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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XIX

– Han transcurrido doce años desde la última vez que estuve en París… ¡Ay! Reconozco que mi aspecto ha cambiado mucho.

Y Robledo, al decir esto, volvió á verse tal como se contemplaba todas las mañanas en el espejo, con ojos de conmiseración, mientras procedía á su limpieza matinal.

Era todavía vigoroso y gozaba de excelente salud; pero la vejez había empezado á marcar en él sus devastaciones. La cúspide de su cráneo estaba completamente despoblada. En cambio había suprimido su bigote, rasurándolo por el motivo de tener con más abundancia las canas que los pelos obscuros. Esta transformación le había dado, según él, cierto aspecto de clérigo ó de actor, pero al mismo tiempo esparcía por su rostro cierta frescura juvenil.

Ocupaba un sillón en el hall de un hotel elegante de París, cerca del Arco de Triunfo.

Frente á él estaba un matrimonio joven: Watson y Celinda. El paso de los años no había hecho mas que afirmar los rasgos fisonómicos de Ricardo, dando mayor estabilidad á su hermosura de atleta tranquilo. La antigua Flor de Río Negro tenía ahora una belleza estival de trato sazonado y dulce. Conservaba su esbeltez gimnástica de efebo, pero la maternidad había amplificado majestuosamente sus formas.

Ya no llevaba su cabellera cortada como una melena de pajecillo, ni se permitía en público los saltos y las travesuras infantiles de aquella amazona patagónica admirada por los inmigrantes. Debía mostrar la seriedad de una mamá. En torno á la mesita del hall se movía un niño de nueve años, voluntarioso y algo desobediente, que buscaba la protección de Robledo – por otro nombre «tío Manuel» – cuando le reñían sus padres. En un piso del «Palace» dos nurses inglesas vigilaban los juegos de otros tres hijos de menos edad.

Formaban todos en conjunto la conocida familia de la América del Sur que viene á pasar varios meses en Europa, como una tribu rica y alegre, trasladando la casa entera de un lado á otro del Océano, sin olvidar á los criados. Ahora la familia estaba en sus comienzos, por ser los padres todavía jóvenes, y se limitaba á ocupar cuatro camarotes en los buques y cinco cuartos con salón común en los hoteles. Diez años más de vida y de prosperidad en los negocios, y la caravana familiar, al hacer otro viaje á Europa, arrendaría todo un costado del paquebote y un piso entero en los «Palaces».

– ¡Las cosas que han ocurrido desde la última vez que estuve aquí!…

Se ensombreció el rostro de Robledo al recordar éste sus luchas durante dos años para conseguir que se reanudasen las obras en el río Negro.

Había conocido las angustias que proporcionan las deudas crecientes y las reclamaciones de acreedores que no pueden satisfacerse.

Casi todos los habitantes de la Presa escaparon al destruir el río las obras. Los raros viajeros que visitaban el país venían á admirar esta población en ruinas, semejante á las ciudades históricas y muertas del mundo antiguo, en una tierra falta de recuerdos.

A fin el gobierno había reanudado los trabajos. El río era vencido poco á poco, aceptando el obstáculo del dique y los canales de Robledo y Watson se empapaban con las primeras aguas, dejando correr por su lecho fangoso el riego vivificante.

Después de esto sólo habían necesitado los dos socios que transcurriese el tiempo. El milagro del agua realizaba un sinnúmero de milagros secundarios. Acudían á la muerta población hombres de todos los países, deseosos de roturar un suelo que podía después ser suyo. Una costra de verde tierno y luminoso iba cubriendo los campos antes polvorientos. Los matorrales secos y punzantes cedían el sitio á los árboles jóvenes. Nutridos por la savia de una tierra dormida durante miles de años, y refrescados incesantemente por el agua que corría á sus pies, realizaban en el corto plazo de varias semanas prodigiosos estiramientos.

Las casuchas de adobes, derruídas en el período de soledad y miseria, eran reemplazadas por edificios de ladrillo extensos y bajos, con un patio interior, imitando la arquitectura española de la época colonial. El antiguo boliche del Gallego se convertía en vasto almacén con numerosa dependencia, donde era vendido cuanto puede ser agradable y útil á los que se enriquecen cultivando la tierra, haciéndose además en él todos los negocios, incluso el de banca.

