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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XIV

Empezaban á retirarse los parroquianos más trasnochadores del boliche, cuando llegó Robledo ante la casa ocupada por Elena.

Subió con pasos quedos la escalinata, llamando discretamente á la puerta después de unos instantes de vacilación. La puerta se abrió al poco rato, asomando á ella Sebastiana, sorprendida por este llamamiento cuando iba á acostarse.

Llevaba la dura cabellera dividida en numerosas trenzas, cada una con un lacito en la punta, y procuraba taparse con la enorme redondez de sus brazos una parte del pecho cobrizo, no menos exuberante, puesto al descubierto por el desabrochado corpiño. Sus ojos iracundos y anunciadores del chaparrón de malas palabras con que pensaba acoger al importuno se dulcificaron viendo á Robledo, y antes de que éste hablase, dijo ella con amabilidad:

– La patrona está en su dormitorio y el marqués ha salido con su maldita caja de pistolas. Yo creía que estaba donde usted… Entre, don Robledo; voy á avisar á la señora.

El ingeniero sabía bien que Torrebianca estaba en su casa con los otros padrinos; pero necesitaba hablar á Elena urgentemente.

A pesar de su deseo, retrocedió al ver que Sebastiana le abría toda la puerta invitándole á pasar adelante. Tuvo miedo de encontrarse á solas con la marquesa en el salón. Su entre-vista debía ser breve. Además, podía llegar el marido y le sería difícil explicar su presencia allí, cuando momentos antes había hablado con él en su propia vivienda.

– Es poca cosa lo que quiero decir á tu patrona… Será mejor que se asome á la ventana de su dormitorio.

Cerró la mestiza la puerta, y Robledo avanzó por la galería exterior, pasando ante diversas ventanas. Al poco rato se abrió una de éstas y apareció en ella la marquesa con la cabellera suelta y una bata colocada negligentemente sobre sus hombros, dejando al descubierto gran parte de sus brazos y de su pecho.

Se había vestido precipitadamente, parecía asustada, y antes de que Robledo la saludase, preguntó con ansiedad:

– ¿Le ha ocurrido alguna desgracia á Watson?… ¿Por qué viene usted á estas horas?…

Sonrió Robledo irónicamente antes de contestar.

– Watson está bien; y si vengo á tales horas, es para hablarle de otro.

Luego la miró con severidad, añadiendo lentamente:

– Al salir el sol, dos hombres van á matarse. Esto es un horrible disparate que me quita el sueño, y he venido á decirle: «Elena, evite usted tal desgracia.»

Convencida ya de que no se trataba de Watson, respondió con mal humor:

– ¿Qué quiere usted que haga? Pueden batirse, si es su gusto… Para eso nacieron hombres.

Acogió Robledo con un gesto de asombro estas palabras crueles.

– Aunque soy mujer – continuó ella – , no me asustan esos combates. Federico se batió una vez por mí, cuando estábamos recién casados. Allá en mi país, varios hombres expusieron su vida por serme agradables, y jamás intervine para evitarlo.

Hizo una mueca de desprecio y añadió:

– ¿Pretende usted que vaya á rogar á esos dos señores que no arriesguen sus preciosas vidas, para que después cada uno de ellos me exija algo á cambio de su obediencia?… Además, si intervengo en ese asunto, los dos van á creer, cada uno por su parte, que me inspiran gran interés, y ninguno de los dos me importa nada… Si se tratase de otro hombre, tal vez accedería á su ruego.

El español hizo un movimiento de cabeza al oir la palabra «otro», y vió por un instante la imagen de su asociado. Elena le miraba ahora con ojos compasivos.

– Duerma tranquilo, Robledo, como yo voy á dormir. Deje que esos dos vanidosos anuncien que se van á matar. Verá como no ocurre nada grave.

Intentó retirarse de la ventana por miedo á los «jejenes» y otros insectos sanguinarios que, atraídos por las apetitosas carnes, empezaron á zumbar en torno á sus hombros, obligándola á repelerlos con incesantes manotazos mientras hablaba.

