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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XVIII

Para Watson empezaron á sucederse los hechos con la rapidez vertiginosa y la falta de lógica de los episodios de una pesadilla que se desarrollan más allá del tiempo y del espacio.

Oyó tiros; luego pasaron ante sus ojos varios jinetes á todo galope, mientras otros, deteniéndose, hacían fuego contra los dos andinos. En vano Piola gritaba levantando sus brazos:

– ¡Hermanos, no nos baleen, que somos gentes de paz y nos entregamos!…

Los que llegaban no querían oir y seguían disparando sus rifles á pesar de las órdenes de Robledo.

Cayó herido el camarada de Piola, y éste juzgó oportuno echarse al suelo, buscando refugio detrás de su caballo.

Cuando todo el grupo de hombres de la Presa acabó de entrar en la explanada del rancho, Watson no prestó atención á las exclamaciones del español, asombrado de encontrarle allí. Tampoco se fijó en los saludos del comisario. Los dos le olvidaron también para ir en busca de Piola, colocándole sus revólveres en el pecho mientras le preguntaban dónde estaba Celinda. Algunos individuos de la expedición desmontaron para examinar al hombre recién herido y también al otro cordillerano derribado por don Carlos.

Lo que atrajo la atención del joven fué la presencia de su propio caballo, sobre el cual se erguía con aire de importancia el pequeño Cachafaz, señalando con un dedo acusador á los tres vencidos.

– Estos gauchos malos son los que se llevaron á mi patroncita. Yo los vide…

Pero le fué imposible continuar, pues se sintió agarrado por el talle y descendido violentamente de su dignidad ecuestre, quedando con los pies en el suelo.

Ricardo había hecho esto valiéndose de su brazo sano y sofocando el dolor que le causaban en el hombro herido tales movimientos. Su caballo pareció reconocerlo al quedar él sobre la silla, y apenas le hubo picado con sus espuelas, salió á todo galope en la misma dirección seguida por Rojas.

Llevaba varios minutos el estanciero de perseguir á Manos Duras y no perdía la esperanza de alcanzarlo. Era difícil poder galopar de un modo continuo en aquellas pendientes arenosas. Además, el caballo del gaucho llevaba á dos personas, y éste tenía necesidad de conservar sujeta á Celinda, al mismo tiempo que excitaba la marcha de su cabalgadura. Rojas podía dedicarse con mayor ligereza á la persecución, teniendo además libres sus dos brazos.

Durante esta fuga el bandido volvió repetidas veces su cabeza y el brazo derecho armado con un revólver. Dos balas pasaron silbando cerca de don Carlos. Éste contestó á los disparos con otros, pero después se contuvo. No le quedaban mas que tres cápsulas. En la mañana, al salir de su estancia para ir simplemente á la Presa, se había ceñido el cinturón del revólver, sin poner cartuchos de repuesto en los agujeros de la canana. Sólo podía contar ahora con estos tres tiros y con el cuchillo que llevaba al cinto para las necesidades del campo. Además tenía miedo de herir á su hija.

Como el gaucho iba mejor provisto de armas, siguió disparando tiros durante su fuga, con gran prodigalidad.

Sintió el estanciero una nueva indignación al darse cuenta de lo que intentaba Manos Duras contra él.

– ¡Grandísimo bandido! ¡Ahora tira á matarme mi flete!

Y el centauro criollo, diciéndose esto, mostró tanta cólera como al ver en peligro á su hija.

A los pocos momentos, Rojas, que parecía soldarse á los caballos que montaba, hasta formar un solo cuerpo con ellos, adivinó bajo sus piernas un estremecimiento de muerte. Sacó ágilmente sus pies de los estribos y se echó al suelo, al mismo tiempo que rodaba la pobre bestia, arrojando por el pecho un caño de sangre igual al chorro purpúreo de un tonel de vino que se desfonda.

Se vió el estanciero á pie, mientras el otro continuaba huyendo con su hija sobre el arzón. Toda su voluntad la concentró en la mano que sostenía el revólver, apuntando éste contra el enemigo fugitivo. Necesitaba matar su caballo.

