, y serás uno de ellos – ê äîáðûì ëþäÿì ïðèñòàíåøü, ñàì äîáðûì ñòàíåøü]» y «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija [182 - quién a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija – äîáðîãî äåðåâà ñåíü ñóëèò äîáðóþ òåíü]», digo yo. Yo me he arrimado a buen señor y ni a él le faltarán imperios, ni a mí ínsulas que gobernar.
   –Así es, Sancho amigo ―dijo el duque―, pues yo, en nombre del señor don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo.
   Sancho, agradecido, le besó los pies al duque, y el eclesiástico se levantó enfadado y dijo:
   –Voy a pensar que vuestra excelencia es tan bobo como estos pecadores. ¡Cómo no van a ser ellos locos, si los cuerdos aprueban sus locuras! Quédese vuestra excelencia con ellos, porque mientras estén en esta casa yo me quedaré en la mía.
   Y sin decir más ni comer más, se marchó. El duque, no pudiendo contener la risa, dijo:
   –Vuestra merced, señor Caballero de los Leones, ha respondido con tanta dignidad que no ha de preocuparse por esto, que aunque parece agravio no lo es, porque así como no agravian las mujeres, tampoco ofenden los eclesiásticos.
   Acabada la cena, llegaron cuatro doncellas con agua y jabón y, en vez de lavarle las manos a don Quijote, le enjabonaron la barba y todo el rostro, quedando don Quijote con la más extraña figura que se pudiera imaginar. Lo miraban todos sin poder contener la risa, aunque los duques no sabían si enfadarse o reírse. Para que no viera la burla, lavaron también la barba del duque con la misma ceremonia que a don Quijote.
   Finalmente quedaron solos los duques y don Quijote hablando de distintas cosas, todas sobre el ejercicio de las armas y de la andante caballería. Acababa de decir don Quijote que daría buenos consejos a Sancho para gobernar la ínsula, cuando oyeron muchas voces y vieron a Sancho entrar corriendo, seguido de muchos mozos que pretendían lavar al escudero.
   –¿Qué es esto? ―dijo la duquesa―. ¿Qué queréis hacer a este buen hombre? ¿No veis que ha sido elegido gobernador?
   –No quiere dejarse lavar ―respondió uno― como es costumbre e igual que se lavó al duque y su señor amo.
   –Sí quiero ―dijo Sancho―, pero querría que fuera con toallas más limpias y con manos menos sucias, que mis barbas están limpias y no tengo necesidad de estas ceremonias que más parecen burlas.
   La duquesa se moría de risa viendo la cólera de Sancho y dijo:
   –Sancho Panza tiene razón en todo cuanto ha dicho; dejen al escudero y váyanse.
   Terminó así la charla y don Quijote se retiró a dormir la siesta.


   Capítulo XIII
   Los azotes de Sancho

    [183 - azotes – óäàðû ïëåòüþ]
   Organizaron los duques una gran cacería, con la intención de continuar burlándose de don Quijote y Sancho. Pasaron el día cazando y, al llegar la noche, se oyó en todo el bosque un gran ruido de trompetas y tambores como si viniera un ejército de caballería.
   Apareció entonces un mozo a caballo vestido de diablo, que dijo:
   –Yo soy el Diablo; vengo a buscar a don Quijote de la Mancha. La gente que aquí viene son encantadores que traen a la sin par Dulcinea del Toboso, acompañada de un viejo sabio, el cual viene a decirle a don Quijote cómo ha de ser desencantada la tal señora.
   –Si fuerais diablo, ya habríais conocido al tal don Quijote, pues lo tenéis delante.
   –Por Dios que no me había fijado ―dijo el Diablo.
   –Sin duda ―dijo Sancho― que este diablo debe de ser hombre de bien y buen cristiano, porque si no lo fuera, no hablaría de Dios. Hasta en el infierno debe de haber buena gente.
   Se oyó luego un espantoso ruido, cada vez más cerca, de disparos, tambores, ruedas de carros; era tal el ruido en la oscuridad de la noche que todos se asustaron y Sancho se refugió en las faldas de la duquesa. De pronto aparecieron varios carros tirados por bueyes y en cada uno venía un sabio encantador.
   Empezó a sonar entonces una suave música y llegó un carro tirado por cuatro mulas, acompañado de mucha gente con antorchas encendidas. En él venía sentada una doncella vestida con velos blancos y a su lado había una figura con la cabeza cubierta con un velo negro. Cesó la música y la figura de negro se quitó el velo y dijo:
   –Yo soy Merlín, y hasta mí llegó la voz dolida de la bella Dulcinea del Toboso y me enteré de que estaba encantada. Estuve buscando en mis libros el remedio a su dolor y aquí lo traigo. ¡Oh, valiente don Quijote, estrella de la Mancha!, para que Dulcinea salga del encantamiento es necesario que Sancho, tu escudero, se dé tres mil trescientos azotes.
   –¡Por Dios que no me los daré! ―dijo Sancho―. Ni tres mil azotes ni tres me daré. Si el señor Merlín no conoce otro modo para desencantar a la señora Dulcinea, encantada se irá a la sepultura.
   –Yo os los daré atado a un árbol ―dijo don Quijote―, y no tres mil trescientos, sino seis mil seiscientos os daré.
   –No puede ser así ―dijo Merlín―, porque los azotes que ha de recibir Sancho han de ser por su voluntad, y no por la fuerza.
   –¿Y por qué he de ser yo y no mi amo? ―se quejó Sancho.
   La hermosa doncella del carro se quitó el velo de la cara y dio mil razones a Sancho para que aceptara, sobre todo por el bien de su amo. Pero él volvió a decir que no se daría los azotes.
   –Amigo Sancho ―dijo el duque―, si no cedéis, no tendréis el gobierno de la ínsula. No puedo mandar a gobernar a un hombre de corazón tan duro que no cede a los ruegos de las doncellas y de los sabios. Decidid, Sancho, o sois azotado o no seréis gobernador.
   –Vamos, buen Sancho ―dijo la duquesa―, debéis ser agradecido con vuestro señor don Quijote, a quien todos debemos servir por su gran valentía.
   –Aunque no estoy conforme ―dijo Sancho―, me daré los azotes, pero cuando yo quiera y no todos a la vez.
   Cuando todo esto ocurría, ya empezaba a amanecer y los duques decidieron volver a casa, satisfechos de haber conseguido su propósito y dispuestos a continuar con sus burlas.
   Días después preguntó la duquesa a Sancho si había comenzado a darse los azotes. Sancho dijo que sí y que aquella noche se había dado cinco.
   También le dijo que tenía escrita una carta a su mujer, donde le contaba todo lo sucedido, y quería que la duquesa la leyera para ver si estaba escrita de la forma en que deben escribir los gobernadores.
   –¿Y la escribisteis vos? ―preguntó la duquesa.
   –No, claro que no ―respondió Sancho―; yo no sé leer ni escribir, aunque sé firmar.
   Y tomando la carta, la duquesa empezó a leer:

   CARTA DE SANCHO PANZA A TERESA PANZA, SU MUJER
   Has de saber, Teresa, que eres mujer de un gobernador. Ahí te envío un vestido verde de cazador que me dio mi señora duquesa; arréglalo para que le sirva a nuestra hija. Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio Merlín me ha utilizado para desencantar a Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo; con tres mil trescientos azotes, menos cinco que ya me he dado, quedará desencantada como la madre que la parió. De aquí a pocos días me iré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con ese mismo deseo; te avisaré si has de venir a estar conmigo o no. El asno está bueno y no lo pienso dejar. La duquesa de mi señora te besa mil veces las manos; devuélvele tú dos mil, que no hay cosa que menos cueste. Dios te dé buena suerte y a mí me guarde para servirte. Desde este castillo, a veinte de julio de 1614.
 Tu marido el gobernador, Sancho Panza

   Al acabar de leer la carta, la duquesa dijo a Sancho:
   –Veo que el gobernador se muestra en la carta muy codicioso [184 - codicioso – àë÷íûé], y no querría que así fuera, porque la codicia no es buena y el gobernador codicioso no gobierna con justicia.
   –Si a vuestra merced le parece que la carta no debe ir así, se rompe y se hace otra nueva.
   –No, no ―dijo la duquesa―; está bien así y quiero que la vea el duque.
   Y salieron a un jardín donde la duquesa le mostró la carta de Sancho al duque y este se divirtió mucho al leerla.