El dueño había ganado millones, por otra parte, al convertir sus arenales en campos de regadío. Al fin, acababa de realizar su ensueño de volverse á España, dejando al frente del almacén á un dependiente español interesado en sus negocios.

– Ayer me escribió don Antonio – dijo Robledo con una ironía bondadosa. – Quiere que vayamos á Madrid. Desea que admiremos su casa, sus automóviles, y sobre todo sus amistades. Me cuenta con orgullo que los periódicos hablan de sus comidas. También me dice que le han dado una condecoración y un día de estos lo presentarán al rey. He ahí un hombre dichoso.

El recuerdo del lejano país ensombreció el rostro de Celinda.

– Piensa en su padre – dijo Watson á su consocio. – Es imposible hablar de la Presa sin que se ponga triste… ¿Qué culpa tenemos nosotros si el viejo no ha querido venir?

Robledo asintió á estas palabras, pretendiendo animar á Celinda. Don Carlos no había querido moverse de su estancia, á pesar de lo mucho que le rogaron todos ellos para que les acompañase. No le interesaba ver en su vejez aquella Europa donde tantas locuras había realizado siendo joven. Deseaba conservar intactas las antiguas ilusiones. Además, temía que le faltase el tiempo para saborear los grandes cambios realizados en su propiedad.

– Me quedan pocos años – decía – , y no puedo malgastarlos vagando por Europa, cuando tantas cosas debo hacer aquí. Celinda me dará muchos nietos, y no quiero que sean unos pobretones.

Los canales de Robledo habían llegado á las tierras de su propiedad, convirtiendo los ralos y secos pastos de la estancia en lozanas praderas de alfalfa, siempre húmedas y verdes. Su «hacienda» engordaba, multiplicándose prodigiosamente. Antes, tenía que correr á caballo para encontrar de tarde en tarde un animal cornudo y huesoso que iba al descubrimiento y la conquista de algún hierbajo aislado, á través de una soledad casi yerma. Ahora, los novillos gordos y lustrosos, con las patas dobladas bajo su carnal pesadumbre, rumiaban la suculenta alfalfa, mordida en torno á ellos, sin necesidad de moverse.

Además, don Carlos era considerado como el primer hombre del país, y representaba para él una desvalorización marcharse á aquellas tierras de gringos, donde ignoraban su historia y nadie le haría caso. Hasta espaciaba mucho sus viajes á Buenos Aires, pensando que los amigos de su juventud habían muerto y sólo podía encontrar á sus hijos ó sus nietos, que apenas recordaban su nombre. En cambio, todos le hacían acatamiento en la Presa, como primer propietario del país. También era juez municipal, y los inmigrantes cultivadores de las «chacras» reconocían su autoridad y sapiencia, consultándole en todos sus asuntos y aceptando sus fallos.

– ¿Qué puedo hacer yo en París? ¡Un papelón!… Déjenme con mi gente y cada buey que rumie su pasto.

Sentía mucho separarse de sus nietos, pero esta separación no podía ser larga. Cuando Celinda y su marido el gringo volviesen, el niño mayor llegaría á tiempo para que su abuelo le enseñase á montar á caballo como debe hacerlo un criollo fino.

Precisamente este nieto hacía mucho rato que estaba junto á Robledo, montando en sus rodillas y dejándose caer en la alfombra.

– ¡Carlitos, preciosura – suplicó la madre – , deja en paz á tío Manuel!

Y añadió, para contestar á todo lo que había dicho Robledo acerca de su padre:

– Es verdad, no quiso venir; pero eso no impide que me entristezca cuando pienso que podía estar aquí, viendo lo que nosotros vemos.

Se aproximó al grupo una señorita elegantemente vestida: la institutriz francesa encargada de la educación de Carlitos. Venía á llevárselo para dar un paseo por el Bosque de Bolonia. La madre tuvo que acariciarle con vehemente ternura, y aún así, no pudo sofocar sus protestas de niño mimado.

– ¡Yo quiero quedarme con tío Manuel!…

Pero tío Manuel necesitaba salir solo, y se lo explicó así al pequeño tirano, con palabras de excusa.

– Si obedeces á mamá y vas con mademoiselle al Bosque, esta noche cuando te acuestes te contaré un cuento muy largo… ¡muy largo!

Carlitos aceptó la promesa, dejándose llevar por la institutriz sin nuevas rebeldías.