Rojas, que no temía la lucha con las fieras ni con los hombres y pocas veces había conocido el miedo, tembló de emoción… ¡Dar muerte á un caballo! Era un excelente tirador, y sin embargo, hizo un disparo y después otro, sin que la cabalgadura del gaucho cesase en su galope. Iba ya á disparar su última cápsula, cuando el «flete» de Manos Duras titubeó, marchando con más lentitud, hasta que por fin dió una voltereta mortal, levantando una nube de arena con su agónico pataleo.

Corrió Rojas, pero antes de llegar al sitio de la caída, vió cómo el gaucho se incorporaba, sacando un segundo revólver del cinto, sin dejar de oprimir con el otro brazo á Celinda. Así esperó, con aire amenazante, que se aproximase su perseguidor.

Pudo don Carlos avanzar todavía algunos pasos, pero Manos Duras disparó contra él, pasando el proyectil tan cerca de su rostro, que por un momento se creyó herido. Entonces Rojas se dejó caer para presentar menos blanco, y fué arrastrándose, con el revólver en la diestra. El gaucho no podía adivinar que sólo le quedaba un tiro, y creyendo que su intención era aproximarse cautelosamente para que resultasen más seguros sus disparos, siguió haciendo fuego. Además se servía de Celinda como de un escudo, colocándola ante su pecho. Pero los retorcimientos de la joven al pretender librarse de este brazo robusto que la mantenía prisionera hicieron desviar muchas veces su revólver.

– ¡Si dispara un tiro más, viejo, mato á su hija!

Esta amenaza, unida á la consideración de su impotencia, hizo que don Carlos se deslizase lentamente sobre la arena, sin atreverse á hacer fuego.

Manos Duras pareció inquietarse de pronto por un nuevo peligro que presentía cerca de él, y miró ávidamente á un lado y á otro. Pero el miedo al enemigo más inmediato, que era el estanciero, hizo que no pensase mas que en éste, continuando sus disparos.

El otro enemigo invisible era Watson, que al escuchar los tiros había echado pie á tierra para aproximarse al lugar de la lucha, marchando encorvado entre las ásperas plantas que surgían del suelo arenoso.

Por un momento tuvo la intención de atacar á Manos Duras con su revólver, pero temió herir á Celinda, que continuaba forcejeando para librarse de su opresor. Luego fué hasta su cabalgadura, desatando de la silla el lazo regalado por la hija de Rojas. Llevándolo en su diestra dió un rodeo á través de los matorrales, hasta venir á colocarse detrás del gaucho.

Esta corta marcha le produjo intensos dolores. Varias veces las ramas espinosas se engancharon en su hombro herido. Además, la duda le hizo temblar interiormente. ¿Sabría valerse de esta arma primitiva?…

Recordaba las risas de Flor de Río Negro comentando su torpeza; pero al evocar igualmente los alegres paseos con ella y verla ahora en tan angustioso peligro, sintió renacer su dura voluntad. Las enseñanzas recibidas en su juventud, el espíritu metódico y práctico de su raza, le reanimaron. «Lo que una persona hace, otra puede hacerlo también.» Y recomendándose á las potencias misteriosas é imponderables que rigen nuestra existencia y á veces nos protegen con inexplicable predilección, envió el lazo por el aire, casi sin mirar, confián-dose á la suerte y á su instinto. Luego tiró de él, metiéndose matorrales adentro, con un esfuerzo alegre y extraordinario al adivinar por la resistencia de la cuerda que el lazo había hecho presa. Fué tan bárbaro su gozo, que tiró con ambas manos, lanzando rugidos de dolor por el desgarramiento que sentía en su hombro herido.

El lazo había aprisionado, efectivamente, el grupo que formaban Manos Duras y Celinda, arrollándose en torno á sus cuerpos. Luego los dos cayeron de espaldas bajo el rudo tirón.

Cesó el gaucho de retener á Celinda para valerse de las dos manos, y estando todavía en el suelo extrajo su cuchillo del cinto, partiendo la cuerda que le sujetaba. Watson, que había adivinado esta intención, corrió hacia Manos Duras, dándole varios golpes en la cabeza y en el rostro con la culata de su revólver. Pero Rojas llegó también en unos cuantos saltos junto al grupo derribado.