   Capítulo XIV
   La aventura de Clavileño

   Estaban todos en el jardín cuando llegó un hombre vestido de negro que dijo ser el escudero de la condesa Trifaldi, llamada también la dueña [185 - dueña – (çä.) äóýíüÿ, ïîæèëàÿ æåíùèíà, íàáëþäàþùàÿ çà äåâóøêîé-äâîðÿíêîé èëè âåäóùàÿ õîçÿéñòâî] Dolorida, la cual venía en busca del valeroso don Quijote de la Mancha desde el reino de Candaya para contarle su pena.
   Los duques, que habían ideado otra burla, hicieron pasar a la dueña Dolorida. Apareció la señora acompañada de otras doce dueñas, todas ellas con velos negros que les cubrían los rostros. La condesa Trifaldi iba vestida de negro y su larga falda terminaba en tres puntas, por lo que todos pensaron que a eso se debía el nombre de Trifaldi.
   Contó la dueña Dolorida sus desgracias en el lejano país de Candaya. Ella se ocupaba de cuidar la hija de la reina Maguncia, una bella doncella llamada Antonomasia. Quiso la suerte que un caballero se enamorara de la doncella y se valió de la dueña para conseguir los favores de Antonomasia. Como ella se quedó embarazada hubo que casarlos, y del disgusto se murió la reina Maguncia. Nada más enterrarla apareció sobre la sepultura el gigante Malambruno, montado en un caballo de madera; era el primo hermano de la reina y quería vengarse. En castigo, convirtió a la doncella en una mona de bronce y al caballero en un cocodrilo de metal, y al pie de ambas estatuas dejó escrito: «No recuperarán su forma original estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso manchego venga a enfrentarse conmigo en una batalla». Y a continuación castigó a la dueña Dolorida y a las demás dueñas de la casa haciendo crecer barbas en sus caras.
   Cuando terminó de hablar la Dolorida, ella y las otras dueñas levantaron los velos que cubrían sus rostros y todos se asombraron de ver sus barbas, unas negras, otras blancas.
   –Por mí no quedará ―dijo don Quijote―; decidme, señora, qué tengo que hacer para serviros.
   –Es el caso ―respondió la Dolorida― que desde aquí al reino de Candaya, si se va por tierra, hay cinco mil leguas; pero si se va por el aire, hay tres mil doscientas. Además, el gigante Malambruno me dijo que cuando yo encontrara al caballero libertador, él le enviaría un caballo nunca visto por estos lugares. Es un caballo de madera que se mueve y se para por una clavija [186 - clavija – êîëîê] que tiene en la frente y que le sirve de freno, y vuela por el aire tan ligero que parece que lo llevan los diablos. Este caballo lo fabricó el sabio Merlín; ha viajado por todo el mundo, y hoy está aquí y mañana puede estar en Francia o más lejos.
   –¿Cuántas personas caben en ese caballo? ―preguntó Sancho.
   –Dos personas ―respondió la Dolorida―, una en la silla y otra detrás. Y estas dos personas suelen ser el caballero y su escudero.
   –Quería yo saber, señora Dolorida ―dijo Sancho―, qué nombre tiene ese caballo.
   –Se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre le va muy bien, porque es de leño [187 - leño – äðåâåñèíà] y tiene una clavija en la frente y, además, camina muy ligero.
   –Me gustaría verlo ―dijo Sancho―, pero pensar que yo he de subir en él es pedir peras al olmo [188 - pedir peras al olmo – òðåáîâàòü íåâîçìîæíîãî]. Casi no me sujeto en mi asno, así que peor aún si no voy en silla a caballo.
   –No os preocupéis, señora Trifaldi ―dijo don Quijote―, que Sancho hará lo que yo le mande.
   Llegó la noche y aparecieron en el jardín cuatro figuras vestidas con ramas verdes que traían sobre sus hombros un gran caballo de madera. Una de ellas dijo:
   –Suba aquí el caballero que tenga ánimo para ello.
   –Aquí yo no subo ―dijo Sancho―, porque ni tengo ánimo ni soy caballero.
   –Sólo hay que tocar esta clavija y el caballo los llevará por los aires ―siguió diciendo la figura de verde―. Pero para que la altura y velocidad no les causen mareos, se han de cubrir los ojos hasta que Clavileño relinche, lo cual indicará que el viaje ha concluido.
   La dueña Dolorida, cuando vio el caballo, dijo a don Quijote:
   –Valeroso caballero, aquí está el caballo, solo falta que subas en él con tu escudero y des feliz principio a vuestro viaje.
   –Así lo haré, señora Trifaldi, que son muchas las ganas que tengo de veros a vos y a todas estas dueñas sin barbas.
   –Yo no haré tal cosa ―dijo Sancho―; y ya puede buscar mi señor otro escudero, porque yo no soy brujo para andar por los aires. ¿Qué dirá la gente de mi ínsula cuando sepa que su gobernador anda paseando por los aires? Además, si el caballo se cansa o el gigante se enoja, tardaremos en volver media docena de años, y ya ni habrá ínsula.
   –Sancho amigo ―dijo el duque―, la ínsula que os he prometido está segura. Cuando volváis, hallaréis vuestra ínsula y a vuestra gente esperándoos para recibiros como a su gobernador.
   –Está bien, señor ―dijo Sancho―, suba mi amo, tápenme los ojos y rueguen por mí a Dios.
   –Subid, Sancho ―dijo don Quijote―, que quien envía este caballo de tan lejanas tierras para nosotros no va a engañarnos.
   –Vamos, señor ―dijo Sancho―, que las barbas y lágrimas de estas señoras las tengo clavadas en el corazón.
   Subieron sobre Clavileño, dejaron que les taparan los ojos y apenas tocó don Quijote la clavija todos empezaron a gritar:
   –¡Dios te guíe, valeroso caballero! ¡Dios sea contigo, escudero atrevido!
   –¡Ya, ya vais por los aires!
   Oyó Sancho las voces y dijo:
   –Señor, ¿cómo dicen estos que vamos tan altos, si se oyen sus voces y parece que están junto a nosotros?
   –No pienses en eso ―dijo don Quijote―, que estas cosas siempre suceden fuera de lo normal. Y no sé por qué te asustas; además el viento nos es favorabie.
   –Cierto es ―dijo Sancho―, pues por este lado me da un viento tan fuerte que parece que me soplan con mil fuelles.
   Y así era en realidad, porque los duques habían preparado unos grandes fuelles [189 - fuelles – ìåõè (êóçíå÷íûå)] que les estaban dando aire. Cuando don Quijote sintió el aire dijo:
   –Sin duda alguna, ya debemos de llegar a la segunda región del aire, donde nacen las nieves. Si seguimos subiendo, pronto llegaremos a la región del fuego, y no sé cómo mover esta clavija para que no subamos donde nos quememos.
   Entonces, con unas grandes antorchas encendidas les calentaban los rostros, de tal forma que Sancho dijo:
   –Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, porque una parte de mi barba se me ha quemado, y estoy por destaparme los ojos y ver dónde estamos.
   –No lo hagas ―dijo don Quijote―, que quizá vamos subiendo para luego caer sobre el reino de Candaya.
   Todo esto oían los duques y la gente del jardín y se divertían mucho. Y para poner fin a tan extraña aventura, le prendieron fuego [190 - prendieron fuego – ïîäîæãëè] a la cola de Clavileño y, como estaba lleno de cohetes, voló por los aires y cayó al suelo con don Quijote y Sancho medio quemados. Cuando se levantaron, ya no estaban las mujeres de las barbas, ni la Trifaldi, y los demás estaban tumbados en el jardín como si estuvieran desmayados.
   Don Quijote y Sancho se sorprendieron de ver aquello y más cuando vieron un papel colgado de una lanza, en el cual estaba escrito con grandes letras lo siguiente:
   «El famoso caballero don Quijote de la Mancha acabó la aventura de la condesa Trifaldi, también llamada la dueña Dolorida, con sólo intentarla. Malambruno se queda satisfecho y hace desaparecer las barbas de las dueñas. Cuando cumpla el escudero con los azotes, la blanca paloma quedará libre de los que la persiguen, porque eso es lo que ordena el sabio Merlín, encantador de los encantadores».
   Don Quijote comprendió al leerlo que hablaba de Dulcinea y se alegró de haber acabado la aventura con tan poco peligro.
   La duquesa preguntó a Sancho cómo le había ido en su largo viaje, y este respondió:
   –Yo sentí, señora, que íbamos por la región del fuego. Yo que soy un poco curioso me destapé algo los ojos y miré hacia la tierra y me pareció que era como un grano de mostaza y los hombres que andaban sobre ella, poco más grandes que avellanas.
   –Me parece ―dijo la duquesa― que sólo visteis a los hombres, porque, según dices, cada hombre era más grande que la tierra.
   –Yo sólo sé ―dijo Sancho― que como volábamos por encantamiento, también por encantamiento podía yo ver toda la tierra. Y créame también que me vi tan cerca del cielo que cuando fuimos por donde están las siete cabrillas [191 - las siete cabrillas – íàðîäíîå íàçâàíèå çâ¸çäíîãî ñêîïëåíèÿ Ïëåÿä] bajé de Clavileño para jugar con ellas, y Clavileño no se movió del sitio.
   –Y mientras Sancho se entretenía con las cabras, ¿qué hacía don Quijote? ―preguntó el duque.
   –Como todos estos sucesos están fuera del orden natural ―dijo don Quijote―, no es raro que Sancho diga lo que dice. Yo sentí que pasaba por la región del aire y que tocaba la del fuego, pero no puedo creer que llegáramos al lugar donde están las siete cabrillas de las que Sancho habla, porque entonces nos hubiéramos quemado, así que Sancho miente o sueña.
   –Ni miento ni sueño ―dijo Sancho―; pregúntenme por las siete cabras y verán si digo verdad o no.
   –Diga, pues, Sancho cómo son ―dijo entonces la duquesa.
   –Son ―respondió Sancho– dos verdes, dos rojas, dos azules y una de mezcla.
   –Nueva forma de cabras es esa ―dijo el duque―, y por esta región del suelo no hay cabras de esos colores.
   No quisieron preguntarle más porque vieron que Sancho estaba dispuesto a pasearse por todos los cielos sin haberse movido del jardín.
   Don Quijote se acercó a Sancho y le dijo al oído:
   –Sancho, si queréis que crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que creáis lo que yo vi en la cueva de Montesinos.


