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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XIII

Acabaron su cena silenciosamente Watson y Robledo, preocupados por lo que había ocurrido horas antes en el parque inventado por Canterac.

Un obstáculo invencible parecía haberse levantado entre los dos. Watson tenía el rostro sombrío y evitaba mirar á Robledo. Éste, al poner de vez en cuando los ojos en su asociado, sonreía con una expresión amarga. Pensaba en Elena, dominadora y malvada, que tal vez había aconsejado á Ricardo contra él.

Se levantó el joven de la mesa, saludando con algunas palabras confusas, y tomó el sombrero para salir.

«Va á verla – se dijo el español. – Ya no vive tranquilo si no está á su lado.»

En la calle central encontró Watson muchos grupos discutiendo acaloradamente. Los rectángulos rojos que proyectaban sobre el suelo las puertas del boliche eran eclipsados con frecuencia por las sombras de los que entraban y salían. Adivinó que todos disputaban sobre lo ocurrido aquella tarde, tomando partido por el ingeniero ó por el contratista.

Al llegar á la casa de Elena, salió á recibirle Sebastiana en lo alto de la escalinata. La mestiza también se mostraba preocupada por los sucesos de la tarde.

Miró á Ricardo con severidad, pensando sin duda en la niña de la estancia. ¡Ay, los hombres! Hasta este gringo que ella creía buenazo resultaba tan perverso como los otros.

Pasó adelante el joven, sin fijarse en tal mirada, y encontró en el salón á Elena que parecía esperarle.

Quiso ocupar una butaca, pero la marquesa se opuso.

– No; aquí, á mi lado. Así nadie podrá oirnos.

Y lo obligó á sentarse en el sofá, junto á ella.

Tenía el rostro pálido y la mirada dura, como si aún estuviese conmovida por recientes y desagradables impresiones. La pelea de Pirovani y Canterac había pasado á segundo término en su memoria. Le molestaba más, haciéndola estremecerse de cólera, la imagen de Celinda con el látigo levantado.

Pero olvidó su rencor al ver que Ricardo acudía puntualmente, atendiendo el ruego que ella le había hecho al anochecer para que pasase la velada en su casa. Al notar que Watson miraba con inquietud las puertas del salón, creyó oportuno tranquilizarlo.

– Nadie vendrá. Mi marido está en su cuarto, quebrantado por una mala noticia que ha recibido de Europa… Una desgracia de familia que esperábamos hace tiempo; algo que en realidad no me interesa mucho.

Luego cambió de gesto y de voz, para continuar hablando.

– ¡Cuánto agradezco que haya usted venido!… Temblaba ante la idea de pasar sola estas horas de la noche. ¡Me aburro tanto aquí!… Por eso le supliqué hoy, cuando nos separamos, que no me abandonase…

Y al decir esto tomó una mano de Watson, contemplándole al mismo tiempo con ojos acariciadores.

El joven se sintió halagado en su vanidad masculina por esta mirada, pero surgió en su memoria inmediatamente el recuerdo de lo ocurrido aquella tarde.

– ¿Por qué han reñido esos dos hombres?… ¿Fué por usted?…

Quedó ella indecisa; y al fin, entornando los ojos, contestó con cierto abandono:

– Tal vez; pero yo los desprecio á los dos. Para mí sólo existe usted, Ricardo.

Puso sus manos en los hombros de él, y al hacer esto, pareció estirarse con felina ondulación, aproximando su rostro.

– Sospecho – murmuró – que vamos á ir tal vez más allá de los límites de una simpatía amistosa. ¡Me interesa usted tanto! …

Excitados por la soledad, sentían ambos en su interior la audacia de un deseo vehemente. Iban á correr en breves minutos un camino que á él, en su inexperiencia, le había parecido siempre que exigiría larguísimas jornadas. Elena pensó en la amazona juvenil que había querido golpearla. Su vanidad ultrajada y el deseo de vengarse le hicieron adoptar mentalmente cínicas resoluciones, celebrándolas con una risa oculta que pareció reflejarse en sus ojos.

«Ya que eres celosa – pensaba – , debes serlo con motivo. Yo te devolveré el latigazo.»

Además, al recordar cómo aquellos dos hombres se habían golpeado en su presencia, sin que esto le causase profunda emoción, creyó, con un ilogismo propio de su cerebro desordenado, que el medio más seguro para restablecer la paz entre ambos era que ella se entregase á un tercero, más digno de su interés.