– ¡Déjamelo, gringo! – ordenó con voz entrecortada. – A éste nadie debe matarlo mas que yo… ¡Me corresponde!

Hizo retroceder con un empellón á Watson, y éste sólo se preocupó de Celinda, levantándola del suelo y llevándosela al otro lado de los matorrales más próximos. La joven, aturdida aún por su caída, se pasó las manos por los ojos, sin reconocer al norteamericano. Tenía varias desolladuras en los brazos y en el rostro que manaban sangre. Mientras tanto, don Carlos casi ayudaba á incorporarse á Manos Duras.

– ¡Levántate, hijo de… para que no digas que te mato sin defensa! Saca tu facón y pelea.

El cuchillo lo tenía ya en la mano el gaucho, pero Rojas no lo había visto, turbado por el goce feroz de encontrar finalmente á ese hombre al alcance de su diestra.

Apenas el bandido estuvo de pie, le tiró á traición una cuchillada al vientre, pero aturdido aún por los golpes que le había dado Watson, su ataque fué lento, lo que permitió al estanciero pararla con un revés de su mano izquierda. El, por su parte, le asestó un golpe en el pecho, luego otro, y menudeó sus cuchilladas con tal celeridad, que hizo derrumbarse á Manos Duras arrojando sangre por numerosos desgarrones de su cuerpo.

– ¡Ya está muerto el puma!

Esto lo gritó don Carlos agitando sobre su cabeza el arma enrojecida, mientras el bandolero daba vueltas junto á sus pies, apoyándose en un costado y en otro, entre ronquidos de agonizante.

Watson había ido llevándose á Celinda más lejos, para que no presenciase esta lucha, pero al mismo tiempo procuraba no perder de vista al estanciero, por si le era necesario su auxilio.

Al juntarse los dos hombres, condujeron á la joven hasta el lugar donde el ingeniero había dejado su caballo. No querían que Celinda viese al agonizante. Ella, conmovida por tantas emociones, los miraba con unas pupilas dilatadas é inciertas, como si no los reconociese. Al fin acabó por llorar, abrazándose á su padre. Luego, olvidando los prejuicios de los días normales, abrazó también á Watson y empezó á besarlo.

El mocetón, aturdido por estas caricias y asustado por las heridas superficiales que notaba en el rostro de la joven, preguntó con ansiedad:

– ¿Le he hecho daño, miss Rojas?… ¿No es cierto que he tirado el lazo menos mal que otras veces?…

Los dos le ayudaron á montar, y marcharon junto á su caballo con dirección al rancho de la India Muerta.

Robledo y el comisario salieron á su encuentro, mostrando gran alegría al reconocer á Celinda. Frente á las ruinas estaban los otros hombres de la expedición. Después de curar á su modo á los dos cordilleranos heridos, los vigilaban, así como á Piola, hablando de conducirlos al día siguiente á la cárcel de la capital del territorio.

Viéndose entre amigos que celebraban con gozosas demostraciones su liberación, Celinda volvió á recobrar su carácter ligero y animoso. Procuró ocultar su rostro para que Watson no viese más tiempo las desolladuras que lo desfiguraban;

pero cuando de tarde en tarde volvía sus ojos á él, éstos tenían una expresión acariciante.

– ¿Le he hecho daño, miss Rojas? – dijo otra vez el joven con voz suplicante, como si su emoción no le permitiera en aquellos momentos preguntar otra cosa. – ¿Verdad que no he tirado el lazo muy mal?…

Ella, después de mirar á un lado y á otro para convencerse de que su padre estaba lejos, dijo en voz baja, imitando el acento del norteamericano:

–¡Gringo chapetón! ¡grandísimo torpe!… Si que me has hecho daño, y el lazo lo tiras rematadamente mal… Pero de todos modos me enganchaste con él, y como yo juré que sólo así conseguirías tenerme otra vez… aquí me tienes.

Y avanzó los labios cual si pretendiese acariciarle desde lejos con su sonrosado redondel, siendo este gesto una pro-mesa de lo que haría seguramente luego, cuando se viesen solos.