   Capítulo XV
   Los consejos de don Quijote a Sancho para gobernar la ínsula

   Los duques se quedaron tan satisfechos con el gracioso final de la aventura de la Dolorida, que decidieron seguir con las burlas. Explicaron a sus criados cómo se habían de comportar con Sancho en la ínsula prometida, y a Sancho le dijeron que se preparara para empezar a ser gobernador.
   Sancho dijo al duque:
   –Después de ver la tierra desde los aires y bajar del cielo, ya no tengo tantas ganas de ser gobernador, porque ¿qué importancia tiene mandar en un grano de mostaza? Si vuestra señoría me diera una pequeña parte del cielo, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.
   –Mirad, amigo Sancho ―respondió el duque―, yo no puedo dar parte del cielo a nadie, pues eso está reservado a Dios. Lo que puedo daros os lo doy, y eso es una ínsula.
   –Venga esa ínsula ―dijo Sancho―, que lucharé por ser el mejor gobernador, y no por codicia, sino por probar a qué sabe ser gobernador. Me imagino que es bueno mandar, aunque sea a un rebaño de ganado.
   –Pues tened en cuenta que mañana ―dijo el duque― habéis de ir a gobernar la ínsula, y esta tarde os vestirán para ello.
   –Vístanme como quieran ―dijo Sancho―, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza.
   En esto, llegó don Quijote y, al saber lo que pasaba, tomó de la mano a Sancho y se lo llevó a su cuarto para aconsejarle cómo se había de comportar en su oficio.
   –Doy infinitas gracias al cielo porque has conseguido encontrar tu buena dicha ―dijo don Quijote―. Otros piden, ruegan y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro y sin saber cómo, se halla con el cargo. Tú, que para mí eres un torpe, sin hacer nada, sólo con estar junto a un caballero andante, te hacen gobernador de una ínsula. Y como los oficios y grandes cargos son difíciles de llevar, quiero aconsejarte: Primero has de temer a Dios; porque en temerlo está la sabiduría, y siendo sabio no podrás equivocarte. Lo segundo, has de mirar quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Actúa con prudencia. Sé humilde y no niegues que vienes de labradores; porque viendo los otros que no te avergüenzas, no intentarán avergonzarte. No olvides que la sangre se hereda y la virtud [192 - virtud – äîáðîäåòåëü] se conquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Sé más compasivo, aunque no más justo, con las lágrimas del pobre que con las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad entre las promesas del rico y los lloros del pobre. No seas duro al hacer justicia, sino compasivo. Si sigues estos consejos, Sancho, tu fama será eterna, tu felicidad grande y vivirás en paz con tu gente.
   Sancho le escuchaba muy atento y procuraba guardar en la memoria sus consejos.
   –En lo que se refiere a cómo has de gobernar tu cuerpo y casa ―dijo don Quijote―, lo primero que te encargo es que seas limpio y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer como si fueran garras. No comas ajos ni cebollas, para que no descubran por el olor tu procedencia. Anda despacio; habla tranquilo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo. Come poco y cena más poco, que de ello depende la salud de todo el cuerpo. No bebas mucho vino, pues el exceso de vino ni guarda secreto ni cumple palabra. No comas, Sancho, a dos carrillos [193 - comer a dos carrillos – óïëåòàòü çà îáå ùåêè], ni eructes delante de nadie.
   –Eso de eructar ―interrumpió Sancho― no lo entiendo.
   –Eructar, Sancho, quiere decir echar los gas del estómago por la boca.
   –En verdad, señor ―dijo Sancho―, que este es uno de los consejos que pienso llevar en la memoria, porque suelo eructar muy a menudo.
   –Tampoco, Sancho ―dijo don Quijote―, has de mezclar en tus conversaciones la cantidad de refranes que sueles meter, que a veces no vienen a cuento [194 - no vienen a cuento – íå ê ìåñòó].
   –A partir de ahora ―dijo Sancho―, sólo diré los que convengan a lo que voy diciendo y a la seriedad de mi cargo; porque en casa llena, pronto se guisa la cena; y a buen hambre no hay pan duro; y más vale algo que nada.
   –¡Así, así, Sancho! ―dijo don Quijote―. ¡Mete refranes, que nadie te gana! Te estoy diciendo que no uses refranes, y en un instante has dicho unos cuantos que nada tienen que ver con lo que estamos tratando. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si gobiernas mal tuya será la culpa y mía la vergüenza; pero al menos he hecho lo que debía al aconsejarte.
   –Señor ―dijo Sancho―, si a vuestra merced le parece que no valgo para este gobierno, lo dejo ya mismo; que prefiero ir como Sancho al cielo que como gobernador al infierno.
   –Sólo por esto que has dicho ―respondió don Quijote― mereces ser gobernador de mil ínsulas, porque tienes buen natural, sin el cual no hay ciencia que valga. Y vámonos a comer que creo que nos esperan ya estos señores.


   Capítulo XVI
   El gobierno de la ínsula Barataria

   Con todo su acompañamiento, llegó Sancho a un lugar de unos mil vecinos, que era de los mejores que tenía el duque. Le dieron a entender que se llamaba la ínsula Barataría porque así se llamaba el lugar, o por lo barato del gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, salieron los del ayuntamiento a recibirlo; tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de alegría. Con mucha pompa lo llevaron a la iglesia a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridiculas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y lo admitieron por gobernador de la ínsula Barataría. El traje, las barbas, la gordura y pequenez del nuevo gobernador tenían admirada a toda la gente que no sabía el secreto del cuento e incluso a los que lo conocían. Finalmente, lo llevaron al juzgado, lo sentaron en la silla y el mayordomo [195 - mayordomo – äîìîïðàâèòåëü] del duque le dijo:
   –Es costumbre antigua en esta ínsula que el que viene a tomar posesión ha de responder a una pregunta que sea algo dificultosa, y por la respuesta el pueblo conoce el ingenio de su nuevo gobernador, y así se alegra o se entristece de su llegada.
   Mientras hablaba el mayordomo, Sancho miraba unas grandes letras que estaban escritas en la pared; y como no sabía leer, preguntó qué eran aquellas pinturas.
   –Señor ―le respondieron―, allí está escrito lo siguiente: «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó posesión de esta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce».
   –¿A quién llaman don Sancho Panza? ―preguntó.
   –A vuestra señoría ―respondió el mayordomo―, que en esta ínsula no ha entrado otro Panza, sino el que está sentado en la silla.
   –Pues advertid, hermano ―dijo Sancho―, que yo no tengo don, ni lo ha tenido nadie de mi familia. Sancho Panza me llaman a secas [196 - a secas – âñåãî-íàâñåãî], sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; y si el gobierno me dura cuatro días, yo quitaré estos dones. Diga ahora el mayordomo su pregunta, que yo responderé lo mejor que sepa, se entristezca o no el pueblo.
   En ese instante entró gritando en el juzgado una mujer a la que agarraba fuertemente un ganadero rico:
   –¡Justicia, señor gobernador, justicia! Este mal hombre me ha cogido en medio del campo y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera un trapo mal lavado. Desdichada de mí, me ha quitado lo que más guardado tenía, lo que había defendido durante más de veintitrés años. Tan entera que estaba yo y ahora llega este hombre a manosearme [197 - manosear – îùóïûâàòü] con sus manos limpias.
   –Eso está aún por averiguarse ―dijo Sancho―, es decir, lo de si tiene limpias o no las manos este hombre.
   Luego preguntó al hombre qué respondía a la queja de la mujer y él contestó:
   –Señores, yo soy un pobre ganadero y esta mañana salí a vender cuatro cerdos y cuando volvía a casa me encontré con esta mujer, y el diablo, que todo lo enreda, hizo que gozáramos juntos; le pagué lo suficiente y ella, no contenta, me ha traído aquí. Dice que la forcé, pero miente; y esta es toda la verdad.
   Sancho preguntó al hombre si traía dinero; dijo él que traía veinte ducados en una bolsa. Mandó Sancho que los sacara y se los diera a la mujer. Así lo hizo, y la mujer los tomó, rogando a Dios por la vida del señor gobernador que así miraba por las doncellas necesitadas. Salió del juzgado y Sancho dijo al ganadero:
   –Buen hombre, id tras esa mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.
   Todos los presentes estaban esperando el fin de aquel pleito. Al poco tiempo volvieron el hombre y la mujer, ella con la bolsa y el hombre luchando por quitársela; pero no lo consiguió pues ella la defendía mucho, y dando voces dijo:
   –¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced la poca vergüenza de este hombre que en medio de la calle me ha querido quitar la bolsa.
   –¿Os la ha quitado? ―preguntó el gobernador.
   –¿Cómo quitar? ―respondió la mujer―. Antes me dejaría quitar la vida. ¡Ni garras de leones me la arrancarían!
   –Ella tiene razón ―dijo el hombre―. Yo me doy por vencido y sin fuerzas para quitársela.
   El gobernador devolvió la bolsa al hombre y dijo a la mujer:
   –Hermana mía, si el mismo valor que ahora habéis mostrado para defender la bolsa lo hubieseis mostrado para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no lo hubieran conseguido. Andad con Dios y no aparezcáis en esta ínsula bajo pena de doscientos azotes.
   El hombre le dio las gracias y se fue. Todos quedaron admirados del buen juicio de su nuevo gobernador.


