Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес
Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование
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Cuando la mestiza se hubo marchado, Manos Duras tardó en volver al boliche. Prefería estar solo y en la obscuridad, por parecerle que así podía saborear mejor su satisfacción. Entraba en su regocijo una gran parte de asombro. ¿Cómo podía él imaginarse aquella tarde, al vagar ante la vivienda de la señorona, que ésta le enviaría un recado para que fuese á verla á solas en la misma noche?…
Al hacer su ofrecimiento á Sebastiana en el corral de la casa, había obedecido á los impulsos de una caballerosidad á su manera. Deseaba aparecer ante la marquesa como un individuo distinto á los demás habitantes del pueblo y había ofrecido su protección sin esperanza de que ella la aceptase… Y unas horas después le buscaba. ¿Qué desearía pedirle?…
Luego desechó las dudas que empezaban á enturbiar su gozo, sintiéndose fortalecido por un orgullo varonil. Él, aunque fuese un pobre rústico, era un hombre como los demás, mejor que los demás, pues todos le tenían miedo… ¡y estas gringas venidas del otro mundo resultaban á veces tan caprichosas!… Acabó por sonreir vanidosamente.
«Lo que yo pienso – se dijo – : ¡todas son unas!… ¡Todas iguales!»
Y volvió al boliche para sentarse entre sus amigos, en espera de la hora.
Robledo y Watson acababan en aquel momento de cenar, y oyeron que alguien llamaba á la puerta de su vivienda.
Se sorprendió un poco el español al ver entrar á Torrebianca vestido con un traje negro de ciudad y una corbata de luto, pero todo cubierto de polvo, de tal modo que sus ropas parecían grises y su cabeza y sus bigotes completamente blancos.
– Vengo de Fuerte Sarmiento, de enterrar al pobre Pirovani… Me ha traído Moreno en su coche.
Le invitó Robledo á sentarse á la mesa.
– Puedes cenar aquí, si no quieres ir en seguida á tu casa.
Torrebianca hizo un movimiento negativo.
– No pienso volver á mi casa.
Dijo esto con tal energía, que Robledo quedó mirándole fijamente. Mostraba una excitación que hacía temblar sus manos y atropellaba el curso de sus palabras.
– He comido algo con Moreno antes de salir de allá… Pero comeré otra vez… ¡Ay, la muerte! ¡Pobre Pirovani!… También beberé un poco.
A pesar de que hablaba de su hambre, apenas tocó los distintos platos que le fué ofreciendo la criada de la casa. En cambio bebió mucho vino, pero de un modo maquinal, sin saber ciertamente lo que bebía.
El español había creído percibir, desde la entrada de su amigo, cierto olor de ginebra. Indudablemente él y Moreno habían tomado algunas copas de este licor antes de emprender su regreso. Tal vez esto era el motivo de su excitación, por no estar acostumbrado á las bebidas alcohólicas.
Watson, que había terminado de cenar, se fijó en la tenacidad con que le miraba Torrebianca. Parecía indicarle con los ojos que su presencia era inoportuna.
– ¿Moreno se ha quedado en su casa? – preguntó.
Y se fué, pretextando la conveniencia de hablar con el oficinista para saber lo que pensaba escribir al gobierno sobre la necesidad de reanudar las obras.
Cuando Robledo y Torrebianca quedaron solos, éste pareció otro hombre. Se fué desvaneciendo su excitación, bajó los ojos, y el español creyó que se empequeñecía en su asiento, como algo blando que se desplomaba, falto de sostén interior. Toda la falsa energía del alcohol había desaparecido de golpe, y Torrebianca estaba allí, ante su vista, con un aspecto que hacía recordar el de una envoltura de goma súbitamente deshinchada.