– Si ve á Watson, dígale que le he estado esperando todo el día. Con esto del duelo es imposible hablarle… Hasta mañana, y pase usted una noche tranquila.

Cerró la ventana, fingiendo un miedo pueril á los mosquitos, y Robledo tuvo que retirarse desalentado.

A la misma hora el ingeniero Canterac escribía en su mesa de trabajo, terminando una larga carta con estas palabras:

«… y tal es mi última voluntad, que espero cumpliréis. ¡Adiós, esposa mía! ¡Adiós, hijos míos! Perdonadme.»

Dobló el pliego para meterlo en un sobre, y luego puso éste en el bolsillo interior de una levita colgada cerca de él.

«Si caigo mañana – pensó – , encontrarán esta carta sobre mi pecho. Encargaré á Watson, antes del duelo, que en caso de muerte la envíe á mi familia.»

Una hora después su adversario entraba en la casa de Moreno. El oficinista había vuelto, momentos antes, de su reunión con los padrinos de Canterac. Pirovani le habló lentamente, esforzándose por ocultar su emoción.

Acababa de dejar sobre la mesa de Moreno dos cartas, una de ellas muy abultada, con el sobre abierto, mostrando su interior repleto de papeles.

Había estado escribiendo una parte de la noche en su alojamiento, para condensar en estas dos cartas todos sus asuntos. Señaló la más delgada y dijo:

– Ésta es para mi hija. Se la enviará usted, si es que muero.

El argentino quiso reir, como si dudase de la posibilidad de su muerte, acogiendo tales palabras con gestos alegres… Pero desistió de su fingido regocijo al ver que el contratista continuaba hablando con voz grave.

– En el sobre más abultado encontrará usted una autorización en regla para que pueda cobrar sin dificultades lo que me debe el gobierno, así como las sumas que tengo depositadas en los Bancos. A un hombre hábil como lo es usted, le será fácil enterarse, después de examinar estos papeles, del estado de mis negocios y del medio mejor de liquidarlos. También dejo un testamento en el que le nombro tutor de mi hija. Usted es el único que me inspira confianza. Aunque alguna vez se ha inclinado más del lado de mi adversario que del mío, eso no importa. Sé que es usted un joven «honesto», y le confío mi hija y mi fortuna: todo lo que poseo en la tierra.

Moreno se conmovió de tal modo por esta muestra de confianza, que hubo de llevarse una mano á los ojos. Luego se levantó para oprimir fuertemente la diestra del italiano y con palabras entrecortadas fué expresando su voluntad de cumplir fielmente todo lo que le encargase. Juraba dedicarse al cuidado de la hija y la fortuna de su amigo si éste moría al día siguiente.

– Pero usted no morirá – añadió golpeándose el pecho. – Me lo dice el corazón.

Poco después de salir el sol, varios hombres fueron reuniéndose en una pradera de hierba rala vecina al río. Tenía por límite unos sauces viejos y con las raíces medio descubiertas, que se inclinaban moribundos sobre la corriente, como si de un momento á otro fueran á dejarse caer en ella.

El lugar era triste. Como la luz se extendía á esta hora horizontalmente, casi al ras del suelo, las sombras de las personas y los árboles se prolongaban con un estiramiento irreal.

Primeramente llegó Pirovani escoltado por Moreno y don Carlos, todos vestidos de negro, pero el contratista se distinguía de sus acompañantes por una levita nueva y solemne. La había recibido de Buenos Aires la semana anterior, á gusto de un sastre famoso, á quien encargó un vestuario completo igual á los que poseyesen los millonarios más elegantes de la ciudad.

Detrás de este grupo avanzó un viejo alto, enjuto de carnes, con la nariz violácea y granujienta de los alcohólicos y una caja de cirugía bajo el brazo. Era el médico que Rojas había ido á buscar la noche anterior en el pueblo más próximo.

