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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XII

Llegó el día de la gran sorpresa preparada por Canterac. Los trabajadores, bajo la dirección de Moreno, colocaron los últimos árboles en la llanura inmediata al río.

Grupos de curiosos admiraban desde lejos este bosque improvisado. De Fuerte Sarmiento y hasta de la capital del territorio de Neuquen iban llegando gentes atraídas por la novedad de tal fiesta. Algunos obreros tendían de tronco á tronco guirnaldas de follaje y clavaban grupos de banderolas.

Friterini, elevado á la categoría de maître d’hôtel, había sacado de su maleta un frac algo apolillado, recuerdo de los tiempos en que prestaba servicio como camarero auxiliar en hoteles de Europa y de Buenos Aires. Preocupándose de la integridad de su pechera dura y su corbata blanca, daba órdenes á una tropa de mestizas del boliche que se habían convertido en servidoras y preparaban las mesas para la fiesta de la tarde.

Don Antonio «el Gallego» también se había transformado exteriormente. Iba vestido de negro, con una gruesa cadena de oro de bolsillo á bolsillo de su chaleco. Él era de los invitados, tenía derecho á figurar entre los vecinos más notables de la Presa representando al alto comercio; pero como la merienda había sido encargada á su establecimiento, creyó del caso trasladarse al lugar de la fiesta desde las primeras horas de la tarde, para convencerse de que todos los preparativos se desenvolvían con regularidad.

Entre los mirones situados al otro lado de una cerca de alambre se veían algunos gauchos, siendo uno de ellos el famoso Manos Duras. Después de la batalla ocurrida en el boliche, había vuelto tranquilamente al campamento para dar explicaciones. No negaba que algunos de los provocantes fuesen amigos suyos, pero todos eran mayores de edad y no iba á responder de sus actos, como si fuese su padre. Él estaba lejos del campamento al ocurrir el choque; ¿por qué intentaban mezclarlo en hechos de los que no tenía culpa alguna?…

El comisario hubo de conformarse con estas justificaciones; el dueño del boliche las aceptó igualmente, creyendo que era mejor tenerlo por amigo que por adversario, y allí estaba Manos Duras contemplando con una atención algo burlona los preparativos de la fiesta. Los otros gauchos, igualmente silenciosos, parecían reir interiormente de tales labores. Los gringos trasladaban los árboles del sitio donde los había hecho nacer Dios: ¡y todo por una mujer!…

Las gentes del pueblo eran más atrevidas en sus juicios, formulándolos á gritos. Algunas mujeres, las mejor vestidas, censuraban á la marquesa:

– ¡La grandísima… tal! ¡Las cosas que los hombres hacen por ella!

Enumeraban los regalos del contratista Pirovani, tan regateador y duro para los trabajadores. Todos los días de tren le llegaban á la marquesa paquetes de Buenos Aires ó Bahía Blanca, pagados por el italiano. Además, un carro con tonel no hacía otro trabajo que llevar agua del río á la casa. Aquella señorona necesitaba bañarse cada veinticuatro horas.

– Eso no es natural. Debe tener en la carne algo que no quiere irse – afirmaban sentenciosamente algunas mujeres.

Para todas ellas, obligadas á ir varias veces al día con un cántaro á cuestas de su vivienda al río, el carro del tonel representaba el más inaudito de los lujos. ¡Un baño diario en aquel país, donde el menor soplo de viento levantaba columnas de tierra suelta, tan enormes y violentas, que obligaban á encorvarse para resistir mejor su empuje!… Como muchas de estas mujeres llevaban aún en sus cabelleras y en los dobleces de sus ropas el polvo de semanas antes, las enfurecía tal derroche de agua, como una injusticia social.

Una, para consolarse, recordó malignamente al ingeniero Torrebianca.

– ¡Y será capaz de venir esta tarde con los queridos de su mujer!… Parece imposible que un hombre sea tan… ciego. Deben marchar de acuerdo los dos.