Entró la expedición en la Presa al anochecer, después de haber descansado en la estancia de Rojas, donde esperaba Sebastiana. Ésta, al ver libre á su patroncita, prorrumpió en exclamaciones de gozo, que se convirtieron poco después en frases de indignación por las lesiones que Celinda tenía en su cara. El nombre de la marquesa se le escapó á la mestiza en el curso de una furibunda palabrería, á pesar de las recomendaciones de prudencia hechas en voz baja por Robledo. Al fin acabó relatando á Rojas todo lo que sabía de la entrevista de la «señorona» con Manos Duras y lo que sospechaba ella que habían convenido los dos.

Sebastiana quiso quedarse en la estancia, al lado de Celinda, sin creer necesario para ello el permiso del patrón.

El mismo don Carlos había rogado á Watson que se quedase también hasta el día siguiente, en que volvería él.

– Tengo que hacer una cosita urgente en la Presa. Deseo decir unas palabritas á cierta persona.

La voz meliflua del criollo, así como su acento dulzón, eran para meter espanto á cualquiera. Robledo intentó disuadirle de este viaje, adivinando sus intenciones. Con él se mostró Rojas más explícito.

– Déjeme, don Manuel; necesito ver á esa ¡mala… tal! que ha querido perjudicar á mi niña. Me contentaré con levantarle las polleras y darle cincuenta golpes con este rebenque, así… así.

Y movía el látigo corto con su terrible tira de cuero.

Hubo de aceptar al fin el español que le acompañase hasta el pueblo, convencido de lo inútil que era oponerse á sus propósitos. Aún perduraba en Rojas la furia homicida de su combate á muerte con el gaucho, y Robledo esperaba abonanzarle cuando hubiesen transcurrido unas horas.

Al entrar en la calle central vieron los expedicionarios aglomerados á casi todos los habitantes de la Presa. Los jinetes delanteros iban dando noticias al paso, y éstas se transmitían, de grupo á grupo, rápidamente. Todos celebraron la muerte de Manos Duras, como si con ella se viese libre el pueblo de una gran calamidad. Los más débiles lamentaban que el comisario hubiese guardado en un rancho cerca de la población á los tres prisioneros para enviarlos al día siguiente á la cárcel del territorio. La muchedumbre, con esa ferocidad colectiva que surge en las primeras horas de una emancipación largamente esperada, quería destrozarlos, para vengarse de los miedos que la había hecho sufrir el gancho ya difunto.

La última noticia que hizo circular la locuacidad de los jinetes delanteros sirvió para que esta indignación común encontrase dónde satisfacerse. Las revelaciones de Sebastiana fueron conocidas en un momento por todos. Era aquella «señorona» la que de acuerdo con Manos Duras había organizado una venganza terrible; una venganza semejante á otras que ellos habían oído contar á los lectores de novelas ó visto por sus ojos en las historias cinematográficas. La gringa rubia quería matar á la pobre niña de la estancia, hija del país, tal vez por envidia, tal vez por otro motivo.

Robledo, que pasaba á caballo entre los grupos, adivinó por algunas palabras sueltas la cólera que empezaba á conmoverlos. Precisamente en aquellos momentos la expedición iba desfilando ante la antigua casa de Pirovani. Las mujeres eran las que se mostraban más furiosas y lanzaron los primeros gritos agresivos mirando las ventanas del edificio.

– ¡Muera la Cara Pintada! ¡Muera la gran…!

Y soltaba redonda la mayor de las injurias femeniles. Presintiendo lo que iba á ocurrir, torció Robledo su marcha, avanzando hacia la casa y colocando su caballo ante los últimos peldados de la escalinata de madera. Pero no consiguió verse obedecido ni aún por los hombres más adictos á él, que le habían acompañado en la expedición.

Desoyendo sus consejos y sus órdenes, mujeres y chiquillos empezaron á pasar por debajo de la panza de su caballo ó á deslizarse por sus flancos… Y detrás de estos primeros asaltantes, los hombres fueron invadiendo la entrada de la casa, excusándose con un gesto y un leve saludo al pasar ante el ingeniero.

