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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XI

Poco después de la salida del sol abandonó Moreno su casa, por haberle llamado Canterac urgentemente.

Al entrar en el alojamiento del ingeniero encontró á éste paseando con impaciencia. Se había puesto ya las botas altas y el pantalón de montar. Un cinturón con revólver y su blusa estaban sobre una silla.

Con las mangas de la camisa recogidas y la pechera abierta, mostraba aún las frescas señales de su ablución matinal. Su rostro era más duro y autoritario que otros días. Una idea tenaz y molesta parecía colgar de su fruncido entrecejo. Sobre los muebles y en los rincones había numerosos paquetes envueltos en papel fino, atados y sellados elegantemente.

Se adivinaba que el ingeniero había dormido mal, por culpa de aquella idea que deseaba exponer á Moreno. Éste tomó asiento, preparándose á oir. Canterac se mantuvo de pie para seguir paseando, y dijo al oficinista:

– Ese Pirovani, á pesar de su ordinariez, me vence siempre. ¡Como es rico!…

Luego señaló los numerosos paquetes que ocupaban una parte de la habitación.

– Ahí tiene todos los perfumes que encargamos á Buenos Aires ¡Compra inútil! Los del italiano llegaron antes.

Moreno se apresuró á disculparse. Había hecho lo necesario para que el encargo viniese con rapidez; pero el otro, en vez de hacer el pedido por carta, enviaba un mensajero á la capital.

Canterac quiso mostrarse bondadoso y aceptó las excusas del oficinista, dándole unas palmaditas en la espalda.

– No he podido dormir en toda la noche, querido Moreno. Tengo un proyecto y quiero consultarlo con usted. Necesito aplastar á ese intrigante que se atreve á medirse conmigo… Aquí todos se consideran iguales, como si se hubiesen suprimido en el mundo las jerarquías. Hasta es posible que ese contratista se crea superior á mí, que soy su jefe; todo porque tiene más plata.

Sonrió Canterac con una expresión cruel, y siguió hablando.

– Yo haré que tenga menos. Hasta ahora le había tolerado ciertas cosas al aprobar sus obras. En adelante perderá muchos miles de pesos y se verá obligado á rescindir su contrato, yéndose de aquí.

Luego se aproximó á Moreno para hablar en voz baja, como si temiese ser oído.

– Quiero hacer algo extraordinario, algo que ese emigrante sin educación no pueda discurrir. Anoche lo he pensado. En el primer momento creí que era un disparate, pero después de reflexionar largas horas reconozco que es algo original y digno de realizarse, si resulta posible… Pirovani ha ofrecido una casa á la marquesa. Yo la ofreceré un parque… un parque que haré surgir en pleno desierto patagónico. ¿Qué le parece mi idea, amigo Moreno?

El oficinista le escuchaba con interés y asombro, pero no supo qué contestar. Necesitaba más explicaciones, y el otro siguió hablando.

– En ese parque daré una fiesta, una garden-party, en honor de nuestra amiga la marquesa, y hasta me proporcionaré la venganza de invitar á ese rústico enriquecido, para que se muera de envidia. Usted me hará el favor de dirigirlo todo. Aquí tiene las instrucciones; las escribí anoche, aprovechando mi falta de sueño.

Tomó el argentino el papel que le ofrecía Canterac, y luego de leerlo miró al ingeniero con extrañeza, como si dudase de su razón.

– Comprendo su asombro… Resultará caro, lo sé; pero no importa. Gaste sin miedo. Acabo de cobrar unos cuantos miles de pesos que pensaba remitir á París. Prefiero asombrar á la marquesa con mi parque. Ya ganaré otra plata más adelante: tengo confianza en el porvenir.

Y dijo esto de buena fe, con el dulce optimismo de los que se sienten enamorados.

Al día siguiente era domingo, y Watson fué por la mañana á la antigua casa de Pirovani para ver á Torrebianca. Necesitaba hablarle de un asunto relacionado con los trabajos de los canales. Robledo se había marchado dos días antes á Buenos Aires para pedir á los Bancos un nuevo crédito que le permitiese continuar sus obras, y también para vender ciertos terrenos que poseía en la Pampa central.

Subió el joven con cierta inquietud la escalinata de madera, después de mirar disimuladamente á las ventanas. Llamó á la puerta con recato, como si no quisiera ser oído por todos los habitantes de la casa, y sonrió al ver que era Sebastiana la que salía á abrirle.

– El señor no está: se fué con don Canterac á Fuerte Sarmiento esta mañana. ¿Y don Robledo, está bueno?…

La mestiza, como muchas gentes del país, aplicaba el don indistintamente á los nombres y los apellidos.