– Necesito que me oigas – dijo levantando hacia su amigo unos ojos humildes é implorantes. – Tú eres lo único que me queda en el mundo, la sola persona que me quiere… y por lo mismo me debes la verdad. Hoy, mientras enterraban al infeliz Pirovani, no pensaba en otra cosa. «Es preciso que vea á Robledo. El me dirá lo que debo creer de todo esto…» Pero aún no te he dicho que «todo esto» es lo que noto en torno de mí desde ayer, las miradas de la gente, los gestos de antipatía, las palabrotas que creo adivinar y que después me resisto á haber adivinado… ¡Ay! ¡Es tan horrible todo eso!
Cada vez más desalentado y humilde, apoyó Torrebianca su frente en las manos. Robledo quiso decir algunas palabras para infundirle energía, pero él le interrumpió.
– Luego hablarás. Es preciso que oigas primeramente cosas que no sabes ó que yo te conté y has olvidado. Pero antes necesito hacerte una pregunta. ¿Tú crees que mi mujer me engaña?…
Quedó el español sorprendido por tales palabras y transcurrieron algunos segundos sin que pretendiese responder á ellas. Su amigo pareció sentir de pronto un gran temor á que el otro contestase, y para evitarlo empezó á relatar su propia historia desde que conoció á Elena.
Una parte la había oído ya Robledo en París: cómo se encontraron él y ella en Londres, la nobleza de su familia allá en Rusia, la alta posición de su marido en la corte de los zares. Pero ahora el tono del narrador era otro, y Torrebianca parecía dudar de aquel pasado que siempre había admitido de buena fe, exhibiéndolo con orgullo.
Además, entre las líneas generales de esta historia Federico iba revelando á su amigo nuevos episodios. Parecía ver con mayor relieve las cosas pasadas, fijándose en detalles hasta entonces inadvertidos. Siempre había frecuentado su casa un amigo íntimo, un amigo favorito, al que trataba su mujer con gran confianza, asegurando que lo conocía de los tiempos en que era soltera y vivía con su noble familia. El marqués se había batido dos veces por su esposa, viéndola calumniada repentinamente por hombres que hasta poco antes frecuentaban sus salones. Aún se acordaba con remordimiento de cierto amigo suyo al que hirió gravemente en uno de tales lances.
– Te he contado – siguió diciendo – toda mi historia con esa mujer, todo lo que sé con certeza de su vida. Lo demás es ella quien lo dice, é ignoro si debo creerlo… Hasta dudo ahora de su nacionalidad y de su nombre. Yo le di francamente todo mi pasado, y ella tal vez no me ha devuelto mas que mentiras.
Miró otra vez á Robledo con angustia, esperando que éste le infundiese alguna fe en la incierta historia de su mujer. Parecía un náufrago buscando algo sólido donde agarrarse. Pero Robledo bajó la cabeza haciendo un gesto ambiguo.
– Desde hace unas horas – continuó Torrebianca – parece que veo las cosas con otros ojos. ¡Ay, las miradas crueles de esas pobres gentes cuando abrí ayer mi ventana!… Y hoy, durante el entierro, ¡qué tormento!… Yo que nunca temí á nadie, no he podido afrontar los ojos hostiles ó burlones de muchos trabajadores… El pobre Moreno me llevó aparte varias veces ó hablaba alto para que yo no pudiese oir los comentarios que sonaban á mis espaldas. Él no sabe que me di cuenta de todo lo que hizo por evitarme molestias… Me he sentido tan acobardado, que además de pensar en ti pensé en mi pobre madre, como si aún fuese un niño. ¡Ella que se privó de todo para que su hijo conservase el honor de sus ascendientes!… Y su hijo ha acabado por ser la irrisión de un campamento de emigrantes en un rincón incivilizado de la tierra… ¡Qué vergüenza!
Se tapó los ojos con las manos, como si pretendiese defenderlos de crueles visiones, y así se mantuvo algún tiempo. Luego levantó el rostro, para añadir con una ansiedad interrogante:
– Tú que eres mi único amigo y conociste de cerca mi vida en París, ¿crees que Fontenoy era el amante de mi mujer?…
El español hizo otro gesto ambiguo, no sabiendo qué contestar. Torrebianca, con una voz cada vez más angustiada, formuló otra pregunta:
– Y esos dos hombres, ¿crees que fueron á batirse ayer por Elena?