Todos los que no estaban invitados á la fiesta y pretendían verla de lejos, apoyados en la alambrada, se consolaban de su preterición hablando contra la Torrebianca, sus amigos y su marido.

Pasó Celinda á caballo, entre los grupos, lentamente y mirando con hostilidad el parque improvisado. Luego, para no oir los escandalosos comentarios de aquellas mujeres, se alejó hacia el pueblo.

González, sin perder de vista la preparación de las mesas, hablaba á unos parroquianos de su establecimiento, mostrándoles el río. Era propicia la ocasión para repetir, con una gravedad doctoral, muchas cosas oídas á su compatriota Robledo.

Los indios habían dado á este río su nombre de Negro por los sufrimientos que les costaba remontarlo, á causa de su rápida corriente. Los descubridores españoles lo titularon río de los Sauces, por la gran cantidad de árboles de esta especie que cubría sus orillas. Habían disminuido mucho ahora, pero aún representaban el mayor obstáculo para su navegación, pues los troncos y raigones impulsados por la corriente batían como arietes á los barcos, quebrantándolos. Durante dos siglos había permanecido inexplorado, creyendo los descubridores españoles – á causa de los informes de los indígenas – en la posibilidad de navegar por él hasta Chile, lo que haría del río de los Sauces un canal entre el Atlántico y el Pacífico menos lejano que el estrecho de Magallanes.

Un misionero inglés intentaba su exploración para que su patria se apoderase de este paso, lo que la permitiría atacar cómodamente las colonias de España situadas al borde del Pacífico.

– Entonces fué cuando los españoles, que habían tenido tantas cosas en qué ocuparse, por ser dueños de la mayor parte de América, creyeron necesario explorar el río.

Era un alférez de la Armada, llamado Villarino, el que acometía esta empresa difícil y de escasa resonancia en el último tercio del siglo XVIII, cuando ya casi toda la tierra de América estaba descubierta y colonizada.

– Don Manuel – siguió diciendo el dueño del boliche – llama á Villarino el último representante del heroísmo descubridor de los españoles.

Con cuatro barcas pesadísimas é inadecuadas para tal viaje, había salido de Carmen de Patagones, en la costa atlántica, llevando por tripulación unos sesenta hombres. Este puñado de marineros se internaban en un país totalmente inexplorado, en el que vivían los indios más irreductibles y feroces. De las margenes del río Negro partían las invasiones indígenas contra las tierras civilizadas del virreinato de la Plata: los malones de jinetes cobrizos ansiosos de robar ganados á los estancieros de Buenos Aires. Los cuatro barcos de uno ó dos palos iban á navegar centenares de leguas entre orillas donde les esperaban en acecho los Aucas, tenidos por los indios más sanguinarios é indomables.

– Sólo los que conocemos la corriente de este río podemos comprender lo que representó aquella expedición, curso arriba y con buques de vela. Llevaban quince caballos para sirgar los barcos por la orilla en los pasos difíciles. Cuatro veces los huracanes rompieron las arboladuras de las embarcaciones. Con Villarino brilló por última vez, como dice don Manuel, la gloria de los conquistadores españoles. La expedición duró muchos meses, y como no tenía baquiano del país que la guia-se, se extravió con frecuencia, metiéndose en ríos afluentes para retroceder después… Buscaban el mar que los indios aseguraban haber visto con sus ojos, y efectivamente, al final del Limay, continuación del río Negro, se desemboca en un mar que es simplemente el lago Nahuel Huapi… Lo cierto es que ahora nadie navega por este río mientras no lo limpien, y ninguno de los exploradores actuales, aún contando con las embarcaciones modernas, ha querido repetir el viaje del alférez Villarino hace siglo y medio.

Llevado por su entusiasmo patriótico, seguía González mencionando todo lo que había oído á Robledo, pero sus oyentes eran cada vez más escasos. Se alejaban, atraídos por los preparativos de la merienda, prefiriendo la contemplación de las mesas á la del antiguo río de los Sauces y á escuchar el relato de las hazañas del joven oficial de la marina española.