El asalto fué rapidísimo, abatiéndose los obstáculos con esa facilidad que parece centuplicar la fuerza de los ataques populares en días de revolución triunfadora. La puerta cayó rota, y toda la ola humana se revolvió un momento en su quicio, penetrando después á borbotones en el interior de la casa. Saltaron rotos los vidrios de las ventanas, y poco después empezaron á salir por ellas, como proyectiles, los muebles, las ropas y toda clase de objetos. En vano algunos, más prudentes y serenos, protestaban del absurdo destrozo.

– ¡Pero si eso no es de ella!… ¡Si todo pertenecía á don Enrique el italiano!

La multitud se mostraba sorda; quería que fuese todo propiedad de la «señorona», para de esta manera satisfacer su cólera sin escrúpulos. Y continuaba dando gritos, en los que se repetía la palabra infamante.

De pronto, Robledo, que braceaba sobre su caballo dando órdenes inútiles, consiguió hacerse oir. Los asaltantes parecían cansados. Además, la decepción de no encontrar á la hembra odiada había disminuido su actividad destructora. Pero la verdadera causa del relativo silencio que permitió á Robledo restablecer su influencia fué la llegada de un viejo trabajador español, retirado de las obras del canal para dedicarse á llevar á las viviendas agua del río en un carro del que tiraba un mísero caballejo.

Este hombre logró que le escuchasen con más rapidez que el ingeniero. Los asaltantes bajaron poco á poco de la casa para oírle de más cerca.

– ¿Qué hacen ahí? – gritaba. – ¡Se ha ido!… Yo la he visto en un coche con el señor Moreno, el del gobierno. Van á la estación á tomar el tren de Buenos Aires.

Inmediatamente se ofrecieron varios jinetes de buena voluntad para alcanzarla en su fuga. Llevaba mucha delantera, pero tal vez á mata caballo podrían detenerla en Fuerte Sarmiento.

Otros ponían en duda el éxito de tal persecución. Sólo quedaba una hora escasa para la llegada del tren, y como éste partía de la próxima estación del Neuquen, nunca llegaba con retraso.

Las mujeres, por ser las más furiosas, aconsejaban á los jinetes que intentasen de todos modos la aventura, para traer á la «señorona» arrastrándola del pelo. Otros varones, sesudos y de luminosas ideas, proponían, con el mismo piadoso deseo, colocarse simplemente al lado de la vía, cuando pasase el tren cerca de la Presa, y hacer una descarga cerrada sobre el coche que llevase á la grandísima… tal. Y mostraban asombro cuando Robledo intentaba hacerles comprender que en el mismo coche podían ir otros viajeros y además resultaba imposible adivinar su vagón entre los muchos que componen un tren.

Cuando todas estas gentes, roncas de gritar y convencidas de que les era imposible dar alcance á la «señorona», quedaron en silencio, el ingeniero consiguió hacerse oir.

– Dejadla que se vaya. Es Gualiche que nos abandona, después de haberlo perturbado todo… Lo que hay que desear es que ese demonio no vuelva nunca. ¡Ojalá se hubiese marchado antes! …

Al fin, cerrada ya la noche, las gentes se fueron apaciguando. Era la hora de la cena, y los más exaltados prefirieron seguir sus conversaciones en la mesa familiar ó en el almacén del Gallego.

Rojas se mostraba sombrío, como si hubiese olvidado todos los sucesos de aquel día para no ver mas que la fuga de Elena.

– Crea usted que lo siento, don Manuel. Mi gusto hubiese sido remangarle las polleras, para con este rebenque…

Y haciendo con una mano el mismo ademán que si levantase las faldas de Elena, iba explicando todo lo que su venganza se hubiese complacido en realizar.

A partir de este día, la existencia resultó angustiosa ó monótona en aquel pueblo, donde no quedaba otro personaje importante que Robledo. Los obreros empezaron á desbandarse al ver suspendida la continuación de las obras. Pasaban el tiempo los grupos inactivos hablando de la posibilidad de que se reanudasen los trabajos en la semana próxima por disposición del gobierno; pero la orden no llegaba. Allá en Buenos Aires estudiaban el asunto con toda calma, y los peones, perdida la paciencia, echábanse al hombro el saco de ropa para huir á pie ó en ferrocarril de un lugar donde ya no entraba dinero y cada vez era más general la pobreza.