Pasados unos minutos llegaron á la pradera Canterac, Torrebianca y Watson. El capitán y el marqués vestían largas levitas, menos flamantes que la de Pirovani, y corbatas negras: lo mismo que si asistiesen á un entierro. Watson llevaba simplemente un traje obscuro.

Luego de saludar Canterac ceremoniosamente desde lejos á su adversario y á los padrinos de éste, empezó á pasearse por la orilla del río. Fingía divertirse siguiendo con sus ojos el revuelo de los pájaros matinales ó arrojando piedras á la corriente. El contratista, que deseaba no ser menos que él, imitándole en todo, se paseó también junto á los sauces, mirando al río. Y así continuaron ambos, yendo y viniendo cada uno por la parte de la orilla que se había asignado, como si fuesen dos autómatas.

Torrebianca, al que todos cedían el primer lugar por su experiencia en estos lances, empezó á disponer los preparativos del combate. Pidió á Watson dos bastones que éste llevaba á prevención, y clavó uno en el suelo. Luego miró hacia el sol con una mano sobre los ojos, para darse cuenta exacta de qué lado venía la luz, y empezó á marchar, contando sus pasos.

– Veinte – dijo clavando en el suelo el segundo bastón. Al reunirse otra vez con los padrinos sacó una moneda, y luego de escuchar á Moreno la arrojó en alto. Cuando cayó la pieza, el oficinista dijo á Rojas:

– Hemos ganado, don Carlos, y podemos elegir el sitio.

El marqués, que había traído bajo un brazo su célebre caja de pistolas, la dejó abierta sobre la hierba. Cargó las dos armas con minuciosa lentitud, sacando á luz de nuevo la misma moneda para que el azar decidiese por segunda vez. Al caer la rodaja de metal, se inclinó el oficinista para verla y dijo al estanciero:

– La suerte está con nosotros. También podemos tomar la pistola que más nos guste.

Después los padrinos de Pirovani fueron en busca de éste para colocarlo junto á uno de los bastones escogido por ellos. El marqués y Watson condujeron á su apadrinado al lugar que marcaba el segundo bastón.

Mientras tanto, el médico procedía con cierto azoramiento á sus preparativos. Era la primera vez que presenciaba un due-lo. Había abierto su caja de cirugía, y con una rodilla en tierra empezó á desenvolver vendajes, abrir frascos y examinar el buen funcionamiento de sus aparatos.

Quedaron frente á frente los adversarios. Canterac estaba rígido, con rostro grave pero inexpresivo, lo mismo que un sol-dado que espera la voz de mando. Pirovani tenía los ojos ardientes, miraba con agresividad, parecía furioso. Cuando se acercó Moreno con una pistola para entregársela, le dijo en voz baja:

– Va usted á ver como lo mato. Me lo avisa el corazón.

Pero olvidó su optimismo homicida, para añadir con cierta angustia:

– Lo que yo deseo es que me expliquen bien el tiempo de que puedo disponer para apuntar. No quiero equivocarme, y que me tomen luego por un ordinario, incapaz de comprender estas cosas.

Conservaron sus pistolas los dos enemigos, con el cañón en alto. Moreno se cuidó de abrochar los botones de la levita de Pirovani que estaban sueltos. Luego le subió el cuello, para que no se viese el blanco de su camisa. Torrebianca examinó por su parte á Canterac. Estaba correctamente abrochado como un militar, pero su padrino le subió también el cuello de la levita. Los dos, antes de tomar su arma, se habían quitado el sombrero, entregándolo á uno de los padrinos.

Colocándose el marqués entre ambos, sacó un papel y empezó á leerlo con grave lentitud.

«…Segundo. El director del combate dará tres palmadas, y los combatientes podrán apuntar y hacer fuego á voluntad entre la primera y la tercera palmada.»

«Tercero. Si alguno de los dos hace fuego después de la tercera palmada, será declarado felón y descalificado inmediatamente.»

Pirovani, con la pistola en alto, avanzaba la cabeza y entornaba los ojos para oir mejor, acogiendo con movimientos afirmativos cada palabra de Torrebianca. Canterac permanecía impasible, como un hombre que está escuchando algo que conoce sobradamente.