Iba Watson á retirarse, cuando se levantó un portier del recibimiento, dejando visible una mano blanca rematada por una pulsera de reloj. Esta mano le hacía señas cual si pretendiese atraerlo.

Después apareció Elena por entero, invitándole con palabras y sonrisas á pasar adelante. Cohibido por su presencia, no tuvo fuerzas Ricardo para negarse, y la siguió al salón, bajando los ojos al tomar asiento.

– Al fin le veo en mi casa… Debo serle muy antipática, pues nunca quiere visitarme.

Watson se excusó. Había estado dos veces por la noche en compañía de Robledo. No podía asistir diariamente á su tertulia, como los otros visitantes: se levantaba más pronto que todos ellos. Por ser de menos edad que su asociado, debía encargarse de los trabajos más penosos.

Ella fingió no escuchar estas explicaciones que desviaban el curso de la conversación. Quería decir algo y necesitaba decirlo cuanto antes.

– Tal vez le han hablado mal de mí. No se esfuerce en negarlo: nada tiene de raro que me traten de ese modo… ¡Las mujeres estamos tan expuestas á la calumnia!… ¡Nos creamos tantos enemigos al no querer acceder á ciertos deseos!

Elena había tomado un tono de dulce ingenuidad al formular sus quejas, como si estuviese bajo el peso de las más injustas persecuciones. Se aproximó á Ricardo, hablándole sin ningún recato femenil, como si fuese un compañero de su infancia; y el joven empezó á sentir la turbación que esparce el perfume de una carne sana y bien cuidada, la proximidad de una mujer hermosa.

– Soy muy infeliz, Watson – siguió diciendo. – Deseaba una ocasión oportuna para manifestárselo, y aprovecho este raro momento en que podemos hablar á solas y tal vez no volverá á repetirse nunca… Me ve usted rodeada de hombres que me hacen la corte y yo parece que coqueteo con ellos. ¡Error!… Es únicamente por aturdirme, por olvidar el vacío de mi vida. Hace años que me siento sola, como si no existiese en el mundo otro ser que yo.

Ricardo había olvidado su inquietud de momentos antes, para escucharla con un interés crédulo, aceptando todas sus palabras.

– Pero ¿y su marido?…

Una lucecita irónica pareció temblar en los ojos de ella al oir esta pregunta inocente. Pero contuvo su burlona admiración, para contestar con tristeza:

– No hablemos de él. Es un hombre buenísimo, pero no el esposo que necesita una mujer como yo. Nunca ha sabido comprenderme. Además, es un débil en la batalla de la vida; y yo, que he nacido para altos destinos, estoy donde estoy por su falta de condiciones, habiendo venido á parar á una tierra casi salvaje.

Miró intensamente á Ricardo, que bajaba los ojos, no sabiendo qué decir, y añadió con expresión pensativa:

– Crea usted que un hombre joven y enérgico hubiera ido muy lejos teniendo á su lado una mujer como yo.

Sorprendido Watson por estas palabras, levantó su mirada, pero volvió á fijarla en sus pies, cual si temiera seguir viendo los ojos de ella. Sonrió Elena levemente de su temor, al mismo tiempo que susurraba con una vocecita melancólica:

– La vida es así; se fijan en nosotras los hombres que no deseamos, y en cambio aquellos que nos interesan huyen casi siempre.

Al oir esto volvió el joven á levantar su cabeza, mirándola sin miedo alguno, con una expresión interrogante… ¿Qué es lo que intentaba decir aquella mujer?

Él no conocía la vida directamente; además, como hombre de acción, amaba poco la lectura, y le había sido imposible adivinar la existencia á través de los libros; pero guardaba en el fondo de su memoria ciertos recuerdos de novelas simplistas é ingenuas, abundantes en aventuras, leídas para combatir el aburrimiento durante los viajes en ferrocarril ó las travesías marítimas.

También llevaba vistas un centenar de historias cinematográficas, y lo mismo en las páginas de los libros que sobre las pantallas de los cinemas había conocido el tipo de la «mujer fatal», la mujer hermosa de cuerpo y enrevesada y maligna de espíritu, que tienta á los hombres, consiguiendo hacerlos salir del camino del honor, y acaba perturbando la felicidad tranquila y dulcemente monótona que debe proporcionarse todo joven, casándose y formando una familia. ¿Si sería esta marquesa su mujer fatal? Robledo no mostraba mucha simpatía por ella…

Pero á continuación pensó en todas las protagonistas calumniadas y perseguidas que había encontrado igualmente en los libros y las aventuras cinematográficas, siendo tan enormes sus tormentos, que él, á pesar de su fortaleza viril, sentía humedecerse sus ojos. En el mundo abundaban tal vez las víctimas de dicha especie. Únicamente de este modo podía él explicarse la frecuencia con que aparecen en las novelas.