Watson, por su parte, consideraba á esta mujer más hermosa y apetecible después que dos hombres habían intentado matarse á causa de ella. Una sensación de orgullo varonil, de vanidad sexual, se mezclaba con las emociones que iban despertando en su interior las palabras de la Torrebianca y el contacto de su cuerpo.

Al descansar ella las manos sobre sus hombros, había acabado por juntarlas, y poco á poco el joven se sintió aprisionado por unos brazos adorables. Algo se reanimó en su pensamiento, como una llama moribunda que resucita. Creyó ver el rostro noble y triste de su compañero Torrebianca, é inmediatamente quiso hacer un movimiento negativo y echarse atrás, repeliendo á Elena… No podía traicionar á un camarada. Era innoble proceder así, estando bajo el mismo techo que el otro y separado de él solamente por unos tabiques. Luego se vió á sí mismo y vió á Celinda, cuando marchaban los dos alegremente por el campo. Quiso mover otra vez su cabeza negativamente y parpadeó con una expresión angustiosa, pretendiendo defenderse y teniendo al mismo tiempo la certidumbre de que le sería imposible.

«¡Pobrecita Flor de Río Negro!», pensó.

Los brazos que rodeaban su cuello le oprimieron dulcemente y tiraron de su cabeza, inclinándola poco á poco hacia el rostro femenil que avanzaba unos labios ávidos y audaces. Las dos bocas acabaron por unirse, y Ricardo pensó que ese beso iba á ser interminable.

Experimentaba la sorpresa del que al entrar en un palacio maravilloso ve francas las puertas de un segundo salón todavía más admirable, y luego penetra en un tercero que le parece superior, perdiéndose en lontananza la sucesión de habitaciones deslumbradoras abiertas ante él.

Cuando se imaginaba haber poseído por entero aquella boca, los labios se entreabrían con un bostezo de fiera, dejándole avanzar para revelarle inéditos contactos de estremecedora voluptuosidad. Creía ya agotadas todas las sensaciones ocultas entre aquellas dos valvas carnosas, suaves y húmedas, y nuevos escalofríos de placer bajaban verticalmente por el dorso de su cuerpo.

Pensó confusamente, en aquel momento, lo mismo que todos los personajes simples de la Presa que corrían enloquecidos detrás de la Torrebianca: «Esta es la verdadera mujer. Sólo merecen admiración las hembras que han conocido la vida elegante.»

Vagaron las manos de él sobre los relieves del cuerpo adorable, intentando libertarlos del encierro de las ropas…

De pronto se repelieron los dos con el empellón de la sorpresa, procurando al mismo tiempo reparar el desorden externo de sus personas. Al otro lado de la puerta, Sebastiana golpeaba la madera con los nudillos, pidiendo licencia para entrar. La mestiza era demasiado bien criada para abrir una puerta sin permiso; pero antes de solicitarlo, creía oportuno siempre mirar un poco por el ojo de la cerradura. Cuando asomó al fin la cabeza entre las dos hojas de madera, dijo bajando sus ojos maliciosos:

– Mi antiguo patrón don Pirovani quiere ver á la señora. Parece que trae prisa.

Ricardo se levantó para irse y Elena le rogó que se quedase, prometiendo despedir en un momento al intruso. Pero el joven se había serenado, dándose cuenta del peligro que acababa de correr, y quiso aprovechar esta ocasión para marcharse, antes de quedar otra vez á solas con ella. Casi tropezó en la puerta con el contratista, que entraba saludando desde lejos á la «señora marquesa». Estrechó su mano y desapareció inmediatamente.

Elena no quiso ocultar la cólera que le había producido esta visita inoportuna, y recibió al italiano con visible mal humor.

Se mantuvo de pie para hacerle comprender que su entrevista debía ser corta; pero el otro, distraído por sus preocupaciones, pidió permiso para sentarse, y antes de que ella respondiese ocupó un sillón. La Torrebianca se limitó á apoyar su cuerpo en el borde de una mesa.

– Mi marido está algo enfermo – dijo – , y necesito atenderle… No es cosa de cuidado: la emoción por una desgracia de familia. Pero hablemos de usted: ¿qué le trae aquí á estas horas?…

Tardó Pirovani en contestar, para que de este modo sus palabras resultasen más solemnes.

– El señor de Canterac cree que debamos batirnos á muerte después de lo de esta tarde.