Iban aumentando considerablemente los grupos. Una ban-da de música, compuesta de unos cuantos italianos vecinos de Nenquen, empezó á rasgar el aire con las estridencias de sus instrumentos de metal. Inmediatamente se lanzaron á danzar algunas parejas. Don Antonio vió en esto una falta de respeto al organizador de la fiesta.

– No los dejes bailar mientras no llegue la marquesa – ordenó á Friterini. – La ceremonia es para ella, y de seguro que le parecerá muy mal al señor de Canterac que empiece antes de tiempo.

Pero músicos y bailarines no hicieron caso alguno de sus escrúpulos y continuó el baile.

Elena estaba mientras tanto en el salón de su casa, lujosamente vestida para asistir á la fiesta. Tenía el rostro obscurecido por un gesto de enfado.

«Esto sólo me ocurre á mí – pensaba. – Llegar esta noticia precisamente hoy… ¡Y aún hay quien niega los caprichos de la fatalidad!»

Aquel día era de tren, y al empezar la tarde llegó el correo, recogido en Fuerte Sarmiento.

Torrebianca, con el rostro consternado, fué en busca de su mujer para mostrarle una carta.

– Lee lo que acabo de recibir. Es del notario de mi familia.

Esta carta, llegada de Italia, le daba cuenta de la muerte de su madre. «Desde que usted se marchó á América, la salud de la señora marquesa quedó tan profundamente quebrantada, que todos esperábamos tal desgracia de un momento á otro. Ha muerto pensando en usted. Su nombre fué lo último que balbuceó en su agonía. Adjunto le envío algunos datos sobre su herencia, que desgraciadamente no es…»

Suspendió Elena tal lectura para mirar á su marido con ojos interrogantes; pero éste tenía la cabeza inclinada, como anonadado por la noticia. Dudó ella en hablar, y como transcurría el tiempo sin que el otro saliese de su actitud silenciosa, dijo lentamente:

– Supongo que este suceso, que nada tiene de inesperado, pues tú mismo lo has presentido muchas veces, no va á privarnos de asistir á la fiesta.

Levantó Torrebianca el rostro para mirarla con ojos de asombro.

– ¿Qué es lo que dices?… Piensa que es mi madre la que ha muerto.

Ella fingió cierta confusión, mientras decía bondadosamente:

– Siento mucho la muerte de la pobre señora. Era tu madre, y esto basta para que la llore… Pero piensa que en realidad no la vi nunca, y ella, por su parte, sólo me conoció por mis retratos. Ten serenidad y un poco de lógica… Por esa desgracia, ocurrida al otro lado de la tierra, no vamos á privarnos de asistir á una fiesta que representa enormes gastos para el amigo que la ha organizado.

Se aproximó á su esposo, diciéndole con voz insinuante, al mismo tiempo que le acariciaba el rostro con una mano:

– Hay que saber vivir. Nadie conoce esta desgracia. Figúrate que la carta no ha llegado hoy y sólo puedes recibirla en el correo de pasado mañana… Quedamos en eso; aún ignoras la noticia y me acompañas esta tarde. ¿Qué adelantas con acordarte ahora? Tiempo te queda para pensar en ese suceso triste.

El marqués hizo signos negativos. Luego se llevó una mano á los ojos, y apoyando sus codos en las rodillas gimió sordamente:

– Era mi madre… ¡Mi pobre mamá, que tanto me quería! Hubo un largo silencio. Torrebianca, como si no quisiera mostrar su dolor en presencia de su mujer, se refugió en una habitación inmediata. Elena, ceñuda y malhumorada, le oyó gemir y pasearse al otro lado de la puerta.