Siguió mirando á la Torrebianca para darse cuenta de si era una mujer fatal ó una mujer perseguida injustamente; pero ella había bajado los ojos, diciendo con triste modestia:

– He sufrido mucho al ver que usted huía de mí. Rodeada de hombres egoístas y de un grosero materialismo, necesito una amistad noble y pura, un amigo desinteresado, un compañero que me aprecie por mi alma y no por mis atractivos corporales.

Watson movió la cabeza instintivamente. Este movimiento era un reflejo de la aprobación que daba en su interior á tales palabras. Iba formándose ya una opinión sobre aquella mujer.

– Siempre creí – continuó ella – que este amigo ideal podía serlo usted, que parece tan bueno… Pero ¡ay! usted me detesta, usted huye de mí, creyéndome tal vez una mujer temible, como hay tantas en el mundo, cuando en realidad no soy mas que una infeliz.

Para expresar Ricardo con más vehemencia su protesta, se puso de pie, llevándose una mano al pecho. Él no había sentido nunca antipatía por ella, ni deseaba huir de su trato. Era un gentleman que pensaba siempre con el mayor respeto de la esposa de su compañero Torrebianca. Pero confesaba que hasta ahora no la había conocido bien.

– Esto no es extraordinario. A veces las personas se hablan años y años y creen conocerse, hasta que un día, de pronto, se conocen en realidad y se ven muy distintas de como se habían imaginado. Yo, después de lo que acabo de oir…

No dijo más, pero su silencio y sus ojos dieron á entender la emoción que habían producido en él las palabras de Elena…

Ésta se levantó igualmente, aproximándose á Watson para tenderle una mano.

– Entonces, ¿acepta usted ser ese amigo que tanto necesito para continuar mi existencia?… ¿Quiere servirme de apoyo y de guía?…

Turbado por la mirada de ella, balbuceó el joven palabras truncadas, estrechando al mismo tiempo la mano femenina que se mantenía dentro de la suya. La marquesa acogió esta vaga aceptación con un regocijo infantil.

– ¡Qué felicidad! Me visitará usted todos los días, me acompañará en mis paseos á caballo, y ya no me veré seguida por esos suspirantes pegajosos que me molestan continuamente.

Mostróse sorprendido Ricardo por la alegría de la Torrebianca. Él no había prometido nada de esto; pero no se atrevió á protestar.

Como si no tuviese ya duda de que el joven iba á ser su acompañante, Elena empezó á reir con una risa algo maliciosa.

– Además, en nuestros paseos me enseñará usted á tirar el lazo. ¡Cómo deseo poseer esa habilidad!…

Se dió cuenta inmediatamente de lo inoportunas que resultaban sus palabras. Watson había entornado los ojos, al mismo tiempo que su frente parecía obscurecerse, pasando por ella la sombra de un desfile de lejanas imágenes. Recordó la tarde en que Elena los había sorprendido cerca del río, á él y á Celinda, mientras ésta le enseñaba á tirar el lazo.

Elena, para repeler tal recuerdo, se aproximó más al joven, apoyando sus manos en las solapas de su blusa. Parecía querer mirarse en sus pupilas, al mismo tiempo que concentraba en los propios ojos todo su poder de seducción.

– ¿Amigos de veras?… – preguntó con una voz susurrante. – ¿Amigos para siempre?… ¿Amigos por encima de la calumnia y de la envidia?

El joven se sintió vencido por el contacto y los perfumes de aquella mujer. El recuerdo de la ribera del río y las alegres lecciones de Celinda fué desvaneciéndose. Hubo algo dentro de él que intentó resistirse todavía á esta influencia. Pasó por su memoria el recuerdo de las heroínas fatales de los libros. Hizo un movimiento como si fuese á decir «no», y llevó sus manos á las manos de ella para despegarlas de su pecho. Pero sus dedos, al sentir el contacto de la epidermis femenina, se inmovilizaron en voluptuoso desmayo para oprimir después, acariciadores, las manos de ella. Y como los ojos de Elena parecían implorar una respuesta á sus recientes preguntas, él hizo un movimiento con su cabeza: «Sí».

A partir de este día Watson fué el único acompañante de la esposa de Torrebianca en sus paseos á caballo. Frente á la antigua casa de Pirovani se situaba un mestizo encargado de la caballeriza del contratista, teniendo de las riendas á una yegua blanca con silla femenil.