– ¡Ya se fué el déspota! – dijo Robledo, fingiendo una gran satisfacción al verse libre de él.

Celinda sonrió agradecida. El español había concentrado en Carlitos toda la necesidad de amar que sienten los célibes en los linderos de la vejez. Era muy rico y su fortuna iría ampliándose todavía más con el transcurso de los años, según fueran sometidas al cultivo las tierras recientemente irrigadas. Si alguna vez le hablaban de sus millones, miraba al hijo de Celinda, apodándolo «mi príncipe heredero».

Pensaba legar una parte de su fortuna á ciertos sobrinos que tenía en España y á los que apenas había visto; pero lo más considerable de su riqueza sería para Carlitos. Amaba también á los otros hijos de Watson; pero el primogénito había nacido en la época de amarguras é indecisiones, cuando todavía estaba en peligro su obra, y esto hacía que le considerase con la predilección que merece un compañero de los malos tiempos.

– ¿Qué va á hacer usted esta tarde? – preguntó Robledo á Celinda. – Seguramente lo mismo de las otras tardes: visita general á los grandes modistos de la rue de la Paix y calles adyacentes.

Ella aprobó con un movimiento de cabeza este programa, mientras Watson reía.

– ¿Cuándo se cansará usted de comprar vestidos? – continuó el español. – ¿No tiene miedo de que su equipaje no quepa en el trasatlántico, cuando regresemos á Buenos Aires?…

Se excusó Celinda, pensando otra vez en el lejano país.

– Debo hacer mis compras previsoramente. Piense que allá en nuestra colonia no hay nada de lo que se encuentra aquí con tanta facilidad. Somos unos millonarios del desierto que vivimos todavía en la primera semana de la creación de un mundo. Como quien dice unos millonarios… salvajes.

Los tres rieron de este título y luego quedaron pensativos. Sus ojos dejaron de ver el hall donde se encontraban y la elegante concurrencia de las mesas inmediatas. Contemplaron con una visión interior el antiguo campamento de la Presa, que ahora se llamaba «Colonia Celinda», y los campos regados, fértiles y alegres, propiedad de los dos ingenieros, con árboles todavía no muy altos, pues los más antiguos sólo contaban nueve años de existencia. Vieron también la gran plaza de la colonia con sus edificios nuevos, y en ella á don Carlos Rojas, que parecía haberse empequeñecido con la edad, ofreciendo su rostro un perfil cada vez más aquilino y enjuto. Tenía el gesto autoritario y bondadoso de los antiguos patriarcas, al escuchar á hombres y mujeres.

Después, mientras Celinda pensaba en su padre, los dos consocios iban repasando mentalmente su actual prosperidad. Centenares de agricultores procedentes de todos los países de Europa habían adquirido parcelas de la tierra regada, para formar sus huertas llamadas «chacras». El enorme precio que el agua había dado al suelo era pagado á plazos por los colonos, en el curso de diez años. Cada trimestre ingresaban en su oficina cantidades enormes que iban á quedar luego inmóviles en los Bancos.

Los canales avanzaban sus tentáculos por la antigua cuenca del río Negro, convirtiendo todos los años tierras areniscas en campos fecundos; y esto atraía incesantemente á nuevos emigrantes, doblando ó triplicando los ingresos de la sociedad. Y así continuarían, años y más años, hasta amontonar una suma considerable de millones.

Robledo pensaba con melancolía en el destino de su riqueza enorme. Llegaba á él cuando era viejo y no podía sentir la tentación de los placeres que engañan y entretienen á los demás mortales. Los hijos de Watson y de Celinda serían archimillonarios, no conociendo nunca la esclavitud del trabajo ni las angustias de la escasez de dinero, y al ser hombres vendrían á derrochar en París una parte de su herencia principesca, llamando la atención por sus despilfarros y sus brillantes cualidades de seres ociosos é inútiles. Atraído por la fuerza del contraste, Robledo, hombre de trabajo que había sufrido en su existencia grandes estrecheces y amarguras, aceptaba con un fatalismo risueño este final de sus esfuerzos, encontrándolo lógico y de acuerdo con las ironías de la vida.