Siguió leyendo el marqués, y al fin guardó su papel, para hablar á los adversarios.

– Mi deber es dirigir á todos un llamamiento en pro de la concordia. ¿Es posible todavía una explicación entre caballeros?… ¿Quiere alguno de los dos presentar sus excusas al otro?…

Movió Pirovani con violencia su cabeza, haciendo signos negativos. El ingeniero permaneció inmóvil, sin que se alterase una línea de su rostro sombrío.

El marqués volvió á hablar, quitándose su sombrero con triste cortesía.

– Entonces, que empiece el lance y cada uno cumpla como caballero.

Retrocedió unos pasos, pero de espaldas, sin perder de vista á los combatientes. Luego levantó una mano, preguntando si estaban listos. Pirovani hizo un movimiento afirmativo. Su adversario continuaba mudo ó inmóvil. Separó el marqués sus manos para dar la primera palmada. Todo esto lo hizo con una lentitud que daba á sus movimientos cierta solemnidad trágica.

Los otros padrinos, colocados á alguna distancia de él, miraban con una emoción mal disimulada. El médico, que seguía arrodillado junto á su caja, levantó la cabeza con los ojos muy abiertos.

Torrebianca fué aproximando las manos y dijo lentamente:

– ¡Fuego!… Una…

Los dos bajaron á un tiempo sus pistolas.

Pirovani, que sólo tenía en aquel momento la preocupación de no hacer fuego después de la tercera palmada, se apresuró á tirar. Su enemigo guiñó ligeramente un ojo y contrajo levemente la mejilla del mismo lado, como si hubiese sentido el roce del proyectil. Pero recobró inmediatamente su impasible fosquedad y siguió apuntando.

Volvió el marqués á dar una palmada, diciendo lentamente: «Dos.»

Al ver Pirovani que no había herido á su adversario y quedaba desarmado ante él, pasó por su rostro, como una nube veloz, la emoción del miedo; pero fué por un momento nada más. Luego, mirando á Canterac que le seguía apuntando, cruzó sus brazos, apoyó en el pecho la pistola inútil y presentó de frente todo su cuerpo, con loca jactancia, cual si desafiase á la muerte.

Moreno se agarró á un hombro de Rojas, obligado por su ansiedad á buscar un apoyo. El estanciero apretaba los labios.

– ¡Pucha!… Lo va á matar – dijo entre dientes.

Dio otra palmada el director del combate. «Tres.» Un momento antes Canterac había hecho fuego.

Todos corrieron en una misma dirección, menos el capitán, que permaneció inmóvil, con el brazo caído y la pistola todavía humeante en su diestra.

El contratista estaba de bruces en el suelo como una masa inerte. Los que corrían hacia él vieron en primer término la cúspide de su cabeza, y saliendo de ella un hilo de sangre que serpenteaba entre la hierba. Inmediatamente esta cabeza quedó invisible, pues todos se agolparon en torno al cuerpo caído, inclinándose para escuchar al médico, que lo examinaba con una rodilla en tierra.

Momentos después alzó éste su rostro para decir con balbuceos de emoción:

– Nada queda que hacer… ¡Muerto!

Viendo que Canterac se aproximaba al grupo para saber lo ocurrido, Torrebianca salió á su encuentro, cerrándole el paso. El gesto triste del marqués, antes que sus palabras, revelaron al ingeniero la verdad.

Su padrino juzgó necesario llevárselo de allí, y le dijo imperiosamente que le siguiese. Al otro lado de las dunas aguardaba un carruaje, el mismo que había llevado á Elena la tarde de la fiesta.

Cuando este vehículo los dejó frente á la antigua casa del muerto, los dos quedaron con los pies vacilantes. Torrebianca no podía invitar á Canterac á que entrase en un edificio que era de Pirovani. El otro tampoco osaba dar un paso.