Llegaba Ricardo á caballo, aparecía en lo alto de la escalinata Elena, vestida de amazona, y en el mismo instante se presentaba en la calle el contratista, como si hubiese estado oculto esperando una oportunidad para mostrarse. También iba á caballo, pero la «señora marquesa» se negaba á aceptar su compañía.

– Vaya usted á sus negocios, señor Pirovani. Mi marido dice que los descuida usted mucho, y eso me entristece… El señor Watson está más libre ahora y me acompañará.

Acababa el italiano por aceptar tales palabras, con cierto agradecimiento. ¡Cómo se interesaba por sus negocios esta mujer! No podía mostrar con más claridad la simpatía por todo lo referente á su persona. Además, el acompañamiento de Watson no podía inspirarle celos. Todos le tenían en el país por novio de la niña de Rojas… Y finalmente se retiraba, aunque de mal talante, para ir á visitar las obras del dique.

Otras veces, cuando ya estaba Elena en la silla, se presentaba Canterac, también á caballo, con el deseo de acompañarla. Pero Elena le acogía con signos negativos de su latiguillo.

– Ya le he dicho varias veces que no quiero más acompañante que mister Watson – le contestó ella una mañana. – Usted, capitán, váyase á trabajar en esa misteriosa y enorme sorpresa que me está preparando.

También Canterac aceptaba al ingeniero norteamericano como acompañante de la marquesa. Le parecía más tolerable que el odiado Pirovani.

Vió cómo se alejaban los dos jinetes, y aunque sentía un enojo sombrío, como siempre que le rechazaba Elena, procuró disimularlo, encaminándose después á la casa de Moreno.

Estaba el oficinista leyendo una novela junto á su ventana, y al ver á Canterac se acodó en el alféizar para hablarle de los trabajos realizados.

– Hay cerca de doscientos hombres y cuarenta carretas que ganan plata en lo del parque.

El ingeniero, siempre á caballo, escuchó las explicaciones que le fué dando Moreno desde su ventana.

– Le he quitado estos hombres á Pirovani ofreciéndoles doble jornal. Además, me he llevado todas las carretas que el italiano tiene contratadas y las que hay en Fuerte Sarmiento. Esto va á retrasar un poco los trabajos del dique; pero luego, usted por una parte y el contratista por otra, procurarán ganar el tiempo perdido.

Los hombres trabajaban á cinco leguas de allí, río abajo, en un lugar algo pantanoso, donde las crecidas habían hecho surgir un bosque de álamos y otros árboles. Apartaban los peones la tierra inmediata á los troncos, dejando al descubierto sus raíces. Luego cortaban éstas é inclinaban el árbol, haciéndole caer en una carreta de bueyes, que emprendía lentamente su marcha á lo largo de la ribera, necesitando toda una jornada para llevar su carga hasta la Presa.

– Un trabajo largo y difícil – siguió diciendo Moreno. – Ayer estuve allá para verlo todo por mis ojos, y crea usted que la gente gana bien su plata.

Cerca de la Presa, en una planicie vecina al río, limpia de vegetación, otros peones abrían hoyos en el suelo. Al llegar las carretas con los árboles, levantaban éstos y los metían en los hoyos, amontonando tierra en torno para que se mantuviesen erguidos.

– Son árboles de algunos metros nada más, pero resultarán extraordinarios en este desierto donde no hay otros que puedan servir de comparación. Tengo la seguridad, capitán, de que la sorpresa va á ser enorme. Eso no lo puede discurrir el italiano.

Canterac aprobó con un sonrisa de satisfacción las últimas palabras.

– Va usted á gastar toditos sus miles de pesos – continuó Moreno – , y hasta puede ocurrir que al final falte algo de plata; pero tendrá usted su parque… Es verdad que el tal parque no le producirá nuevos gastos, pues al día siguiente de la fiesta los árboles tal vez estén secos y muertos.

Y el oficinista rió de la inutilidad de un gasto tan enorme, admirando y compadeciendo á la vez al ingeniero.

Mientras tanto, Elena y Watson marchaban lentamente á caballo por la orilla del río. Ella mantenía cogida una mano de él, hablándole afectuosamente, con una expresión maternal.

– Veo, Ricardo, por lo que me cuenta, que Robledo lo dirige todo y usted es á modo de un empleado suyo… No debía mezclarme en sus asuntos, pero todo lo que se refiere á usted ¡me inspira tanto interés!… Yo no digo que el español cometa indelicadezas al repartir las ganancias del negocio; eso no. Robledo es hombre correcto, pero abusa un poco de la condición de tener más años. Debe emanciparse usted de esa tutela, ó no hará el camino que le corresponde hacer por sí mismo, sin necesidad de tutores.