Así transcurrió mucho tiempo. Ella miró el reloj: las tres. Había que decidirse. Hizo un gesto cruel y levantó los hombros. Luego fué hasta la puerta por donde había desaparecido su esposo:

– Quédate, Federico; no te ocupes de mí. Iré sola, é inventaré un pretexto para excusar tu ausencia. ¡Hasta luego, alma mía! Cree que si te dejo es únicamente por no molestar á nuestros amigos. ¡Ay, las exigencias sociales! ¡Qué tormento!…

Tomaba su voz inflexiones de piadoso cariño, al mismo tiempo que las comisuras de su boca se dilataban en un rictus de cólera.

Se puso el sombrero y salió. Desde lo alto de la escalinata pudo ver la calle enteramente solitaria.

Toda la gente del pueblo estaba en los alrededores del parque improvisado. Canterac y el contratista, cada uno por su parte, habían declarado festivo aquel día, imponiendo el descanso á sus obreros.

Frente á la casa había un carruajito de cuatro ruedas, cuidado por un mestizo. Éste dormía en el pescante, con un cigarro paraguayo entre sus labios gruesos y azules, mientras un enjambre de moscas zumbaba en torno al rostro sudoroso.

Elena pensó en sus admiradores, que estarían esperándola, impacientes. Se habían abstenido de venir á buscarla, porque el día anterior les manifestó su deseo de presentarse sin otro acompañamiento que el de su esposo. Una señora debe evitar que la maledicencia se cebe en sus actos.

Cuando se dirigía hacia el carruajito, dejando á sus espaldas la casa, oyó el ruido de un galope. Un jinete acababa de surgir de una callejuela inmediata. Era Flor de Río Negro.

Por una afinidad misteriosa que más bien era una repulsión, Elena adivinó su presencia antes de verla con sus ojos. Sin esperar á que el caballo hiciese alto, la intrépida amazona se deslizó de la silla. Luego fué aproximándose, con la torpeza del jinete que extraña el contacto del suelo:

– Señora, una palabra nada más.

Y se interpuso entre ella y la estribera del carruaje, cerrándola el paso.

A pesar de su arrogancia, Elena se sintió emocionada por los ojos hostiles de la muchacha. Fingió, sin embargo, altivez, y pareció preguntar con un gesto: «¿Es realmente á mí á quien busca?…»

Celinda la entendió, contestando con un movimiento afirmativo. La marquesa hizo otro ademán indicando que podía hablar, y la niña de Rojas dijo con expresión agresiva:

– ¿No tiene usted bastante con todos esos hombres á los que trae locos?… ¿Todavía necesita robar los que pertenecen á otras mujeres?

La respuesta de Elena fué mirarla de pies á cabeza. Pretendía confundirla con sus gestos de superioridad.

– Joven, no la conozco – dijo. – Además, sospecho que existen entre nosotras grandes diferencias de categoría y educación, que nos impiden seguir hablando.

Intentó apartarla para que le dejase libre el paso; pero Celinda, irritada por su aire despectivo, levantó el rebenque que llevaba en la diestra.

– ¡Ah, demonio con faldas!

Dirigió un golpe contra el rostro de Elena, pero ésta se puso en actitud defensiva, agarrando el brazo enemigo. Su cara quedó intensamente pálida, con los ojos agrandados por la sorpresa y un resplandor felino en las pupilas. Luego habló con una voz algo ronca:

– Muy bien, joven, no se moleste. Doy por recibido el golpe. Este regalo es de los que no se olvidan nunca, y corresponderé á él cuando lo considere oportuno.

Soltó el brazo de Celinda, y como ésta parecía haber desahogado ya toda su cólera, lo dejó caer, quedando inmóvil y como avergonzada de su agresión.

Aprovechó Elena este desaliento momentáneo para subir al cochecito, tocando en un hombro á su conductor. El mestizo había estado adormecido hasta entonces, con el cigarro en la boca, sin enterarse de lo que acababa de ocurrir junto á su vehículo.

Apenas salieron del pueblo, vió Elena á lo lejos el parque improvisado y la muchedumbre que rebullía en torno á él.