   Capítulo XVII
   El fin del gobierno de Sancho Panza

   Siete días llevaba Sancho en el gobierno de su ínsula y ya estaba harto de juzgar y dar su opinión. Una noche, cuando estaba a punto de dormirse, oyó un gran ruido de voces y campanas. Se sentó en la cama y estuvo atento a ver si descubría la causa de tanto alboroto [198 - alboroto – ïåðåïîëîõ]. Su temor creció cuando empezó a oír sonidos de trompetas y tambores. Salió de su cuarto y vio venir a más de veinte personas con antorchas encendidas y las espadas en alto, gritando:
   –¡Alarma, alarma, señor gobernador! ¡Alarma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y estamos perdidos si vuestro valor no nos socorre! ¡Tome las armas, vuestra señoría, si no quiere morir y perder toda la ínsula!
   –¿Qué sé yo de armas ni de socorros? ―dijo Sancho―. Estas cosas es mejor dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos golpes termina con ellas.
   –¡Ah, señor gobernador! ―dijo otro―. Tome las armas que aquí le traemos y salga a la plaza y sea nuestro capitán.
   Al momento, le pusieron un escudo delante y otro detrás y los ataron con cuerdas, de modo que no se podía mover. Le pusieron en la mano una lanza y le dijeron que, siendo él su guía, todo tendría buen fin.
   –¿Cómo voy a caminar ―respondió Sancho― si no puedo doblar las rodillas con esto que me habéis puesto? Lo que tenéis que hacer es llevarme en brazos y ponerme en una puerta, que yo la guardaré con esta lanza o con mi cuerpo.
   –Ande, señor gobernador ―dijo otro―; que es el miedo lo que le impide andar. Muévase que ya es tarde y los enemigos aumentan.
   Intentó Sancho moverse y se cayó al suelo, quedando como una tortuga encerrada en sus conchas. Pese a todo, los burladores siguieron dando gritos de guerra y pisoteando al pobre gobernador, que si no se hubiera encogido en su armadura lo hubiera pasado mal.
   Cuando mayores eran los gritos, se oyó una voz que decía:
   –¡Victoria, victoria! ¡Los enemigos se retiran! ¡Levántese, señor gobernador, y venga a gozar del triunfo y a repartir lo que ha dejado el enemigo, y todo por el valor de su invencible brazo!
   Ayudaron a Sancho a levantarse, y este dijo:
   –Me gustaría saber qué enemigos he vencido yo. Lo que yo quiero es pedir a algún amigo, si es que lo tengo, que me dé un trago de vino, porque tengo sed.
   Le trajeron el vino, le quitaron la armadura, se sentó y cayó desmayado. Cuando volvió en sí, comenzó a vestirse en silencio, y una vez vestido se dirigió a donde estaba su asno y después de darle un beso en la frente dijo:
   –Venid aquí, compañero y amigo mío, compañero de mis trabajos y miserias. Cuando sólo me preocupaba de vos, dichosos eran mis días; pero desde que os dejé y me subí a las torres de la ambición, todo han sido desgracias y trabajos.
   Preparó el asno, se subió en él y dijo a los allí presentes:
   –Apartaos, señores, y dejadme volver a mi antigua libertad. Yo no nací para ser gobernador ni para defender ínsulas. Me va mejor podando viñas que dando leyes y defendiendo reinos. Más quiero estar a la sombra de una encina, en libertad, que acostarme sin libertad entre sábanas finas. Vuestras mercedes se queden con Dios y díganle al duque que me voy como entré, sin perder ni ganar. Y ahora apártense que me voy; se me hace tarde.
   –Señor gobernador ―dijo el mayordomo―, antes de irse deberá explicar lo que ha hecho en los días de su gobierno, como es costumbre.
   –Nadie me lo puede pedir ―dijo Sancho―, si no es el duque, a quien pienso ver para explicarle todo, aunque saliendo desnudo como salgo no serán necesarias las explicaciones para ver que he gobernado bien.
   Todos estuvieron de acuerdo y dejaron que se marchara, y se quedaron admirados tanto de sus argumentos como de su firme determinación.


   Capítulo XVIII
   El extraordinario suceso de la venta

   Sancho regresó a castillo de los duques y don Quijote pensó que ya era hora de volver a andar por los caminos, así que despedieron de ellos. Sancho estaba contentísimo sobre su asno, porque el mayordomo del duque le había dado doscientos escudos de oro para los gastos del camino.
   Cuando don Quijote se vio el campo, libre, se sintió feliz y dijo:
   –La libertad, Sancho, es una de las cosas más preciosas que dio el cielo a los hombres; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra. Por la libertad, así como por la honra, se debe arriesgar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.
   Al anochecer llegaron a una venta y allí se hospedaron. Se retiraron a su cuarto y, al poco rato, oyó don Quijote decir a través de la pared:
   –Mientras nos traen la cena, señor don Jerónimo, léanos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha [199 - la segunda parte de Don Quijote de la Mancha – çäåñü è äàëåå ðå÷ü èä¸ò î ïîäëîæíîé âòîðîé ÷àñòè î Êèõîòå].
   Siguió escuchando don Quijote y oyó lo que respondió don Jerónimo:
   –¿Para qué, señor don Juan, si el que ha leído la primera parte no puede disfrutar leyendo esta segunda?
   –Con todo ―dijo don Juan― será bueno leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí menos me gusta es que presenta a don Quijote desenamorado [200 - desenamorado – ó Àâåëüÿíåäû ãåðîé, óòðàòèâ âñÿêóþ íàäåæäó íà ðàñêîëäîâàíèå Äóëüñèíåè, îòðåêàåòñÿ îò íå¸ è ïðèñâàèâàåò ñåáå ïðîçâèùå «Ðûöàðÿ áåç ëþáâè»] de Dulcinea del Toboso.
   Al oír esto don Quijote, alzó la voz y dijo:
   –A quienquiera que diga que don Quijote de la Mancha ha olvidado a Dulcinea del Toboso le haré entender con las armas que no es verdad; porque la sin par Dulcinea no puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido.
   –¿Quién es el que nos responde? ―preguntaron del otro cuarto.
   –¿Quién ha de ser ―dijo Sancho― sino el mismo don Quijote de la Mancha?
   Apenas oyeron el nombre, aparecieron en la puerta dos caballeros y uno de ellos abrazó a don Quijote y le dijo:
   –Sin duda, vos sois el verdadero don Quijote de la Mancha, estrella de la andante caballería, a quien el autor de este libro ha querido menospreciar.
   Don Quijote cogió entonces el libro y después de hojearlo, dijo:
   –De lo poco que he visto he hallado tres cosas que no apruebo: la primera es algo que he leído en el prólogo; la segunda, que por el lenguaje es de alguien de Aragón; y la tercera, que llama Mari Gutiérrez a la mujer de mi escudero, que se llama Teresa Panza.
   Sancho dijo entonces:
   –¡Vaya historiador es ese!
   –Pues a vos ―dijo don Jerónimo― no os trata ese autor novato [201 - novato – íîâè÷îê] con la limpieza que se ve en vuestra persona. Os describe como un hombre comilón y simple, y nada gracioso, muy distinto del Sancho de la primera parte.
   –Créanme vuestras mercedes ―dijo Sancho― que el Sancho y el don Quijote de esa historia son otros, distintos de los que describe Cide Hamete Benengeli: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, un simple gracioso, y no comilón ni borracho.
   –Yo así lo creo ―dijo don Juan―; nadie se debería atrever a tratar las cosas del gran don Quijote, a no ser su primer autor: Cide Hamete.
   –Que me retrate el que quiera ―dijo don Quijote―, pero que no me maltrate, porque la paciencia se acaba cuando te ofenden.
   Así pasaron gran parte de la noche y, finalmente, le preguntaron por el destino de su viaje. Respondió don Quijote que iba a Zaragoza, para asistir a los torneos que se celebran en esa ciudad todos los años. Don Juan le dijo que según el relato de Avellaneda don Quijote participaba allí en el juego de la sortija [202 - juego de la sortija – ðûöàðñêèé òóðíèð, â êîòîðîì ó÷àñòíèê äîëæåí ïîïàñòü êîïü¸ì â ïîäâåøåííîå êîëüöî] y que a la historia le faltaban imaginación y buenos caballeros.
   –Por esta razón, no pondré los pies en Zaragoza ―dijo don Quijote―; así haré ver la mentira de ese historiador moderno, y verán que yo no soy el don Quijote que él dice.
   –Hará muy bien ―dijo don Jerónimo―. Hay otros torneos en Barcelona, donde podrá el señor don Quijote mostrar su valor.
   –Así lo pienso hacer ―dijo don Quijote―; ahora pido permiso a vuestras mercedes para irme a descansar.
   Con esto se despidieron, y don Juan y don Jerónimo se retiraron a su cuarto, creyendo que esos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía el autor aragonés.