Ella, que sólo pensaba en Watson y estaba nerviosa por la presencia del hombre que lo había ahuyentado, hizo un leve gesto revelador de que la noticia no le interesaba. Luego procuró disimular su indiferencia, diciendo:

– No encuentro extraordinaria la proposición. Si yo fuese hombre, haría lo mismo que él.

Pirovani, que vacilaba hasta poco antes por creer disparatado el reto de Canterac, se levantó de su sillón con aire resuelto.

– Entonces – dijo – , si á usted le parece bien, no hay más que hablar. Me batiré con el francés y me batiré si es preciso con medio mundo, para que usted se convenza de que soy digno de su estimación.

Al hablar así había tomado una mano de Elena, pero esta mano le pareció tan blanda y muerta, que tuvo que soltarla, descorazonado. Ella hizo un gesto de cansancio mirando hacia el interior de la casa, donde estaba su marido. Este gesto indicó á Pirovani que debía marcharse, y el contratista se apresuró á obedecerla; pero mientras se dirigía hacia la puerta todavía la atormentó con palabras y gestos de enamorado que desea inspirar admiración por su heroísmo.

Cuando Elena se vió sola, llamó á gritos á Sebastiana. La mestiza tardó en presentarse. Había tenido que ir hasta la puerta de la calle, acompañando á su antiguo patrón.

– Vea si puede alcanzar al señor Watson – ordenó Elena apresuradamente. – No debe estar lejos; dígale que vuelva.

La mestiza sonrió, bajando sus ojos para decir con fingida simplicidad:

– No es fácil alcanzarlo. Salió disparado, como si huyese del demonio.

Al abandonar su antigua casa, se dirigió Pirovani á la de Robledo. Éste leía un libro apoyándolo en la lámpara de petróleo que ocupaba el centro de su mesa. Al ver entrar al contratista, le saludó con gestos y exclamaciones de reproche.

– Pero ¿qué ha sido eso?… Un hombre de su edad y de su carácter… ¡Ni que fuese usted un muchacho de quince años que se pelea por la novia!…

El italiano repelió con altivo ademán esta admonición, juzgándola tardía, y dijo solemnemente, como si le enorgulleciesen sus propias palabras:

– Me bato á muerte con el capitán Canterac, y vengo á buscarle para que usted y Moreno sean mis padrinos.

Prorrumpió Robledo en exclamaciones de escándalo, al mismo tiempo que levantaba las manos para hacer más patente su protesta.

– ¿Usted cree que yo voy á mezclarme en sus disparates y á parecer tan falto de juicio como usted ó como el otro?…

Y siguió hablando contra la absurda petición de Pirovani, pero éste movía la cabeza con tenacidad haciendo signos negativos. Estaba resuelto á todo después de haber oído á Elena.

– Yo soy un hombre de origen humilde – dijo – , un hombre que sólo conoce el trabajo, y necesito demostrar que no le tengo miedo á ese señor acostumbrado al manejo de las armas.

Robledo se encogió de hombros al oir unas palabras que consideraba absurdas. Al fin se cansó de protestar en vano.

– Veo que es inútil querer infundirle un poco de sentido común… Bueno; accedo á representarle, pero con la condición de que será para arreglar el asunto lógicamente, evitando el duelo.

El contratista tomo una actitud caballeresca, como si acabase de recibir una ofensa.

– No; el duelo lo quiero á muerte. Yo no soy un cobarde ni he venido en busca de arreglos.

Luego expresó lo que verdaderamente pensaba.

– Aunque no he recibido una educación brillante, sé lo que hay que hacer en casos como el presente. Conozco, además, la opinión de personas muy altamente colocadas. Debo batirme, y me batiré.

Dijo esto con tal sinceridad, que Robledo pensó en Elena al oírle mencionar las «altas personas» que le habían aconsejado. Le miró con lástima, manifestando á continuación, de un modo brusco, que se negaba á apadrinarle.

Convencido Pirovani de que nada conseguiría, se despidió de él, dirigiéndose á la casa de Moreno.

Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, don Carlos Rojas recibió una visita. Estaba en la puerta del edificio principal de su estancia, cuando vió llegar á un jinete vestido como es de uso en las ciudades y sobre un caballejo que le hizo sonreir. Era el oficinista.

– ¿Adónde va montado en ese mancarrón?… Eche pie á tierra. ¿No le parece que tomemos un mate, amigazo?…

Entraron los dos en aquella pieza que servía de salón y despacho á don Carlos, y mientras una criadita preparaba el mate, vió el oficinista por una puerta entreabierta á la hija de Rojas sentada en una butaca de mimbres, con aire pensativo y triste. Llevaba traje femenil, y al abandonar las ropas masculinas parecía haber perdido su audacia alegre de muchacho revoltoso.