Ahora ni siquiera hizo Robledo el gesto vago de antes y se limitó á bajar los ojos. Este silencio lo interpretó el marqués como una respuesta afirmativa, y dijo con desesperación, ocultando otra vez su cara entre las manos:
– ¡Y fui yo, el marido, quien dirigió el combate para que se matasen!…
Hubo un largo silencio. Mantuvo el marqués oculto el rostro entre sus manos, mientras Robledo le contemplaba con ojos de conmiseración. De pronto se irguió, y dijo con lentitud, restregándose los párpados:
– No puedo seguir aquí. Me da vergüenza arrostrar la mirada de las gentes… Tampoco debo marcharme con ella. Ya no me podría dominar con nuevas mentiras. La miraré de frente, y al ver la falsedad de sus ojos y de su sonrisa, la mataré… tengo la certeza de que la mataré.
Su amigo creyó llegado el momento de aconsejarle.
– No te acuerdes más de esa mujer, y por el momento procura descansar. Mañana buscaremos el medio más oportuno para que te libres de ella. Empieza por quedarte aquí esta noche. Yo pensaré lo que podemos hacer. Ella se irá; no sé cómo llegaré á conseguirlo, pero se irá, y tú quedarás conmigo.
Pasó una mano por la espalda de Torrebianca, acariciándole con expresión paternal, mientras el marqués conservaba oculto el rostro.
Aborrecía ahora á su esposa, pero al mismo tiempo experimentaba un inexplicable malestar pensando que iba á separarse de ella para siempre.
CAPÍTULO XVI
Agitada por su curiosidad femenil, esperó la mestiza con impaciencia la hora de la cita.
Estaba en la cocina de la casa, situada en el corral, bajo un cobertizo. Sobre una mesa tenía un reloj despertador, y varias veces aproximó á él su quinqué para saber la hora. Poco antes de las diez se quitó los zapatos, atravesando descalza el corral, para seguir á continuación una de las galerías exteriores.
Así llegó, con paso silencioso, al ángulo del edificio más inmediato á la ventana del dormitorio de Elena. Luego se sentó en el suelo de tablas, encogiéndose para escuchar sin ser vista.
Distinguió al poco rato en la obscuridad á Manos Duras, que iba aproximándose á la casa. Vió cómo se quitaba las espuelas, guardándolas en el cinto, y subía cautelosamente los peldaños de la escalinata. Se abrió poco después la ventana del dormitorio de la señora, y apareció ésta, haciendo signos al recién llegado para que hablase en voz baja.
Sebastiana se esforzó por oir, pero la ventana estaba tan lejos, que sólo reconcentrando su atención pudo alcanzar fragmentariamente algunas palabras. Estas palabras eran dichas con voces tan tenues, que no pudo tener una certeza absoluta de su exactitud. Le pareció oir «Celinda» y «Flor de Río Negro». Poco después creyó que era esto un error de sus sentidos.
«¿Qué tiene que ver – se dijo – mi antigua patroncita con los enredos de esta gente?»
Avanzando su cabeza fuera de la esquina, alcanzaba á ver á Manos Duras y á la señora. El gaucho oía á ésta con movimientos de aprobación. Otras veces era él quien hablaba, pero brevemente, apoyando sus palabras con gestos afirmativos. Hubo un momento en que pretendió coger las manos de ella, pero Elena se echó atrás con una retracción que denotaba al mismo tiempo repugnancia y altivez. Inmediatamente pareció arrepentirse, y dijo en voz más alta, con tono de promesa:
– De eso hablaremos mañana ú otro día, cuando haya hecho usted mi encargo. Ya sabe lo que hemos convenido.
Y se despidió de él con cierta coquetería, aunque procurando mantenerse á gran distancia de sus manos.
El gaucho, al ver cerrada la ventana, bajó los escalones, y una vez en la calle, se detuvo.
Sebastiana, que se había incorporado para verle mejor, creyó que murmuraba con expresión alegre:
– En vez de una, van á ser dos.