Estaban los dos inmóviles, sin saber qué decirse, cuando apareció Robledo. Debía estar rondando desde mucho antes por las inmediaciones de la casa para adquirir noticias. Al reconocer á Canterac le miró con una expresión interrogante.

– ¿Y el otro?…

Inclinó la cabeza Canterac y el marqués hizo un gesto doloroso que reveló á Robledo todo lo ocurrido.

Permanecieron los tres en silencio. Luego el francés dijo en voz baja:

– Mi carrera perdida; mi familia abandonada… ¡Y lo más horrible es que no siento odio alguno al pensar en ese infeliz!… ¿Qué será de mí?

Robledo era el único de los tres capaz de una resolución enérgica en aquel momento.

– Lo primero es huir, Canterac. Este asunto hará mucho ruido, y no puede taparse como una riña de boliche. Pase los Andes cuanto antes; al otro lado está Chile, y allí puede usted esperar… En el mundo todo se arregla, bien ó mal; pero todo se arregla.

El francés habló con desaliento. No tenía dinero; lo había gastado todo en aquella fiesta, que ahora le parecía un disparate. ¿Cómo vivir en Chile, donde no conocía á nadie?…

Le tomó un brazo el español para tirar de él afectuosamente, llevándoselo de allí.

– Lo primero es huir – dijo otra vez. – Yo le daré los medios de hacerlo. Vámonos.

Canterac se resistía á obedecerle, mirando al mismo tiempo á Torrebianca.

– Quisiera antes de irme – murmuró – decir adiós á la marquesa.

Fué tan suplicante el tono con que hizo esta petición, que provocó en Robledo una sonrisa de lástima. Luego le fué empujando con una superioridad paternal.

– No perdamos tiempo – dijo. – Preocúpese de usted nada más. La marquesa tiene otras cosas en que pensar.

Y se lo llevó á su casa.

Durante todo el día el suceso mantuvo en continuo bullicio á los habitantes del pueblo. Muchos lo aprovecharon como un motivo para abandonar el trabajo. En la calle central se formaron numerosos grupos de hombres y mujeres, hablando acaloradamente, al mismo tiempo que miraban con hostilidad la casa que había sido de Pirovani. Los nombres de Torrebianca y su mujer sonaban tanto como los de los adversarios que se habían batido.

Entre las gentes del pueblo pasaron algunos gauchos amigos de Manos Duras, como si el reciente suceso hubiese extinguido completamente la hostilidad que existía entre ellos y los habitantes de la Presa.

A media tarde atravesó la calle central el mismo Manos Duras, mirando con interés hacia la casa. Algunas mestizas le hablaron, manifestando su indignación contra aquella señorona que perturbaba á los hombres. Pero el famoso gaucho encogió sus hombros, sonriendo despectivamente, y siguió adelante.

En el boliche le esperaban tres amigos suyos que vivían la mayor parte del año al pie de los Andes y habían venido á pasar unos días en su rancho. Don Roque, en otras circunstancias, se hubiese alarmado al conocer esta visita. Tal vez preparaban algún robo importante de «hacienda» para llevar las reses al otro lado de la Cordillera y venderlas en Chile. Pero ahora los personajes importantes de la Presa daban más que hacer al comisario que los gauchos dedicados al abigeato.

Al entrar Manos Duras en el «Almacén del Gallego», vió que el público era más numeroso que las otras tardes de trabajo, hablándose en todos los corros de la muerte del contratista. Mientras bebía de pie junto al mostrador, fué oyendo los comentarios de los parroquianos.

– Esa hembra – gritaba uno – es la que ha tenido la culpa de todo. ¡Qué mala p…!

Manos Duras se acordó de la tarde en que había visto á la marquesa por primera vez. Este recuerdo hizo que mirase con ojos agresivos al que acababa de hablar, lo mismo que si le hubiese dirigido una injuria.

– Dos hombres se han peleado á muerte por esa señora; ¿y qué?… Yo también estoy dispuesto á pelar mi facón y á matarme con el primero que la insulte. A ver si hay un guapo que quiera pisarme el poncho.