El almacén había descendido á boliche y tenía un aspecto fúnebre. Sólo algunos parroquianos viejos, de solvencia probada, venían á beber de pie ante el mostrador. Don Antonio el Gallego había cortado violentamente el crédito á la mayor parte de los concurrentes, y para apoyar su voluntad de no dar nada al fiado, tenía un revólver en cada cajón del mostrador y el hermoso rifle americano debajo de su asiento. Su público, cuando estaba falto de dinero, merecía todas estas precauciones.

– Usted debe ir á Buenos Aires, don Manuel – decía á Robledo con firme optimismo. – Usted es el único á quien harán caso allá.

El ingeniero se mostraba triste y desalentado, como todo lo que le rodeaba. Lo único que conseguía hacerle sonreir con una expresión melancólica era el nuevo aspecto de Watson su socio. Éste parecía alegre, como si nada le importase la suerte de sus canales. Ahora sólo le interesaba la ganadería, pasando los días enteros en la estancia de Rojas.

¡Qué podía importarle la paralización momentánea de las obras!… Era joven y tenía muchos años por delante. Lo que deseaba estudiar era la vida de una estancia, pero teniendo por maestro á Flor de Río Negro, que le acompañaba á caballo á través de los campos desde la salida del sol hasta el ocaso.

Un fúnebre descubrimiento aumentó el mal humor del español, poco después de la fuga de Elena.

González le hizo ver un sombrero que uno de sus parroquianos había encontrado junto al río, lejos del campamento. El ingeniero lo reconoció inmediatamente. Era el que llevaba Torrebianca.

Estaba convencido, desde mucho antes, que su compañero no figuraba ya entre los vivos. Con frecuencia, durante la noche, cuando las dificultades financieras de sus obras le hacían permanecer insomne, reconstituía por deducciones lo que el marido de Elena había hecho al abandonar su casa, poco antes del amanecer. Indudablemente su cuerpo estaba en el fondo del río.

Otro día, el dueño del boliche vino á contarle el descubrimiento hecho por unos españoles que, al verse faltos de trabajo, se dedicaban á la pesca. Dos leguas más abajo del pueblo habían pasado á una isla fangosa rodeada de cañaverales, con la esperanza de apoderarse de algunas truchas procedentes del lejano lago de Nahuel Huapi. Entre las cañas de la orilla habían visto dos objetos largos y negros que se balanceaban mecidos por la corriente: las piernas de Torrebianca.

Robledo no había tenido valor para ver el cadáver. Después de un mes de permanencia en el río, era una masa gelatinosa que parecía vibrar por el rebullicio de la fauna surgida de sus carnes. Fué su compatriota González quien, abandonando el mostrador del almacén, se encargó de todo lo necesario para dar sepultura á estos restos.

– Usted lo que debe hacer es irse á Buenos Aires – repetía el almacenero. – Don Ricardo y yo le sustituiremos aquí. En la capital trabajará usted por nosotros más que si se queda en la Presa.

Al fin Robledo reconoció la pertinencia de estos consejos, marchándose á Buenos Aires. Varios meses anduvo por los ministerios, solicitando que se reanudasen las obras y luchando con las rutinas técnicas y administrativas.

También tuvo que esforzarse por mantener su crédito en los Bancos. Los mismos que protegían antes su empresa dudaban ahora francamente del éxito, resistiéndose á proporcionarle más dinero para su continuación. Un ambiente de escepticismo y descrédito iba esparciéndose en torno á todo lo que era de la Presa.

Llegó el invierno sin que Robledo hubiese podido salir de Buenos Aires. Algunas veces, con repentino optimismo, espe-raba conseguir al día siguiente la realización de sus deseos. Pero al otro día le contestaban: «Vuelva usted mañana»; y este «mañana» iba convirtiéndose en una palabra fatídica, símbolo de algo vago que nunca llegaría á ser realidad.

Los periódicos le anunciaron una noche la inquietud de las poblaciones ribereñas del río Negro. Los afluentes empezaban á aumentar su caudal con una prodigalidad inquietante. Llegaba la crecida que él venía anunciando desde meses antes en los ministerios para conseguir que se continuasen las obras si aún era tiempo.