Un jinete pasó al trote en dirección contraria, regresando del lugar de la fiesta, y se quitó el sombrero para saludarla. Elena reconoció á Manos Duras, sonriendo maquinalmente á su respetuoso saludo. Luego, sin darse exacta cuenta de lo que hacía, le llamó con una mano. El gaucho hizo dar vuelta á su cabalgadura y se aproximó al carruaje, marchando junto á sus ruedas.

– ¿Cómo le va, señora marquesa?… ¿Por qué está tan pálida?

Elena hizo un esfuerzo para serenarse. Debía guardar aún en su rostro las huellas de la reciente emoción, y ella necesi-taba llegar á la fiesta tranquila y sonriente, de modo que nadie adivinase el insulto que había recibido.

Como si quisiera terminar cuanto antes su conversación con Manos Duras, le preguntó con forzada alegría:

– Usted me dijo una vez que me aprecia mucho y está dispuesto á hacer lo que yo le mande, por terrible que sea.

Se llevó Manos Duras una mano al sombrero para saludar, y sonrió, mostrando sus dientes de lobo.

– Ordene lo que quiera, señora. ¿Desea que mate á alguien?

Y al mismo tiempo la miraba con ojos de deseo. Ella hizo un falso gesto de susto:

– Matar, no… ¡qué horror! ¿Por quién me toma?… El servicio que tal vez le pida será muy dulce para usted… Ya hablaremos.

Temiendo que el gaucho prolongase sus palabras de despedida, le indicó con un ademán enérgico que debía retirarse. Ya estaba cerca del sitio de la fiesta, y no era conveniente llegar sin su marido y con tal acompañamiento.

Manos Duras contuvo su caballo mientras se alejaba el carruaje, Durante algunos minutos siguió con los ojos á aquella mujer, la más extraordinaria que había encontrado en su vida; y al dejar de verla, su mirada de mastín sumiso volvió á recobrar una dureza agresiva.

Iban entrando los invitados en el parque artificial, bajo la curiosidad envidiosa del populacho, mantenido más allá de la alambrada por la vigilancia del comisario y sus cuatro hombres. Estos invitados eran comerciantes españoles é italianos establecidos en las poblaciones más cercanas y algunos venidos de la lejana isla de Choele-Choel, lugar hasta donde llegan los escasos barcos que pueden remontar el río Negro. También los capataces y mecánicos de las obras acudían con sus mujeres, que habían sacado á luz los vestidos de fiesta, usados únicamente cuando iban á Bahía Blanca ó á Buenos Aires.

Robledo paseaba por las cortas avenidas de este parque admirando irónicamente la absurda creación de Canterac. Moreno le iba mostrando con cierto orgullo todas las particularidades de la obra dirigida por él.

– Lo mas notable es una especie de cenador, ó mejor dicho, de santuario de verdura que hay al final de la arboleda. Seguramente que el capitán querrá llevar allí á la marquesa. Pero ella es lista y sabe escurrirse.

Guiñaba un ojo maliciosamente al hablar de los propósitos de Canterac, y á continuación se mostraba grave para afirmar la cordura de la marquesa, que «no era la mujer que se imaginaban muchos».

Se disponía á mostrar al español el famoso «santuario de verdura», cuando le abandonó repentinamente, mascullando excusas, para correr hacia la entrada del parque. Elena acababa de llegar. Lo mismo que Moreno, corrieron á su encuentro los otros solicitantes; pero ella, después de saludar á los tres, mostró su predilección por Watson, que también había salido á recibirla. Conversó con los demás, pero sin apartar de Ricardo sus ojos acariciadores. Robledo, que examinaba al grupo desde lejos, se enteró inmediatamente de esta predilección.

Contrariado por su descubrimiento, fué aproximándose para saludar á la Torrebianca. Luego invitó á Watson, con ademanes y palabras en voz baja, á que se fuese con él; pero el joven fingía no entenderle. Al fin, el ingeniero francés, que por ser el autor de la fiesta mostraba una superioridad absorbente, se interpuso entre Elena y los demás hombres, ofreciéndola el brazo para enseñarle todas las bellezas de su invención forestal. Robledo aprovechó esto para tocar á Ricardo en la espalda, invitándole á dar un paseo por la arboleda. Apenas quedaron solos, el español se expresó con un tono bondadoso, señalando á la mujer que se alejaba apoyada en un brazo de Canterac.