   Capítulo XIX
   La aventura de los bandoleros

    [203 - bandoleros – ðàçáîéíèêè (íà äîðîãå)]
   Tomaron el camino más derecho para ir a Barcelona sin pasar por Zaragoza. Después de un buen rato pararon a descansar y Sancho se quedó dormido junto a unos árboles. Pero don Quijote no podía dormir, invadido por los recuerdos de la cueva de Montesinos y del encantamiento de Dulcinea, que Sancho debía remediar con los prometidos azotes. Con estos pensamientos se acercó a Sancho, para quitarle el cinturón, bajarle los pantalones y azotarlo. Pero Sancho se despertó y dijo:
   –¿Qué es esto? ¿Quién me toca y me quita el cinturón?
   –Soy yo ―respondió don Quijote―, que vengo a azotarte para que Dulcinea pueda ser desencantada. Así que voy a darte por lo menos dos mil azotes.
   –Eso no ―dijo Sancho―; estese quieto, porque los azotes han de ser por mi propia voluntad y ahora no tengo ganas de azotarme.
   Lucharon los dos y Sancho derribó a don Quijote y le puso la rodilla sobre el pecho para que no se pudiera mover. Don Quijote le dijo:
   –¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor te rebelas?
   –Yo sólo me ayudo a mí mismo, yo soy mi propio señor ―respondió Sancho―. Prométame que se estará quieto y no tratará de azotarme, y yo lo dejaré libre.
   Don Quijote se lo prometió y juró no tocarle ni un pelo de la ropa [204 - no tocarle ni un pelo de la ropa – ïàëüöåì íå òðîíóòü]. Sancho entonces se levantó, se alejó y se arrimó a otro árbol. Pero de repente sintió que le tocaban la cabeza y al levantar la mano tocó un pie y una pierna de persona. Tembló de miedo, se fue a otro árbol y le sucedió lo mismo. Así que pidió ayuda a don Quijote diciendo a gritos que todos aquellos árboles estaban llenos de piernas y pies humanos.
   –No debes tener miedo ―dijo don Quijote―, porque sin duda son de algunos bandoleros que están ahorcados en estos árboles, como suele hacer la justicia.
   Y así era en realidad.
   Estaban después preparando sus cabalgaduras cuando aparecieron más de cuarenta bandoleros vivos, que los rodearon y les dijeron en lengua catalana que se estuvieran quietos hasta que llegara su capitán.
   Los bandoleros se pusieron a registrar las alforjas con la intención de llevarse todo lo que encontraran; pero en ese momento apareció el capitán, que, al ver a don Quijote armado y pensativo, con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza, le dijo:
   –No estéis tan triste, buen hombre, que no habéis caído en manos de un tirano. Yo soy Roque Guinart [205 - Roque Guinart – èçâåñòíûé êàòàëàíñêèé ðàçáîéíèê, ïðîñëàâèâøèéñÿ áîëüøå ñîñòðàäàíèåì, ÷åì âàðâàðñòâîì].
   –No estoy triste por haber caído en tu poder, ¡oh, valeroso Roque! ―respondió don Quijote―, sino por haberme descuidado, estando obligado a vigilar continuamente, como manda la orden de la caballería andante. Porque yo soy don Quijote de la Mancha, cuyas hazañas son famosas en el mundo entero.
   Roque Guinart se alegró de conocer a don Quijote, de quien había oído hablar, y le dijo:
   –No os preocupéis, valeroso caballero, que vuestra suerte puede cambiar, porque el cielo suele levantar a los caídos y enriquecer a los pobres.
   Roque Guinart ordenó a su gente que devolvieran a Sancho todo lo que le habían quitado de las alforjas y, a continuación, repartió entre los bandoleros todo lo que habían cogido en sus últimos robos. Lo hizo con tanta justicia e igualdad, que todos quedaron contentos.
   –Si no hiciera justicia con estos, no se podría vivir con ellos ―dijo Roque a don Quijote.
   A lo cual contestó Sancho:
   –Según lo que he visto, es tan buena la justicia que es necesaria incluso entre los mismos ladrones.
   –Nueva forma de vida le debe de parecer al señor don Quijote la nuestra ―dijo Roque―, con otras aventuras y peligros. A mí me ha llevado a esta vida el querer vengarme de una ofensa que me hicieron, pues en realidad yo soy compasivo. Pero como un pecado llama a otro, ahora no sólo me encargo de mis venganzas sino también de las ajenas. Aun así no pierdo la esperanza de salir alguna vez de esta peligrosa vida.
   –Señor Roque, el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en querer tomar las medicinas; vuestra merced está enfermo, conoce su mal y quiere curarse. Así que, puesto que ha mostrado prudencia en sus razones, sólo hay que esperar que se cure pronto y, si quiere hacerlo cuanto antes, véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante y a ganarse el cielo con miles de trabajos y desdichas.
   Roque Guinart se rió del consejo de don Quijote, pero quiso agradecérselo escribiendo una carta a un amigo suyo de Barcelona, para decirle que estaba con él el famoso don Quijote de la Mancha, que era el más gracioso y el más entendido hombre del mundo, y que dentro de cuatro días estaría en la playa de la ciudad y que avisara a su gente para disfrutar de su compañía. Mandó la carta con uno de sus bandoleros, que disfrazado de labrador entró en Barcelona y la entregó.


   Capítulo XX
   La llegada a Barcelona y la aventura del Caballero de la Blanca Luna