Pero tampoco estaba segura de haber oído esto exactamente, y al fin se retiró á la casucha del corral, donde tenía su camastro, algo decepcionada por el insignificante resultado de su acecho.
Lo único que persistió en ella, quitándole el sueño, fué la duda de si verdaderamente aquellas dos personas hablan nombrado en su conversación á la señorita de Rojas. Y volvió á preguntarse muchas veces: «¿Qué tendrán esas gentes que decir de mi niña?…»
Robledo pasó igualmente una noche agitada. Había instalado á Torrebianca en la misma habitación que ocupó éste con su mujer cuando llegaron á la Presa. Fatigado por sus emociones, el marqués había accedido al fin á quedarse en la casa de su amigo.
Dos veces durante la noche despertó el español, avanzando su oído para escuchar mejor. Llegaban hasta él gemidos y palabras balbucientes desde la habitación próxima, ocupada por Torrebianca.
– Federico, ¿deseas algo?…
Su amigo Federico le contestaba con voz débil y humilde, procurando á continuación mantenerse silencioso.
Despertó Robledo por tercera vez, pero ahora la luz del día marcaba con líneas de claridad las rendijas de su ventana. Un ruido había cortado su sueño, obligándole á echarse de la cama con sobresalto.
Al salir á la sala común, que servía al mismo tiempo de comedor, vió en ella á Watson inclinado sobre una silla y aca-bando de calzarse las espuelas. La caída de esta silla, ocurrida poco antes, era lo que había despertado á Robledo. Éste, al ver á su socio, dijo alegremente:
– ¡Cómo madruga usted!… Y eso que anoche le oí entrar muy tarde.
Watson parecía triste, y se limitó á contestar:
– Como hoy no trabajamos, voy á dar unos galopes por el campo.
Al marcharse el joven acabó Robledo de vestirse, paseando después por el comedor. Cuando en sus evoluciones pasaba ante la puerta de la pieza ocupada por Torrebianca, sentía la tentación de entrar. Deseaba ver á su amigo. Un vago presentimiento le infundía cierta inquietud.
«Vamos á enterarnos de cómo ha pasado la noche», se dijo.
Abrió la puerta, miró al interior de la habitación, é hizo un gesto de asombro. No había nadie en ella; la cama, con sus ropas en desorden, estaba vacía. El español quedó pensativo. Primeramente se imaginó que Federico, no pudiendo dormir en toda la noche, habría salido á dar un paseo al apuntar el alba.
Instintivamente empezó á mirar en torno de él, examinando la habitación. Vió sobre la mesa varios papeles, todos con una línea ó dos de letra de Torrebianca. Eran cartas empezadas por éste y que había juzgado inútil continuar.
Leyó uno de los papeles: «Agradezco tus esfuerzos, pero no puedo más…» Lo escrito en otro decía así: «La única mujer que me amo verdaderamente fué mi madre, y ha muerto. ¡Si yo tuviese la seguridad de volver á encontrarla!…»
Robledo siguió examinando los demás papeles. Sólo contenían renglones borrados ó palabras ininteligibles. Torrebianca había querido escribir, desistiendo al fin de tal esfuerzo. Se imaginó ver á su amigo, en las altas horas de la noche, arrojando la pluma – que él acababa de descubrir caída en el suelo – y diciendo con la indiferencia del que se considera ya por encima de las preocupaciones terrenales: «¡Para qué!…»
Permaneció absorto, con estos papeles en una mano. Después le reanimó un pensamiento optimista. Tal vez su amigo estaba vagando por las inmediaciones del pueblo. Aquellos escritos sin terminar mostraban su falta de voluntad.
Examinó el suelo fuera de su casa, é hizo un gesto de satisfacción al distinguir entre las huellas recientes del caballo de Watson el contorno de un pie humano, que debía ser de su camarada. Él había aprendido de los rastreadores del país que estudian las huellas perdidas en el desierto.
Las señales de los pies de Torrebianca le hicieron seguir una callejuela abierta entre su casa y la inmediata, que venía á dar en el campo. Pero una vez fuera del pueblo perdió el rastro, por ser numerosas las pisadas de los que habían salido al amanecer.