La saludó Moreno desde el otro lado de la puerta, y ella contestó á su saludo melancólicamente.

– Ahí la tiene usted – dijo el padre – ; parece otra. Cualquiera creería que está enferma. Son cosas de los pocos años.

Sonrió Celinda con indolencia, haciendo un signo negativo al oir la suposición de su enfermedad. Después abandonó aquella habitación, demasiado inmediata al despacho, para que los dos hombres pudieran hablar libremente.

Cuando hubieron tomado el primer mate, Rojas ofició un cigarro á Moreno para que «pitase», y encendiendo el suyo se preparó á escuchar.

– ¿Qué le trae por estos pagos, tinterillo?… Porque usted no es hombre de á caballo, y cuando echa una galopada debe ser por algo.

El oficinista, al que apodaba «tinterillo» el estanciero, siguió fumando con la calma de un oriental que considera conveniente excitar la curiosidad de su interlocutor antes de emprender la conversación.

– Usted, don Carlos – dijo al fin – , fué en su juventud hombre de armas. Me han contado que cuando vivía en Buenos Aires tuvo varios duelos por asuntos de hembras.

Miró Rojas á un lado y á otro, por si la niña andaba cerca y podía oírle. Luego sonrió con la vanidad que sienten los hombres entrados en años al recordar las audacias y desafueros de su juventud, y dijo con una falsa modestia:

– ¡Bah! ¡Quién se acuerda de eso! Muchachadas, ché; cosas que se usaban entonces.

Creyó necesario Moreno hacer una larga pausa, y añadió:

– El ingeniero Canterac y el contratista Pirovani se batirán mañana en duelo… Pero el duelo es á muerte.

Don Carlos mostró sinceramente su estrañeza.

– ¿Pero aún están de moda esas cosas?… ¡Y aquí! ¡en pleno desierto!

Moreno hizo gestos afirmativos y quedó silencioso. Calló también el estanciero, mirándolo interrogativamente. ¿Y qué tenía que ver él con todo esto?… ¿Acaso había hecho el viaje por el simple placer de darle tal noticia?…

– Canterac – dijo el oficinista – tiene por padrinos al marqués de Torrebianca y al gringo Watson. Como los dos son ingenieros, no pueden negar un servicio tan importante á un camarada.

A Rojas le pareció esto muy natural. Pero ¿qué podía importarle á él que los padrinos fuesen unos ó fuesen otros?

– Pirovani sólo cuenta conmigo – siguió diciendo Moreno – , y yo vengo á buscarle, don Carlos, para que me saque del apuro como hombre de armas, y sea también padrino del italiano.

Protestó el estanciero con vehemencia.

– ¡Déjese de macanas, ché!… ¿Por qué voy á mezclarme en esos entreveros de las gentes del campamento, cuando todos son amigos míos? Además, ya estoy viejo para meterme en tales cosas y no quiero hacer un papelón.

Insistió Moreno, y durante algunos minutos discutieron los dos hombres. Al fin don Carlos pareció ablandarse seducido por el misterio que creía entrever en este duelo inesperado. Valiéndose de su condición de padrino, tal vez averiguaría cosas muy graciosas é interesantes.

– Bueno, ché; será como usted quiere. ¡Qué no me hará hacer este tinterillo!

Luego sonrió picarescamente, golpeando al oficinista en una pierna, al mismo tiempo que le preguntaba bajando la voz:

– ¿Y por qué quieren matarse? ¿Cuestión de mujeres?… De seguro que anda de por medio esa marquesa que á toditos los trae locos.

Tomó Moreno una actitud misteriosa, al mismo tiempo que se llevaba un dedo á los labios para imponerle silencio.

– Prudencia, don Carlos. Piense que el marqués tratará con nosotros como padrino, y por ser experto en esto de los duelos tal vez dirija el combate.

El estanciero empezó á reir, dando nuevos golpes en las piernas de su amigo. Fué tal su risa, que en ciertos momentos se llevó una mano á la garganta como si temiera ahogarse.

– Pero ¡qué lindo, ché!… Y es el marido el que va á dirigir el desafio… Y los otros dos se pelean por su mujer… Pero ¡qué gringos tan sabrosos! Me gustará ver eso… ¡Cosa bárbara!