   Por caminos sin gente marcharon a Barcelona Roque, don Quijote y Sancho con otros seis bandoleros. Llegaron a su playa la noche antes de San Juan. Allí se despidió Roque de sus amigos y se quedaron don Quijote y Sancho esperando el día. Al amanecer vieron el mar, hasta entonces desconocido para ellos. Les pareció muy espacioso y grande, bastante más que las lagunas de Ruidera.
   Vieron los barcos que había en la playa, adornados con banderas que se movían al viento. De repente sonaron trompetas y se organizó una batalla entre la gente de los barcos y los caballeros de la ciudad. Admirados estaban don Quijote y Sancho, cuando se acercó a ellos el amigo de Roque que había sido avisado y dijo en voz alta:
   –Bienvenido sea a nuestra ciudad el espejo de toda la caballería andante. Bienvenido sea el valeroso don Quijote de la Mancha, no el falso, que anda estos días en falsas historias, sino el verdadero, el que nos describió Cide Hamete Benengeli. Véngase con nosotros, que somos sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.
   –Agradezco vuestras palabras ―dijo don Quijote―. Llevadme a donde queráis que yo no tendré más voluntad que la vuestra.
   Todos rodearon a don Quijote y con el sonido de tambores y trompetas se encaminaron a la ciudad, hasta la casa de don Antonio Moreno, que así se llamaba el amigo de Roque, caballero rico, honesto y cortés.
   Una mañana salió don Quijote a pasear por la playa, armado de todas sus armas, cuando vio venir hacia él un caballero armado que llevaba pintada en el escudo una luna resplandeciente. Se dirigió a don Quijote y le dijo:
   –Famoso y alabado caballero don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna. Vengo a luchar contigo y a probar la fuerza de tu brazo, con el fin de hacerte confesar que mi dama, sea quien sea, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso y, si confiesas esta verdad, te librarás de morir. Si luchas y te venzo, quiero que dejes las armas y te retires a tu aldea durante un año, donde has de vivir en paz sin echar mano a la espada. Y si me vences, quedará a tu disposición mi cabeza y serán tuyos mi caballo y mis armas, y la fama de mis hazañas pasará a ser tuya.
   Don Quijote se quedó asombrado y con voz seria y tranquila le respondió:
   –Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas todavía no conozco, yo os haré jurar que jamás habéis visto a la famosa Dulcinea; porque si la hubieseis visto, sabríais que no puede haber belleza que se pueda comparar con la suya. Así que acepto luchar con vos, pero no deseo que la fama de vuestras hazañas sea para mí, pues no sé qué hazañas son y con las mías me contento. Elegid la parte del campo que queráis, que yo haré lo mismo.
   Llegó entonces a la playa Sancho con varios caballeros y don Antonio, que no sabía quién era el Caballero de la Blanca Luna, ni si la batalla era de burla o de verdad.
   –Puesto que los dos caballeros insisten en luchar, prepárense para ello ―dijo don Antonio, después de saber las razones de la pelea.
   Se pusieron uno frente a otro y atacaron sin esperar más. Como el caballo del Caballero de la Blanca Luna era más ligero, llegó antes y chocó con tan poderosa fuerza que Rocinante y don Quijote cayeron al suelo. Se acercó a él y poniéndole la lanza sobre el rostro, le dijo:
   –Habéis sido vencido, caballero, y moriréis si no confesáis la superioridad de la belleza de mi dama.
   Don Quijote, molido del golpe, sin alzarse la visera, como si hablara desde una tumba, exclamó con voz débil y enferma:
   –Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra. Méteme la lanza y quítame la vida, caballero, pues me has quitado la honra.
   –Eso no lo haré yo ―dijo el Caballero de la Blanca Luna―: viva la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que yo me contento con que el gran don Quijote se retire a su aldea un año, o el tiempo que yo le mande, como acordamos antes de entrar en batalla.
   Don Quijote lo aceptó, como caballero de palabra que era, y el de la Blanca Luna se marchó a la ciudad.
   Don Antonio levantó a don Quijote y vio que tenía el rostro lleno de sudor y sin color. Sancho, triste y apenado, no sabía qué decir ni qué hacer; viendo a su señor rendido y obligado a no tomar las armas en un año, le parecía que todo aquello era un sueño o cosa de encantamiento. Finalmente, llevaron a don Quijote en una silla de mano a la ciudad.
   Don Antonio siguió al Caballero de la Blanca Luna con el deseo de conocerle. Al darse cuenta el de la Blanca Luna, se detuvo y le dijo:
   –Sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy, y como no hay por qué negarlo, os lo diré: soy el bachiller Sansón Carrasco, del mismo lugar que don Quijote de la Mancha, cuya locura nos da lástima a todos los que lo conocemos; y, creyendo que su salud mejorará si se queda tranquilo en su tierra, he hecho esto para hacerle volver a ella. Ya lo intenté una vez llamándome el Caballero de los Espejos, pero la suerte no me favoreció y don Quijote me venció a mí; ahora ha sido al revés. Estoy seguro de que cumplirá su palabra. Os suplico que no digáis a don Quijote quién soy, para que él vuelva a recuperar su juicio, que lo tendría muy bueno si dejase las tonterías de la caballería.
   –¡Oh, señor ―dijo don Antonio―, Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo al querer volver cuerdo [206 - volver cuerdo – îáðàçóìèòü] al más gracioso loco que hay en él! Es una pena que se cure don Quijote, porque con su salud perderemos sus gracias y las de su escudero Sancho Panza, gracias capaces de alegrar a la misma melancolía. A pesar de todo, no le diré nada, para ver si es verdad mi sospecha de que vuestra merced no conseguirá lo que se propone.
   Sansón Carrasco se marchó de la ciudad y volvió a su aldea.
   Seis días estuvo don Quijote en la cama, triste, pensativo, recordando el desdichado suceso de su derrota. Sancho lo consolaba diciéndole:
   –Señor mío, levante la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo, ya que no se le ha roto nada. Volvámonos a nuestra casa y dejémonos de buscar aventuras en lugares que no conocemos, aunque perdamos la esperanza, vuestra merced de ser rey y yo de ser conde.
   –Calla, Sancho, pues sólo estaré un año sin salir. Luego volveré a mis honrados ejercicios y no me ha de faltar reino que ganar y algún condado que darte. Pero ¿qué digo? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el que no puede tomar armas en un año? ¿Qué prometo, entonces?
   –Déjese de eso ―dijo Sancho―, pues el que hoy cae puede levantarse mañana.


   Capítulo XXI
   El regreso a la aldea

   Llegó el día de la partida. Salieron de Barcelona, don Quijote desarmado y Sancho a pie pues el asno iba cargado con las armas. Muchos pensamientos fatigaban a don Quijote después de ser derribado: unos iban al desencanto de Dulcinea, otros a la vida que había de hacer en su forzosa [207 - forzoso – âûíóæäåííûé, íåâîëüíûé] retirada. Dijo a Sancho:
   –Quisiera, ¡oh, Sancho!, si a ti te parece, que nos convirtiésemos en pastores, al menos el tiempo que tengo que estar sin salir. Yo compraré algunas ovejas y todo lo necesario. Me llamaré el pastor Quijotiz, y tú, el pastor Pancino; nos iremos por los montes y prados; beberemos en las fuentes o en los arroyos y nos darán su fruto las encinas y su sombra los árboles. Así podremos hacernos eternos y famosos en los presentes y futuros siglos. ¡Qué vida nos vamos a dar, Sancho amigo!
   Iba don Quijote triste y pensativo cuando le vino el recuerdo de su señora Dulcinea, y dijo a Sancho:
   –Si quieres que te pague por los azotes que has de darte para desencantar a Dulcinea, dime, Sancho, lo que quieres y azótate, y luego coges los reales que sean, pues tú eres quien llevas mis dineros.
   Sancho abrió los ojos de alegría y aceptó azotarse de buena gana.
   –Lo hago, señor ―le dijo―, porque el amor de mis hijos y de mi mujer me hace ser interesado. ¿Cuánto me dará por cada azote?
   –Si te hubiera de pagar ―dijo don Quijote― conforme a lo que merece la grandeza de este remedio, todo el dinero del mundo sería poco. Pon tú el precio a cada azote.
   –Los azotes ―dijo Sancho― son tres mil trescientos. De ellos, ya me he dado cinco, pero que entren de nuevo en la cuenta. Si los ponemos a real por cada cuatro azotes, me tendríais que dar ochocientos veinticinco reales. Los cogeré de los que tengo de vuestra merced y entraré en mi casa rico y contento, aunque bien azotado.
   –¡Oh, Sancho bendito ―respondió don Quijote―, qué obligados a servirte quedaremos Dulcinea y yo todos los días de nuestra vida! Mira, Sancho, cuándo quieres comenzar.
   –¿Cuándo? –dijo Sancho―. Esta noche sin falta [208 - sin falta – íåïðåìåííî].
   Llegó la noche y se metieron entre unos árboles. Sancho cogió las cuerdas del asno y se retiró un poco de su amo, que al verlo marchar le dijo:
   –Mira, amigo, no te hagas pedazos; quiero decir que no te des tan fuerte que te quedes sin vida antes de llegar al número deseado.
   –Pienso darme de manera que sin matarme me duela ―dijo Sancho.
   Se desnudó de medio cuerpo para arriba y comenzó a darse, y don Quijote a contar los azotes. Pero Sancho dejó de dárselos en la espalda y daba en los árboles, sin dejar de quejarse de cuando en cuando. Don Quijote, temeroso de que se le acabara la vida antes de terminar, le dijo:
   –Por tu vida, amigo, déjalo ya; te has dado más de mil azotes, basta por ahora y demos tiempo al tiempo.
   –No, no, señor ―dijo Sancho―. Apártese otro poco y déjeme darme otros mil azotes.
   Volvió Sancho a su tarea con tanta fuerza, que al poco ya había quitado las cortezas a muchos árboles.
   –No permita la suerte ―dijo don Quijote― que por mi gusto pierdas la vida; que espere Dulcinea mejor ocasión. Cuando te recuperes, terminaremos esto.
   –Si vuestra merced lo quiere así ―respondió Sancho―, sea como dice. Tápeme la espalda, porque estoy sudando y no quiero resfriarme.
   Así lo hizo don Quijote, y Sancho se quedó dormido hasta que lo despertó el sol. Continuaron su camino y fueron a parar a un mesón, que como tal lo reconoció don Quijote, y no como castillo, porque desde que fue vencido pensaba con más juicio en todas las cosas. Se alojaron en una sala y cuando se quedaron solos, don Quijote preguntó a Sancho si pensaba darse otros azotes, y si quería que fuera bajo techo o a cielo abierto.
   –Prefiero entre los árboles, que parece que me hacen compañía ―dijo Sancho.
   –Pues no ha de ser así, Sancho amigo ―dijo don Quijote―, sino que lo dejaremos para cuando lleguemos a nuestra aldea, que será pasado mañana.
   Sancho dijo que quería terminar cuanto antes, porque no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy y que era mejor pájaro en mano que ciento volando.
   –No más refranes, Sancho ―dijo don Quijote―; habla con sencillez, como muchas veces te he dicho.
   –Esta es mi desgracia ―dijo Sancho―, que no sé decir nada sin refrán, pero yo lo remediaré, si puedo.
   Dejaron el mesón y caminaron un día y una noche sin que les sucediera nada que contar. Don Quijote estaba contento, porque Sancho ya había cumplido con los azotes, y esperaba encontrarse con Dulcinea, ya desencantada. Con estos pensamientos iban cuando vieron a lo lejos su aldea. Al verla, Sancho se arrodilló y dijo:
   –Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también a tu hijo don Quijote, que, si viene vencido por otros brazos, viene vencedor de sí mismo, que es el mayor triunfo que se puede desear.
   –Déjate de tonterías ―dijo don Quijote― y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde nos dedicaremos a la vida pastoril.
   Siguieron adelante y a la entrada del pueblo encontraron al cura y al bachiller Carrasco, que corrieron hacia ellos con los brazos abiertos. Don Quijote se apeó y los abrazó con ganas. Los muchachos del pueblo acudieron a verlos y se decían unos a otros:
   –Venid, muchachos, y veréis el asno de Sancho Panza y el rocín de don Quijote más flaco hoy que el primer día.
   Se fueron a casa de don Quijote y hallaron en la puerta al ama y a la sobrina, que ya habían recibido el anuncio de su llegada. También la mujer de Sancho acudió con su hija a ver a su marido. Al verlo dijo:
   –¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que más traéis aspecto de desgobernado que de gobernador?
   –Calla, Teresa ―respondió Sancho―; vámonos a nuestra casa, que allí oirás maravillas. Traigo dineros, que es lo que importa, ganados con mi esfuerzo y sin hacer daño a nadie.
   Abrazó Sanchica a su padre y los tres se fueron a su casa y dejaron a don Quijote en la suya, con su sobrina y su ama en compañía del cura y del bachiller.
   Don Quijote se apartó a solas con el bachiller y el cura y les contó cómo había sido vencido y que estaba obligado a no salir de su aldea en un año. Les dijo también que tenía pensado hacerse pastor y entretenerse en la soledad de los campos. Pidió a los dos que fueran sus compañeros, si no tenían otros negocios más importantes. Habló luego de cómo se había de llamar cada uno. Él sería el pastor Quijotiz; el bachiller, el pastor Carrascón, y el cura, el pastor Curiambro. Sancho Panza sería el pastor Pancino. Todos se asombraron al ver la nueva locura de don Quijote; pero para que no se fuera otra vez a sus caballerías aceptaron y aprobaron su locura, ofreciéndose por compañeros en su ejercicio.
   Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeran la conversación, y cuando se quedó solo don Quijote, entraron.
   –¿Qué es esto, señor tío? ―exclamó su sobrina―. Ahora que pensábamos que volvía a quedarse en su casa, ¿se quiere meter en nuevas historias haciéndose pastor?
   –¿Podrá vuestra merced sufrir en el campo el calor del verano y los fríos del invierno? ―añadió el ama―. No, pues ese es oficio de hombres fuertes, criados para tal trabajo desde que nacen. Aunque dentro de lo malo, mejor es ser caballero andante que pastor. Siga mi consejo: estese en su casa, cuide de su hacienda y favorezca a los pobres.
   –Callad, hijas ―respondió don Quijote―, que yo sé bien lo que tengo que hacer. Llevadme a la cama, que me parece que no estoy muy bueno; y tened por cierto que ya sea caballero andante o pastor acudiré siempre a lo que necesitéis.
   Las buenas mujeres lo llevaron a la cama, le dieron de comer y lo cuidaron lo mejor que pudieron.