– Tenga usted cuidado, Ricardo. Creo que esa Circe también desea someterlo á sus encantamientos.

Watson, que siempre le había escuchado con deferencia, le miró ahora altivamente.

– Tengo bastantes años para marchar solo – contestó con sequedad – ; y en cuanto á consejos, démelos cuando yo se los pida.

Y murmurando otras palabras ininteligibles, le volvió la espalda para ir en busca de Elena.

Quedó el español asombrado por la brusca respuesta de su socio. Después sintió indignación.

«¡Esa mujer! – pensó. – ¡Hasta va á quitarme el mejor de mis amigos!…»

Empezaba la parte más interesante de la fiesta para muchos de los invitados. Friterini dió voces, dirigiendo á las mestizas encargadas del servicio. Sobre las mesas, hechas con tablas y caballetes y que tenían por manteles sábanas recién lavadas, fueron apareciendo los manjares más ricos y extraordinarios del «Almacén del Gallego» y otros despachos de bebidas y alberguerías existentes en las colonias inmediatas al río Negro. Eran manjares de Europa y de la América del Norte, que tenían un sabor á largo encierro, á estaño y á hojalata: carnes de cerdo de Chicago, salchichas de Francfort, foie gras francés, sardinas de Galicia, pimientos de la Rioja, aceitunas de Sevilla, todo venido, á través del Océano, en botes metálicos ó cubiletes de madera.

Lo más extraordinario eran las bebidas. Sólo algunos gringos procedentes de los llamados «países latinos» buscaban las botellas de vino tinto. Los demás, especialmente los hijos del país, consideraban los líquidos de color de sangre como una bebida ordinaria, apreciando la claridad y el tono blanco de los vinos como signo de aristocracia. Resonaban continuamente los taponazos del champaña. Algunos bebían el vino espumoso como si fuese agua del río.

– Esto es caro en Europa – decía un ruso de pelo largo y grasiento – ; pero aquí, ¡con la diferencia del cambio!…

Moreno, hombre de orden, consideraba con inquietud la sed creciente de los invitados. Al mismo tiempo hacía recomendaciones de parquedad y prudencia en el servicio al entusiasta Friterini con palabras deslizadas al paso y misteriosos ademanes.

«¡Con tal que alcancen los pesos de Canterac! – pensaba. – Empiezo á creer que no tendremos bastante para pagarlo todo.»

Mientras tanto, el ingeniero francés avanzaba entre los árboles con Elena ó se detenía para mostrarle los ejemplares más corpulentos.

– Esto no es el parque de Versalles, bella marquesa – dijo imitando los ademanes galantes de otros siglos – , pero representa, á pesar de su modestia, el gran interés que tiene un hombre en serle agradable.

Pirovani, fingiéndose distraído, iba detrás de ellos á cierta distancia. Le era imposible ocultar el despecho que le producía esta fiesta ideada por su adversario. Reconocía que nunca hubiera sabido inventar él algo semejante, ¡Lo mucho que sirve haber estudiado!…

Según iba avanzando por el bosque artificial, procuraba empujar disimuladamente los árboles más próximos para hacerlos caer. Pero este mal deseo resultaba inútil. Todos se mantenían firmes. Aquel imbécil de Moreno había hecho bien las cosas al ayudar á Canterac.

Sintió frío en sus extremidades y que toda la sangre se le agolpaba al corazón viendo cómo se ocultaba la pareja en un tupido cenador de ramaje, al final de una avenida. Era el famoso «santuario» del oficinista.

– La reina puede sentarse en su trono – dijo Canterac.

Y mostró á Elena un banco rústico rematado por una especie de doselete hecho con guirnaldas de follaje y flores de papel.