Recibió luego un telegrama de los mismos que le habían aconsejado la marcha á Buenos Aires. Le pedían que volviese, como si su presencia, siendo milagrosa, pudiera sujetar las fuerzas naturales.

Entró en la Presa con un frío glacial. Volvió á enfundarse en un gabán de chófer con los pelos afuera que había usado siempre en los días rudos del invierno.

La población estaba casi desierta. Las casas de madera, que eran las más fuertes, tenían cerradas puertas y ventanas. Las construcciones de adobes estaban con los techos rotos y el huracán había arrancado igualmente las maderas de sus orificios de ventilación. No se veía á nadie en las calles. Sólo quedaban los hombres que ya eran habitantes del país antes de que empezasen las obras. Parecía que durante los cuatro meses de su ausencia hubiesen transcurrido diez años.

Sufrió el tormento de largas y angustiosas inquietudes al permanecer días enteros en la orilla del río, viendo con una indignación impotente cómo aumentaba el peligro. Las aguas eran cada vez más altas y tumultuosas, arrastrando en su corriente troncos de árboles que venían tal vez de las vertientes de los Andes, ó haciendo rodar invisibles, por el fondo de su lecho, rocas enormes.

No le preocupaba el peligro de una inundación. Era la suerte de las obras incompletas, y no la seguridad de las personas, lo que le hacía vivir en perpetua angustia. Examinaba todas las mañanas, con la atención de un médico que ausculta á un enfermo, aquel dique que debía obstruir el río de orilla á orilla y estaba sin terminar, primeramente por la distracción amorosa de sus constructores y después por su rivalidad mortal.

El brazo más largo del dique había quedado incompleto á unos cuantos metros del otro brazo que venía á su encuentro desde la orilla opuesta. Las aguas, cada vez más altas, cubrían estos dos muros, marcando su oculta existencia con remolinos y espumarajos.

Como todos los que viven en incesante peligro, Robledo empezó á sentirse supersticioso, recomendándose en su interior á varias divinidades confusas y omnipotentes que podían realizar un milagro.

«Si conseguimos pasar el invierno – pensaba – sin que esto se rompa, ¡qué felicidad!»

Pero una mañana, cual si fuese una construcción de arena igual á la que levantan los niños y demuelen á su capricho, las aguas se llevaron ante sus ojos un extremo del dique sin concluir; luego lo partieron como algo tierno y dúctil, y finalmente las dos murallas subfluviales, en las que se habían empleado cientos de hombres y miles de toneladas de materia dura y en apariencia inconmovible, rodaron corriente abajo, dejando fragmentos encallados en las orillas y las islas. Entonces Robledo lloró.

– Cuatro años de trabajo, ¡y el agua lo disuelve todo, como si fuese azúcar!… Cuatro años de labor perdida… ¡y habrá que empezar otra vez!

Su compatriota el dueño del boliche se consideraba tan arruinado como él. En su establecimiento, el cajón del mostrador estaba vacío. Además podía decir adiós á la esperanza de convertir sus arenosos campos en ricas «chacras» de riego. Estaba pobre; más pobre que cuando llegó á establecerse en esta tierra maldita.

Pero su fe en Robledo y la necesidad de consolarle hicieron que se mostrase optimista.

– Todo se arreglará, don Manuel – repitió varias voces, pero sin convicción.

Don Manuel, viendo cómo las aguas insistían en su obra destructora, pasó de la tristeza á la cólera. Sus ojos ya no miraban al río. Tenían la vaga expresión del que ha puesto su pensamiento muy lejos y ve lo que no pueden ver los demás.

Recordó á Canterac y á Pirovani, tan intensamente como si los hubiese encontrado el día anterior. Vió después un rostro de mujer sonriendo con expresión maligna. A través del tiempo y la distancia hacía sentir aún la influencia de su paso por este rincón de la tierra. Ella era en realidad la que destruía las obras.

El español cerró los puños. Se acordó del estanciero Rojas y lo que éste se proponía hacer con su rebenque para castigar las maldades de aquella hembra. Él hubiese hecho algo peor en el presente momento.

«Gualicho rubio – pensó – , demonio perturbador de los hombres y de las cosas… ¡en qué mala hora te traje aquí!»


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