Instintivamente marchó hacia el río, siguiendo su ribera curso arriba. Miraba las aguas deslizarse uniformemente, sin que el menor objeto alterase su superficie. Al fin se cansó de este examen sin más guía ni justificación que un presentimiento.
«Este Federico – se dijo – me ha perturbado con sus desgracias. ¿Por qué pienso cosas absurdas?… Volvamos á casa. Me avisa el corazón que lo voy á encontrar cuando llegue. Habrá estado paseando por el otro lado del pueblo.»
Y regresó á la Presa, sintiendo sin embargo una ansiedad que le hacía marchar apresuradamente.
A la misma hora, cerca de la estancia de Rojas, estaba Manos Duras con sus tres camaradas de la Cordillera hablando al amparo de unos matorrales.
Habían desmontado y tenían sus caballos de las riendas. Uno de los hombres iba vestido de modo diferente á sus camaradas, y más que jinete del campo parecía un trabajador de la Presa. Manos Duras le daba explicaciones, que el otro iba aceptando en silencio, aprobándolas con leves parpadeos. Este hombre montó á caballo, y Manos Duras y sus dos compañeros le siguieron con los ojos hasta que desapareció entre los grupos de áspera vegetación.
– El viejito va á ver lo que le cuesta amenazarme dijo el gaucho con una sonrisa rencorosa.
Uno de los cordilleranos, apodado Piola, que por su edad y sus ademanes autoritarios parecía ejercer cierta influencia sobre sus dos acompañantes, movió la cabeza como si dudase de tales palabras. El plan de Manos Duras le parecía excelente, pero no encontraba aceptable que se quedase en el país un día ó dos luego de dar el golpe. Era mejor emprender todos juntos é inmediatamente la retirada hacia la Cordillera.
– Déjeme, compadre; yo me entiendo – contesto el gaucho. – Necesito antes de irme cobrar algo que me han prometido. Tal vez sea esta misma noche, y mañana me junto con ustedes.
Contaba con su caballo, del que hizo grandes elogios, y que le permitiría obtener una gran ventaja sobre sus camaradas, alcanzándolos en el camino. El podía correr con mis ligereza al ir solo, y sus amigos marcharían embarazados por el bagaje.
Mientras tanto, su enviado galopaba hacia la estancia de Rojas. Al llegar á una tranquera la abrió, continuando su marcha por los campos de don Carlos.
Cerca del edificio principal salió á su encuentro Cachafaz, avisado por los ladridos de unos perros que daban saltos ante las patas del caballo, pretendiendo morderle. Los espantó el pequeño con sus gritos, escuchando después con la gravedad de una persona mayor lo que le dijo el emisario.
Fué tanta su alegría al recibir el recado, que olvidando al jinete corrió hacia la estancia.
Don Carlos estaba en su comedor tomando el décimo mate de la mañana. Celinda, con vestido femenino, ocupaba un sillón de junco y parecía entregada á melancólicos pensamientos. El mestizo entró gritando:
– Patrón, el comisario dice que vaya ahorita mismo al pueblo. Han tomado preso al que robó nuestra vaca.
Regocijado el estanciero por la noticia siguió á Cachafaz, sin soltar por esto la calabacita del mate, chupando, mientras marchaba, la bombilla de plata. Quería que el «chasque» ó emisario llegado á todo correr de su caballo le diese más explicaciones sobre este aviso.
Al salir de su casa quedó perplejo viendo que el jinete había desaparecido. Corrió Cachafaz la tierra inmediata, así como los corrales, dando gritos, sin poder descubrir al «chasque». Finalmente, Rojas se encogió de hombros, y contento por la noticia, quiso explicarse esta desaparición. Don Roque, para darle el aviso con más prontitud, se lo había enviado con algún viandante que tenía que hacer un largo rodeo en su marcha y deseaba no perder tiempo. Él tampoco debía perderlo, y como juzgaba conveniente ir á la Presa para hablar con el comisario, montó á caballo, prometiendo á Celinda estar de vuelta antes de la comida de mediodía.