Excitado el francés por la soledad, habló con gran vehemencia de su amor y de los grandes sacrificios que estaba dispuesto á hacer por Elena. Muchas veces había dicho lo mismo, pero ahora estaban solos y aquella fiesta parecía haber aumentado su agresividad pasional.

Ella, que se había sentado en el banco rústico, teniendo cerca al ingeniero, mostró cierta inquietud, aunque sin perder por esto su sonrisa tentadora. Canterac le cogió ambas manos é inmediatamente quiso besarla en la boca. Como la Torrebianca esperaba la agresión, se defendió á tiempo, haciendo esfuerzos por repelerle.

Se hallaban en esta lucha, cuando apareció el contratista en la entrada del cenador. Pero ninguno de los dos pudo verle. Canterac seguía ocupado en su tenaz propósito de besarla; y ella, olvidando sus remilgos de coqueta, lo repelía violentamente.

– Esto no es leal – dijo con voz jadeante. – Debo estar despeinada… Va usted á romper mi sombrero… ¡Estese quieto! Si insiste usted, le abandono.

Vióse al fin obligada á defenderse con tal brusquedad, que Pirovani creyó llegado el momento de intervenir, avanzando resueltamente dentro del cenador. El ingeniero, al verle, abandonó á Elena, poniéndose de pie, mientras la mujer reparaba el desorden de su peinado y sus ropas. Los dos hombres se miraron fijamente, y el italiano consideró necesario hablar.

– Muestra usted mucha prisa – dijo con ironía – en cobrarse los gastos de su fiesta.

Resultaba tan inaudito para Canterac que un simple contratista se atreviese á insultarle allí mismo, en el costoso parque inventado por él, que permaneció algunos momentos sin poder hablar. Luego, su cólera de hombre autoritario estalló con fría llamarada.

– ¿Con qué derecho me habla usted?… Debí abstenerme de invitar á un emigrante sin educación, que ha hecho su dinero nadie sabe cómo.

Se enfureció Pirovani, pero con una cólera ardiente, al recibir tal insulto en presencia de Elena. Y como su violencia de sanguíneo necesitaba pasar á la acción, por toda respuesta se arrojó sobre el ingeniero, abofeteándole. Inmediatamente los dos hombres se agarraron, luchando á brazo partido, mientras la Torrebianca, perdida la serenidad, empezaba á dar voces de espanto.

Acudieron los invitados, siendo de los primeros en presentarse Robledo y Watson, cada cual por un lado distinto. El ingeniero y el contratista, estrechamente agarrados, rodaban por el suelo, derribando gran parte del «santuario de verdura».

Pirovani, más carnudo y vigoroso que Canterac, lo sofocaba con su peso. La cólera le hacía olvidar todo lo que sabía de español, y lanzaba blasfemias en italiano, aludiendo á la Virgen y á la mayor parte de los habitantes del cielo. Además, pedía á los que intentaban separarlos que le dejasen comerse tranquilamente los hígados de su rival. Había vuelto en unos segundos los años de su adolescencia, cuando se aporreaba con los compañeros de pobreza en alguna trattoria del puerto de Génova.

A fuerza de tirones y algún que otro puñetazo, varios hombres de buena voluntad consiguieron separar á sus dos jefes. Watson, despreciando á los combatientes, había corrido hacia la marquesa, colocándose delante de ella en actitud defensiva, como si le amenazase algún peligro.

Robledo miró á los dos adversarios. Contenido cada uno de ellos por un grupo, se insultaban de lejos, con los ojos inyectados de sangre y la lengua estropajosa. Ambos habían olvidado de repente el español, y cada uno barboteaba las peores palabras de su respectivo idioma.

Luego contempló á la marquesa de Torrebianca, que suspiraba como una niña, apoyándose en Watson.

«¡Sólo nos faltaba semejante escándalo! – se dijo. – Temo que alguien va á morir por culpa de esta mujer.»


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