Ricardo había defendido la persona de su asociado desde las primeras insinuaciones; pero acabó por acoger, pensativo y ceñudo, sin una palabra de protesta, el último consejo de Elena.

Mientras los dos conversaban, balanceándose ligeramente con el paso lento de sus caballos, un jinete apareció y se ocultó repetidas veces en el fondo del paisaje, pasando de la orilla del río á las dunas de arena que las inundaciones habían dejado tierra adentro. Este jinete que se aproximaba ó se alejaba en un galope caprichoso era Celinda Rojas.

Elena fué la primera en darse cuenta de sus evoluciones, y sonrió malignamente.

– Creo que alguien le busca – dijo á Ricardo.

Éste miró hacia donde ella señalaba, y al reconocer á la amazona, no pudo disimular cierta turbación.

– Es la señorita de Rojas – contestó, ruborizándose ligeramente – ; una niña todavía, con la que tengo alguna amistad. Es como una hermana menor; mejor dicho, un compañero. No vaya usted á imaginarse…

La Torrebianca sonreía irónicamente, como si no creyese en sus protestas, y acabó por decir, con una frialdad que apenó al joven:

– Vaya usted á saludarla, para que no nos moleste más con su vigilancia, y venga luego á juntarse conmigo.

Después de estas palabras, dichas con el tono de una orden, hizo trotar á su caballo tierra adentro, por entre los ásperos matorrales, que se rompieron lanzando crujidos de leña seca.

Inmediatamente, Celinda dejó de evolucionar á lo lejos, llegando á todo galope al encuentro de Ricardo. Cuando estuvo junto á él le amenazó con un dedo, pretendiendo imitar la expresión ceñuda de un maestro que riñe á su discípulo. Luego habló con una gravedad cómica:

– ¿No le he dicho más de cien veces, mister Watson, que no quiero verle con esa… mujer? Paso ahora los días enteros corriendo el campo inútilmente, y cuando al fin consigo tropezarme con el señor, lo veo siempre en mala compañía.

Pero Watson era ahora otro hombre y no acogió con risas su fingido enfado. Muy al contrario, pareció ofenderse por el tono de broma con que hablaba ella, y repuso secamente.

– Puedo ir con quien quiera, señorita. Sólo hay entre nosotros una buena amistad, á pesar de lo que algunos suponen equivocadamente. Ni usted es mi prometida, ni yo tengo obligación de privarme de mis relaciones para obedecer sus caprichos.

Celinda quedó absorta por la sorpresa y él se aprovechó de esto para saludarla con brusquedad, alejándose después en la misma dirección que había seguido Elena. La niña de Rojas, al convencerse de que el norteamericano huía verdaderamente, hizo un gesto de cólera, al mismo tiempo que lanzaba palabras suplicantes:

– ¡No se vaya, gringuito!… Oiga, don Ricardo; no se ofenda… Mire que esto sólo ha sido para reir, lo mismo que otras veces.

Como Watson fingía no oírla y continuaba su trote, acabó ella por echar mano al lazo que guardaba en el delantero de la silla, y lo deslió para arrojarlo sobre el fugitivo.

– ¡Venga usted aquí, desobediente!

El lazo cayó sobre Ricardo con exacta precisión, aprisionándolo, pero cuando Celinda empezaba á tirar de él, sacó el ingeniero un pequeño cuchillo, cortando la cuerda. Tan rápido fué este acto, que la joven, preocupada únicamente en tirar de su lazo, casi cayó del caballo al faltarle de pronto el apoyo de la resistencia.

Watson se alejó, sacándose el fragmento de cuerda que envolvía aún sus hombros. Luego la arrojó, sin volver la vista atrás. Mientras tanto, la niña de Rojas seguía recogiendo su lazo, que se arrastraba blandamente por el suelo.

Al llegar á sus manos el final de la cuerda, contempló tristemente su extremo cortado. Las lágrimas enturbiaron su visión. Luego, la hija de la estancia palideció de cólera mirando hacia las dunas, detrás de las cuales había desaparecido el norteamericano.

– ¡Que el demonio te lleve, gringo desagradecido! No quiero verte más… Ya no te echaré mi lazo, y si alguna vez deseas verme, serás tú el que tengas que echármelo á mí… ¡si es que sabes!

Y no pudiendo resistirse más tiempo á la crueldad de su decepción, la niña de Rojas hundió la cara entre las manos, para que aquella tierra arenisca y aquel río impetuoso y solitario que tantas veces la habían visto reir no la viesen ahora llorar.


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