Esta invitación á «pisarle el poncho» era un reto á estilo gaucho para el combate; pero después de un corto silencio los parroquianos empezaron á hablar de otra cosa.

Se asomó Torrebianca, al atardecer, á una de las ventanas de su casa, mirando con extrañeza los grupos reunidos en la calle. Su número había aumentado. El comisario de policía, que acababa de regresar de Fuerte Sarmiento, iba entre ellos, hablando á unos y á otros para que se retirasen. Al ver al marqués en la ventana le saludó quitándose el sombrero.

Hombres y mujeres quedaron mirando al esposo de Elena fijamente, con una curiosidad hostil, pero nadie osó una demostración contra él.

Torrebianca no pudo ocultar su sorpresa ante la mirada inquietante de tantos ojos fijos en su persona. Luego se dió cuenta de una impopularidad que juzgaba inexplicable, y acabó cerrando las vidrieras con triste altivez.

Pasados algunos minutos abrió Sebastiana la puerta de la casa, apoyándose en una baranda de la galería exterior. Había sentido la atracción de aquella afluencia de grupos, en los que reconoció á muchas amigas antiguas. Pero al verla las mujeres que estaban en la calle, empezaron á gesticular y á insultarla á gritos.

Ella, irritada por tan incomprensible acogida, acabó por responder en el mismo tono; pero abrumada al fin por la superioridad numérica de sus adversarias y viendo además que muchos hombres las ayudaban con sus risas y palabrotas, tuvo que retirarse.

Al reflexionar luego en la cocina, fué columbrando la verdad. Todas las mujeres del pueblo, sin exceptuar las que eran comadres suyas, irían contra ella porque estaba al servicio de la marquesa.

A la misma hora del anochecer entró Watson en el pueblo. Después del terrible suceso de la mañana había tenido que preocuparse del cadáver de Pirovani, acompañando á los padrinos de éste y al médico. Primeramente lo guardaron en un rancho ruinoso cercano al río. Luego resolvieron trasladarlo á Fuerte Sarmiento, ya que debía ser enterrado finalmente en el cementerio de dicho pueblo. Así evitaban las manifestaciones que podían surgir en la Presa si el cadáver era llevado allá.

Regresaba Watson de Fuerte Sarmiento y había dejado á sus espaldas las primeras casas del pueblo, cuando se encontró con Canterac.

Éste iba también á caballo, con sombrero y poncho iguales á los que usaban los jinetes del país, y llevando además un saco de ropa y de víveres en el delantero de la silla.

Al reconocerlo, el joven se detuvo para estrechar su mano. Adivinó que no le vería más, pues su aspecto era el de un viajero que se dispone á cruzar la desierta llanura patagónica.

Canterac, respondiendo á su pregunta, señaló el horizonte, en el que empezaban á brillar las primeras estrellas por la parte de los Andes invisibles. Luego le manifestó su propósito de pasar la noche en una estancia cerca de Fuerte Sarmiento, para continuar la marcha apenas apuntase el día.

– Adiós, Watson – dijo. – Habría sido un bien para todos nosotros que esa mujer no viniese nunca á esta tierra. Ahora veo las cosas bajo una nueva luz; pero ¡ay! ya es tarde.

Por unos momentos miró con indecisión á Ricardo, pero al fin dijo resueltamente:

– Oiga el consejo de un desgraciado, y no se ofenda porque se lo doy sin que usted me lo pida… No se separe nunca de Robledo: es un alma noble. Gracias á su bondad puedo marcharme… Todo lo que va conmigo le pertenece… Desconfíe de los que le hablen mal de él…

Sus ojos tristes miraron intencionadamente al joven mientras decía las últimas palabras. Antes de alejarse aún se atrevió á darle un nuevo consejo:

– Y no olvide por ninguna otra mujer á esa señorita que llaman Flor de Río Negro.

Le apretó la diestra, hizo un signo de adiós, y bajando la cabeza espoleó á su caballo, perdiéndose en la noche, que empezaba á nacer.


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