Manos Duras y sus tres amigos, tendidos en el suelo, le vieron pasar á lo lejos con dirección al pueblo. Teniendo sus caras junto á las raíces de los matorrales, hablaron y rieron con frío cinismo.
– Va en busca de la vaca que nos comimos ayer – dijo Piola.
Y Manos Duras añadió, acompañando sus palabras con un mueca impúdica:
– Veremos qué dice cuando nos hayamos llevado su vaquillona…
Ricardo Watson, que corría el campo, deseoso de aproximarse á la estancia y temiendo al mismo tiempo irritar á Celinda con su presencia, vió también pasar á lo lejos al señor Rojas con dirección á la Presa.
Esto pareció infundirle ánimo. Celinda quedaba sola en su casa, y él podía visitaría con cualquier pretexto. Pero á continuación sintió miedo. No osaba acercarse á la estancia, temiendo que fuese Cachafaz el único que saliese á recibirle. Era mejor vagar por el campo. Tal vez la hija de Rojas, aburrida de su soledad, se decidiese á montar á caballo.
Estaba dispuesto á esperar hasta que el sol se ocultase. Llevaba á precaución, en una bolsa de su montura, algunos comestibles. Además, como todos los enamorados, olvidaba que los hombres nacen con la enfermedad mortal del hambre y únicamente pueden seguir viviendo si se curan de ella dos veces al día. Otras cosas le preocupaban en aquel momento, más importantes para él.
Mientras tanto, su amigo Robledo vagaba cabizbajo por la calle central de la Presa. Venía de su casa y no estaba en ella Torrebianca. La criada le había esperado en vano con el desayuno pronto. ¿Dónde encontrar á este hombre?…
En mitad de la calle oyó voces amigas y levantó su rostro. El estanciero Rojas hablaba vehementemente al comisario del pueblo, que le respondía con gestos de extrañeza. Atraído por el saludo de los dos, Robledo se aproximó.
– Un chasque – dijo don Carlos – ha venido á mi estancia para avisarme que el comisario había encontrado la vaca que me robaron… Y don Roque no ha enviado á nadie, ni sabe una palabra. ¿Ha visto usted qué historia tan sin gracia? ¿Quién será el hijo de… tal que ha querido darme esta broma?
Robledo escuchó algunos momentos, fingiendo interés por el asunto, y continuó su marcha. Únicamente le preocupaba el paradero de su amigo Torrebianca, creyendo reconocerlo en todos los hombres que veía á lo lejos.
«Es lástima que Ricardo saliese tan temprano – pensó. – Él me hubiera ayudado en esta busca.»
Watson, indeciso entre su timidez y el deseo de ver á Celinda, se había ido aproximando á la estancia; pero al llegar á cualquiera de las tranqueras que cerraban la cerca de alambres permanecía indeciso. ¿Cómo explicar su presencia dentro de la propiedad de Rojas, cuando Flor de Río Negro le había ordenado rencorosamente que no volviese más?
La vista de una tranquera abierta le infundió ánimo.
«Diga ella lo que diga, ¡adelante! – pensó. – Necesito verla, aunque sea para recibir insultos.»
Y fué avanzando con lentitud por los caminos de la estancia.
De pronto su caballo se mostró inquieto, avivando el paso y deteniéndose á continuación, como si pretendiera encabritarse.
Vió el joven los cuerpos de dos mastines muertos sin duda recientemente, pues tenían sus cabezas destrozadas sobre un charco de sangre. Siguió avanzando, y á pocos pasos de la casa encontró á un hombre tendido en mitad del camino.
También estaba muerto. Era un peón de Rojas, un mestizo al que creía haber visto algunas veces, á pesar de que su rostro estaba ahora destrozado á balazos. Una de sus órbitas había quedado vacía, colgando de este orificio del cráneo algunas piltrafas de la masa cerebral. En torno á él, la tierra bebía sangre ávidamente, cubriéndose de moscas.