Luego añadió, serenándose:

– Sí que acepto el ser padrino. Eso vale más que una comedia en Buenos Aires ó una de esas historias del biógrafo que traen loca á mi niña.

A media tarde, luego de haber almorzado en la estancia de Rojas, volvió Moreno á la Presa y echó pie á tierra frente á la antigua casa de Pirovani.

Torrebianca se paseaba por la habitación que le servía de despacho. Iba vestido de luto y su aspecto era aún más triste y desalentado que en los días anteriores. Al pasearse se detenía algunas veces junto á su mesa, donde estaba abierta una caja de pistolas. Había pasado una parte de la tarde limpiando estas armas ó contemplándolas pensativo, como si su vista evocase lejanos recuerdos. Cuando olvidaba las pistolas miraba una fotografía puesta sobre la misma mesa y que era la de su madre. Esta contemplación humedecía sus ojos.

Moreno, después de saludarle, se apresuró á decir que ya había encontrado compañero y venía autorizado plenamente por él para la discusión de los preparativos del combate. El marqués aprobó con un saludo ceremonioso y luego le fué mostrando sus pistolas.

– Las traje de Europa, y han servido varias veces en lances tan graves como el nuestro. Examínelas bien; no tenemos otras, y deben ser aceptadas por las dos partes.

El oficinista manifestó que tenía por inútil este examen, aceptando todo lo que hiciese el otro.

Siguió hablando el marqués con una dignidad caballeresca que impresionaba á Moreno.

«Este pobre señor – pensó – no conoce su verdadera situación. Y es un hombre bueno y pundonoroso: un caballero que ignora los actos de su mujer y el triste papel que va á representar.»

Mientras el argentino le miraba con simpática conmiseración, Torrebianca siguió hablando.

– Como ninguno de los dos quiere dar explicaciones, y las injurias son de indiscutible gravedad, el duelo lo concertaremos á muerte. ¿No opina usted así, señor?…

El oficinista, que se había puesto muy serio al darse cuenta de la importancia de esta conversación, aprobó silenciosamente con movimientos de cabeza.

– Mi representado – continuo el marqués – no se contenta con menos de tres tiros á veinte pasos, pudiendo apuntar durante cinco segundos.

Parpadeó Moreno para expresar el asombro que le producían tales condiciones, y quiso negarse á admitirlas; pero se acordó de una segunda conversación que había tenido con Pirovani aquella mañana, antes de ir á la estancia de Rojas.

Parecía transfigurado el italiano por un entusiasmo belicoso. Celebraba esta ocasión que le iba á permitir mostrarse ante la «señora marquesa» en la misma actitud de un héroe de novela.

«Acepto todas las condiciones – había dicho á Moreno – por terribles que sean. Quiero hacer ver que, aunque empecé como un simple trabajador, soy más valiente y más caballero que ese capitán.»

Acabó el oficinista por mover otra vez su cabeza afirmativamente.

– Esta noche – continuó el marqués – nos reuniremos los cuatro padrinos en casa de Watson para fijar por escrito las condiciones, y mañana á primera hora será el encuentro.

Manifestó el representante de Pirovani que don Carlos Rojas no podría asistir á tal reunión, por haber ido á Fuerte Sarmiento en busca de un médico que presenciase el duelo; pero él suscribiría todos los documentos necesarios en nombre de su amigo. Y los dos padrinos dieron por terminada su entrevista.

Al salir Moreno de la casa vió al comisario de policía junto á la escalinata, como si estuviera esperándole. Don Roque se expresó con indignación.

– Ustedes se figuran que pueden hacer lo que quieran, como si en esta tierra no hubiese autoridad, ni ley, ni nada, y aún mandasen en ella los indios. Yo soy el comisario de policía, ¿sabe, ché? y mi obligación es impedir que los demás hagan locuras. Dígame cuándo será eso del duelo… Necesito saberlo.

Moreno se resistió á hacer tal revelación, y el comisario, en vista de su rebeldía, fué dulcificando el tono de su voz.

– Dígamelo y no sea cachafaz. Piensen todos ustedes que no está bien que ocurran aquí tales cosas hallándome yo presente. Dígame cuándo será eso… para marcharme antes.

Le habló al oído el padrino, y él estrechó su mano agradeciendo la confidencia. Luego fué en busca de su caballo, que estaba cerca, y al poner el pie en el estribo, dijo en voz baja:

– Voy á pasar la noche en Fuerte Sarmiento, y no volveré hasta mañana por la tarde… Hagan lo que quieran. Yo lo ignoro todo.


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