   Capítulo XXII
   El testamento y la muerte de don Quijote

   Como las cosas humanas no son eternas, especialmente las vidas de los hombres, llegó el fin de don Quijote cuando él menos lo pensaba. Porque, ya fuera por la tristeza de su derrota o por la disposición del cielo, el caso es que estuvo seis días con fiebre en la cama, durante los cuales fue visitado por el cura, el bachiller y el barbero y por su escudero Sancho Panza. Todos procuraban consolarle, pero a don Quijote no lo abandonaba la tristeza.
   Llamaron al médico, y dijo que mirara por la salud de su alma porque la del cuerpo corría peligro [209 - corría peligro – ïîäâåðãàëîñü îïàñíîñòè]. Lo oyó don Quijote con ánimo tranquilo y después pidió que lo dejaran solo porque quería dormir un poco. Cuando despertó, dijo dando una gran voz:
   –¡Bendito sea el poderoso Dios que tanto bien me ha hecho! Su misericordia no tiene límite.
   –¿Qué dice vuestra merced? ―preguntó la sobrina―. ¿Qué misericordia es esa?
   –La misericordia de Dios ―respondió don Quijote― es que yo ya tengo juicio, libre y claro, sin las sombras oscuras de la ignorancia en que caí por leer tantos libros de caballerías. Ya conozco sus disparates y sólo me duele no tener tiempo para leer otros libros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de morir y no quisiera dejar fama de loco, que, puesto que lo he sido, no quiero confirmar esta verdad en mi muerte.
   Llegaron entonces el cura, el bachiller Sansón y el barbero Nicolás. Apenas los vio don Quijote les dijo:
   –Alegraos, buenos señores, porque yo ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, llamado por mis costumbres el Bueno. Soy enemigo de Amadís de Gaula y de todos los demás caballeros andantes; me son odiosas todas las historias de la caballería andante y quisiera no haberlas leído nunca.
   Todos creyeron que se trataba de otra nueva locura, por lo cual dijo Sansón:
   –¿Ahora, señor don Quijote, que sabemos que está desencantada Dulcinea sale vuestra merced con esto? ¿Ahora que estamos a punto de ser pastores para pasar la vida cantando, quiere hacerse monje? Calle y déjese de cuentos.
   –Yo, señores ―dijo don Quijote―, siento que me voy muriendo a toda prisa. Déjense de burlas y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano [210 - escribano – ïèñàðü] para hacer testamento.
   Se quedaron solos el cura y don Quijote y, acabada la confesión, salió el cura diciendo:
   –Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno.
   Estas noticias provocaron el llanto del ama, de la sobrina y de Sancho Panza, porque don Quijote antes y después fue siempre un hombre tranquilo y de agradable trato, por lo que era bien querido por todos cuantos lo conocían. Entró el escribano para hacer el testamento y dijo don Quijote:
   –Es mi voluntad que a mi escudero Sancho Panza se le pague lo que le debo con los dineros que tiene míos y, si algo sobra, sea también para él. Y si estando loco le ayudé a conseguir el gobierno de la ínsula, ahora que estoy cuerdo le daría un reino, si pudiera; porque su sencillez y fidelidad lo merecen.
   Y volviéndose a Sancho le dijo:
   –Perdóname, amigo, por haberte dado ocasión de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo había caído creyendo que hubo y hay caballeros andantes.
   –¡Ay! ―respondió Sancho llorando―. No se muera vuestra merced y viva muchos años, que la mayor locura que puede hacer un hombre es dejarse morir. No sea perezoso, levántese y vámonos al campo vestidos de pastores, como hemos acordado. Quizá encontremos detrás de algún arbusto a la señora Dulcinea desencantada. Si se muere de pesar por haber sido vencido, écheme a mí la culpa, diga que yo ensillé mal a Rocinante y por eso se cayó. Además, el que hoy es vencido puede ser mañana vencedor.
   –Así es ―dijo Sansón―, y el buen Sancho dice la verdad.
   –Señores ―dijo don Quijote―, yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pero volvamos al testamento; dejo toda mi hacienda a Antonia Quijana, mi sobrina aquí presente, y le mando que pague a mi ama el salario que le debo por el tiempo que me ha servido, más veinte ducados para su vestido. Digo también que, si mi sobrina quisiera casarse, lo haga con un hombre que no sepa qué son los libros de caballerías; si no es así, perderá la hacienda, que se dedicará a obras piadosas. Suplico al señor cura y al señor Sansón Carrasco que, si llegan a conocer al autor de la historia que anda por ahí llamada Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, le pidan perdón por la ocasión que le he dado para escribir tantos y tan grandes disparates como en ella escribe.
   Con esto terminó el testamento. Don Quijote sintió un desmayo y se tumbó en la cama todo lo largo que era. Estuvo así de débil tres días y después de recibir los últimos sacramentos, entre los sollozos de los que le acompañaban, murió.
   El escribano dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiera muerto en su cama tan tranquilamente y tan cristiano como don Quijote.
   El cura pidió al escribano que diera testimonio de la muerte de Alonso Quijano el Bueno, llamado Don Quijote de la Mancha, para quitar la ocasión de que un autor distinto de Cide Hamete Benengeli lo resucitara falsamente e hiciera inacabables historias de sus hazañas.