Se echó abajo del caballo, y con el revólver en la diestra avanzó hacia la casa. Al asomarse á su puerta y ver que no había nadie en la gran pieza que servía de sala y comedor, empezó á dar gritos.
Un sillón de junco, que era el preferido por Celinda, estaba volcado en el suelo. Se fijó también en el tapete de la gran mesa, que parecía haber sufrido un rudo tirón y estaba igualmente en el suelo, con todos los papeles y los objetos que descansaban sobre él ordinariamente revueltos ó rotos.
Fueron tales sus gritos y repitió tanto su nombre para inspirar confianza, que al fin sonaron pasos en el interior del edificio y asomó á una puertecita el rostro arrugado y cobrizo de la madre de Cachafaz. Otras criadas y peones de la estancia, todos mestizos, fueron surgiendo de sus escondites, balbuceando respuestas ininteligibles ó persistiendo en un silencio de terror.
Salió Watson de la casa á tiempo para ver cómo el pequeño Cachafaz venía de los corrales, mirando inquieto á un lado y á otro. De pronto, todos á la vez quisieron relatar al ingeniero lo ocurrido, pero el pequeño se les adelantó con cierta autoridad.
Él estaba junto á la patroncita y lo había visto todo. Tres hombres llegaron á todo galope. Cachafaz había salido de la casa atraído por los ladridos de los mastines y oyó los tiros que les daban muerte. Luego vió á un peón que corría hacia los jinetes, sin duda para preguntarles por qué invadían de este modo la estancia. Los tres dispararon sus revólveres contra él y rodó por el suelo.
– Yo me metí corriendo en la casa – continuó el pequeño. – La patroncita fué á salir para ver qué pasaba, pero llegaron los tres hombres malos y le echaron un poncho por la cabeza. Me escondí debajo de una mesa; luego me asomé, y vi cómo montaban y se llevaban á la patroncita, que hacía con sus brazos así… así, debajo del poncho. Y no sé más.
Los otros deseaban contar igualmente sus impresiones, aunque en realidad no habían visto gran cosa, pues se escon-dieron al caer muerto el peón, permaneciendo ocultos hasta la llegada de Watson. Éste, mientras se defendía de tantas personas que le hablaban á la vez, pensó con remordimiento en aquella indecisión que le había hecho vagar junto á las alambradas de la estancia. ¡No haber entrado media hora antes, para estar al lado de Celinda y defenderla!…
Adivinó en los ojos de antílope de Cachafaz que callaba otras cosas y quería decírselas á él, pero á solas. Sonreía el pequeño con desprecio al escuchar cómo los otros daban señas contradictorias describiendo á los asaltantes. Todos creían conocerlos y cada uno los había visto de distinto modo. Watson lo llevó aparte, y empinándose Cachafaz sobre la punta de sus pies, le dijo en voz baja:
– Es Manos Duras el que ha robado á la patroncita. Yo sé dónde la tiene.
Acosado por las preguntas de Ricardo, fué explicándose. Ninguno de los tres hombres que se llevaron á Celinda era Manos Duras. Pero el pequeño, al abandonar su escondrijo, se había deslizado hasta un corral inmediato, trepando á lo más alto de una pirámide de alfalfa seca, guardada para la alimentación de las vacas en invierno. Su cúspide era un lugar de observación, desde el cual podía abarcarse enorme espacio de terreno. Oculto en esta atalaya había visto cómo los tres jinetes se juntaban á gran distancia con otro que parecía aguardarles, y era indudablemente Manos Duras. Luego, los cuatro galopaban en la misma dirección, llevando uno de ellos á la prisionera sobre el delantero de su silla.
También había visto desde la colina de alfalfa cómo llegaba Watson, pero tal era su recelo, que no quiso bajar hasta convencerse de su identidad.
Estas noticias conmovieron á Ricardo tan profundamente, que tardó algún tiempo en poder coordinar sus ideas. Lo primero que pensó fué en la urgencia de buscar á Celinda para libertarla, sin considerar la enorme desproporción de fuerzas entre él y aquellos bandidos. Disponía de un auxiliar, el pequeño Cachafaz, conocedor del sitio donde guardaban oculta á la joven. Esto era lo importante. Recobrarla á mano armada corría de su cuenta. Y con la arrogancia absurda de los enamorados que no reconocen la valía exacta de los obstáculos, montó á caballo é hizo una seña al pequeño para que le acompañase.
De un salto se encaramó Cachafaz en la grupa, agarrándose á las ropas de Watson, y éste metió espuelas á la cabalgadura, haciéndola salir al galope.
Creyendo adivinar Ricardo lo que pensaba el pequeño, así que hubo pasado la alambrada de la estancia se dirigió hacia el rancho de Manos Duras, que muchas veces había visto de lejos.
– Lleva mal rumbo, patroncito – dijo Cachafaz. Y señalando lo más alto de la cortadura que daba sobre el río por la parte de la Pampa, añadió:
– Vamos para allá, al rancho de la India Muerta.
Este rancho en ruinas, llamado de «la India Muerta», era célebre en la comarca, y sin embargo, muy pocos lo habían visitado, pues únicamente servía de refugio á vagabundos deseosos de continuar su marcha sin ser vistos por las gentes del país.
– Allí los encontraremos… – volvió á decir – si es que no han seguido viaje.
Una sorpresa no menos desagradable que la de Watson cuando llegó á la estancia de Rojas fué la que experimentó Robledo casi á la misma hora, al regresar á su vivienda, cansado de la inútil busca de su amigo.
Vió sentada en el umbral de su puerta á Sebastiana, que parecía aguardarle, á juzgar por el gesto de satisfacción con que le acogió. Él, por su parte, no tuvo menos contento al encontrarla, imaginándose que la enviaba Federico para darle explicaciones sobre su huída. Tal vez este hombre débil había vuelto al lado de su mujer creyendo una vez más en sus mentirosas explicaciones.
– ¿La envía su patrón?… ¿Trae alguna carta de él?
Sebastiana acogió estas preguntas con una extrañeza que hizo dilatarse sus ojos oblicuos.
– ¿Qué patrón?… ¿El marqués?… No sé nada de él. Yo creía que estaba aquí. Vengo por otra cosa.
Se había incorporado, suspirando fatigosamente al colocar su corpulencia en sentido vertical, y dijo bajando el tono de su voz:
– No he podido dormir en toda la noche, y aquí estoy, don Manuel, aguardándole para que me conteste una preguntita.
Acogió el ingeniero con una paciencia algo irónica esta consulta; pero apenas la mestiza empezó á hablar, su rostro se transformó, prestando una atención reconcentrada á todas sus palabras.
Cuando hubo terminado el relato de lo visto y oído por ella en la noche anterior, siguió diciendo:
– ¿Por qué esa señorona y Manos Duras hablaron de mi antigua patroncita?… ¿Qué tiene que ver con ellos mi paloma inocente?… Como yo soy una zonza, que no puede entender muchas cosas, me he dicho: «Voy á ver á don Robledo, el ingeniero, que lo sabe todo. Él me dirá…»
Pero Robledo no la escuchaba. Parecía abstraído, y de pronto hizo un gesto de asombro y de inquietud, como si acabase de descubrir una temible verdad. Volvió la espalda á Sebastiana y anduvo velozmente hacia el sitio de donde había venido.
Quedó asombrada la mestiza viendo correr al ingeniero, cada vez más apresuradamente, como si sus palabras le hiciesen temer que podía llegar tarde. Robledo, desde lejos, empezó á hacer signos y á dar voces avisando á don Carlos y al comisario, que aún seguían su conversación en el mismo lugar. Los dos se miraron asombrados al oírle decir con voz jadeante:
– ¡A caballo! Lo del aviso de la vaca fué una astucia de Manos Duras para que usted abandonase su estancia. Me temo que algo malo puede ocurrir á Celinda, y debemos ir allá cuanto antes. ¡Con tal que no lleguemos tarde!…
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