   Vocabulario

   adj – èìÿ ïðèëàãàòåëüíîå
   com – èìÿ ñóùåñòâèòåëüíîå îáùåãî ðîäà
   f – èìÿ ñóùåñòâèòåëüíîå æåíñêîãî ðîäà
   m – èìÿ ñóùåñòâèòåëüíîå ìóæñêîãî ðîäà
   vi – íåïåðåõîäíûé ãëàãîë
   vr – âîçâðàòíûé ãëàãîë
   vt – ïåðåõîäíûé ãëàãîë

   acerom ― ñòàëü
   acobardarsevr ― ñòðàøèòüñÿ, ïóãàòüñÿ
   ajenoadj ― ÷óæîé, ÷óæäûé
   alcornoquem ― ïðîáêîâûé äóá
   ansiosoadj ― òðåâîæíûé, áåñïîêîéíûé
   antorchaf ― ôàêåë
   arbustom ― êóñò
   arrimarsevr ― ïðèáëèæàòüñÿ, ïîäõîäèòü
   arrojarsevr ― áðîñàòüñÿ, ðèíóòüñÿ
   arruinarsevr ― ðàçðóøèòüñÿ
   asnom ― îñ¸ë
   ásperoadj ― ñóðîâûé
   astuciaf ― õèòðîñòü, ëóêàâñòâî
   avellanaf ― ëåñíîé îðåõ
   azotarvt ― áèòü, õëåñòàòü
   bellotaf ― æ¸ëóäü
   berenjenaf ― áàêëàæàí
   boboadj ― ãëóïûé
   bordarvt ― âûøèâàòü
   bostezarvi ― çåâàòü
   broncem ― áðîíçà
   bueym ― áûê
   bultom ― ôèãóðà, ñèëóýò
   caceríaf ― îõîòà
   canaf ― ñåäîé âîëîñ
   canallaf ― ïîäëåö, ìåðçàâåö
   capillaf ― ÷àñîâíÿ
   cascadaf ― âîäîïàä
   castañom ― êàøòàí
   cebadaf ― ÿ÷ìåíü
   cedervt ― óñòóïèòü
   codiciaf ― àë÷íîñòü, æàäíîñòü
   cohetem ― ðàêåòà
   cóleraf ― ãíåâ
   conchaf ― ïàíöèðü
   constelaciónf ― ñîçâåçäèå
   consuelom ― óòåøåíèå, óñïîêîåíèå
   corralm ― äâîð, çàãîí
   cortezaf ― êîðà
   cozm ― ëÿãàíèå, óäàð êîïûòîì
   cuerdoadj ― ðàçóìíûé, ñîçíàòåëüíûé
   cuervom ― âîðîí
   cuevaf ― ïåùåðà
   chatoadj ― êóðíîñûé, ñïëþùåííûé
   derrotaf ― ïîðàæåíèå
   descontarvt ― âû÷èòàòü
   desdénm ― áåçðàçëè÷èå, ïðåíåáðåæåíèå
   desdichaf ― áåäà, íåñ÷àñòüå
   despreciarf ― ïðåçèðàòü, íå ïðèçíàâàòü
   dichosoadj ― çëîïîëó÷íûé, ïðîêëÿòûé
   discretoadj ― ðàçóìíûé, óìåðåííûé
   encinaf ― êàìåííûé äóá
   enredom ― ïóòàíèöà
   enrollarvt ― íàìàòûâàòü
   ensillarvt ― ñåäëàòü
   esclavom ― ðàá
   escopetaf ― ðóæü¸
   escudom ― ùèò
   escurrirsevr ― ïîñêîëüçíóòüñÿ
   esfuerzom ― óñèëèå
   fidelidadf ― ïðåäàííîñòü, âåðíîñòü
   fingidoadj ― ïðèòâîðíûé, ôàëüøèâûé
   forzarvt ― âûíóæäàòü, áðàòü ñèëîé
   frotarsevr ― íàòèðàòüñÿ
   furiaf ― ÿðîñòü
   galgoadj ― áîðçîé
   gamom ― ëàíü (ñàìåö)
   garraf ― (êîãòèñòàÿ) ëàïà
   guisarvt ― ãîòîâèòü, ñòðÿïàòü
   herejecom ― åðåòèê
   hipocresíaf ― ëèöåìåðèå, õàíæåñòâî
   honestidadf ― ÷åñòíîñòü
   honraf ― ÷åñòü, äîñòîèíñòâî
   huérfanom ― ñèðîòà
   impertinenteadj ― íåóìåñòíûé, íåïîäõîäÿùèé
   ingeniom ― èçîáðåòàòåëüíîñòü, íàõîä÷èâîñòü, ëîâêîñòü
   instintom ― èíñòèíêò
   iraf ― íåãîäîâàíèå, ÿðîñòü
   jaulaf ― êëåòêà
   labradorm ― çåìëåäåëåö, êðåñòüÿíèí
   lamentom ― ïëà÷, ñòåíàíèå
   lanzaf ― êîïü¸, ïèêà
   lealadj ― âåðíûé, ïðåäàííûé
   librarsevr ― îñâîáîäèòüñÿ, ñáåæàòü
   liebref ― çàÿö
   limosnaf ― ìèëîñòûíÿ
   machacarvt ― ðàçáèâàòü, ïîáåæäàòü
   matorralm ― çàðîñëè êóñòàðíèêà
   manjarm ― ñúåñòíîå, ÿñòâà
   maldecirvt ― ïðîêëèíàòü
   mantom ― ìàíòèÿ, íàêèäêà
   máscaraf ― ìàñêà
   misericordiaf ― ìèëîñåðäèå, ñîñòðàäàíèå
   modalesm ― ìàíåðû
   mostazaf ― ãîð÷èöà
   mulaf ― ìóëèöà
   murciélagom ― ëåòó÷àÿ ìûøü
   musaf ― ìóçà
   navajaf ― ñêëàäíîé íîæ
   pajarm ― ñåíîâàë
   parirvt ― ðîæàòü, ïðîèçâîäèòü íà ñâåò
   pastoriladj ― ïàñòóøåñêèé
   perezaf ― ëåíîñòü, íåðàñòîðîïíîñòü
   perjuiciom ― âðåä, óùåðá
   perlaf ― æåì÷óã
   piropom ― êîìïëèìåíò
   pleitom ― òÿæáà
   podarvt ― îáðåçàòü, ïîäñòðèãàòü
   pozom ― êîëîäåö
   pradom ― ëóã
   predicarvt ― âîñõâàëÿòü
   raptorm ― ïîõèòèòåëü
   rebañom ― ñòàäî, îòàðà
   rebuznarvi ― ðåâåòü (îá îñëå)
   regañarvi ― çëèòüñÿ
   remediarvt ― îãðàæäàòü, ñïàñàòü
   remom ― âåñëî
   rencorm ― çëîáà, çëîïàìÿòñòâî
   rendirsevr ― ñäàâàòüñÿ
   renunciarvt ― îòðåêàòüñÿ, îòñòóïàòüñÿ
   resguardarsevr ― çàùèùàòüñÿ, îãðàæäàòüñÿ
   robustoadj ― ñèëüíûé, ìîùíûé
   rodarvi ― êàòèòüñÿ, êðóòèòüñÿ
   roncarvi ― õðàïåòü
   sepulturaf ― ìîãèëà
   siegaf ― æàòâà
   sollozom ― âñõëèïûâàíèå, ïëà÷
   sosiegom ― ñïîêîéñòâèå, òèøèíà
   suplicarvt ― óìîëÿòü
   suspirarvi ― âçäûõàòü
   tapiarvt ― îáíîñèòü îãðàäîé
   testamentom ― çàâåùàíèå
   tiranom ― òèðàí
   tomillom ― òèìüÿí
   tocinom ― ñâèíîå ñàëî
   tortugaf ― ÷åðåïàõà
   traidorm ― ïðåäàòåëü, èçìåííèê
   trapom – ëîñêóò, òðÿïêà
   trastornarvt ― äîâåñòè äî ñóìàñøåñòâèÿ
   trayectom ― îòðåçîê ïóòè
   trigom ― ïøåíèöà
   velaf ― ñâå÷à
   vendaf ― (óñò.) ïîñòîÿëûé äâîð
   vengarvt ― ìñòèòü
   verdugom ― èçâåðã
   viciom ― íåäîñòàòîê, èçúÿí
   viñaf ― âèíîãðàäíèê
   vomitarvt ― ñòîøíèòü
   yeguaf ― êîáûëà, êîáûëèöà