Pensaba, además, en otro contraste que había acompañado á su enriquecimiento. Mientras él se hacía millonario, la mitad del mundo, al otro lado de los mares, sufría los horrores de una gran guerra. Al principio este cataclismo había hecho peligrar su propia empresa. Los colonos extranjeros abandonaban los campos de la Argentina para ir á ser soldados en sus respectivas naciones. Pero luego se cortaba este retorno al viejo mundo, y el reflujo humano traía nuevos cultivadores á sus tierras.

Muchos que había dejado en Europa doce años antes enormemente ricos, estaban ahora pobres ó habían desaparecido. En cambio, él, que sólo era entonces un aspirante á la fortuna, un colonizador de incierto porvenir, se sentía como abrumado por la exageración de su prosperidad. Se veía igual á las reses nuevas de don Carlos Rojas, que, ahitas por la exuberancia de su nutrición, permanecían con las patas dobladas sobre la alfalfa, mirando, inapetentes, toda la riqueza alimenticia que las rodeaba.

Watson y Celinda eran jóvenes, tenían ilusiones y deseos, sabían en qué emplear su dinero. Ella conocía la voluptuosidad del lujo; su marido podía sentir el mayor placer de los enamorados, mezcla de satisfacción y de orgullo, al regalar á Celinda todo lo que desease; ¡pero él!… Ni siquiera le gustaban las molicies inocentes que hacen más grata la vejez. Le había visitado la riqueza demasiado tarde, cuando no le quedaba tiempo para aprender á ser rico.

Como había pasado la mayor parte de la existencia simplificando su vida y prescindiendo de comodidades, ya no necesitaba estas comodidades. Celinda, la antigua amazona, y su esposo, tenían á la puerta del hotel, desde las primeras horas de la mañana, un lujoso automóvil. No podían vivir sin este vehículo; parecía que lo hubiesen poseído desde que nacieron. ¡Ah, la juventud, con su maravillosa facilidad de adaptación para todo lo que representa placer ó riqueza!…

El español, sólo en casos de urgencia se acordaba de tomar un automóvil de alquiler. Prefería marchar á pie ó emplear los mismos medios de locomoción de la gente poco adinerada.

– No es miseria ni avaricia – decía Celinda á su esposo cuando le hablaba de Robledo, al que había estudiado con su fina observación de mujer – ; es simplemente olvido y falta de necesidades.

Los dos ingenieros salieron de su abstracción al oir de nuevo la voz de la joven.

– Y usted, don Manuel, ¿qué piensa hacer esta tarde?… ¿Por qué no me acompaña en mis visitas á los modistos, y así podrá hablar con motivo de la frivolidad de las mujeres?…

Robledo no aceptó la proposición.

– Debo ver á un antiguo condiscípulo que desea mi ayuda para un negocio. El pobre no ha hecho fortuna.

Era un ingeniero que durante la guerra había dirigido una fábrica dedicada á la producción de municiones. Ahora la fábrica estaba cerrada, y su dueño, después de haber reunido en cuatro años una fortuna enorme, no sabía qué hacer de ella. El ingeniero buscaba, sin éxito, un capitalista, para dedicarla por su cuenta á la producción de maquinaria agrícola.

– Vive más allá de Montmartre – continuó Robledo – ; está cargado de familia, y voy á ver si prestándole unas docenas de miles de pesos, que aquí resultan cerca de un millón de francos, puede abrirse paso. Quiere mostrarme en su casa los planos de una máquina que ha inventado para arar la tierra.

Abandonaron los tres sus asientos y salieron del hall. Fuera del hotel, el matrimonio montó en un automóvil elegante. El español prefirió marchar á pie hasta la plaza de la Estrella, donde tomaría simplemente el Metro.

Era una tarde primaveral, de aire suave y cielo dorado. Robledo marchaba con una vivacidad juvenil. La imagen de su infeliz camarada Torrebianca pasó de pronto por su memoria. Esto no era extraordinario.

Desde su regreso á Europa, le asaltaba con frecuencia el recuerdo de Federico y de su mujer, por la razón de haber vivido con ellos durante su última permanencia en París y haber emprendido juntos de aquí el viaje á América. Además, este ingeniero pobre que iba á visitar evocaba en su memoria al otro compañero de estudios.

En los doce años últimos, pasados junto al río Negro, la imagen de los Torrebianca se había mantenido fresca en su memoria. Una vida de monótono trabajo, poco abundante en novedades, conserva vivas las impresiones, pues éstas no reciben la superposición de otras que las borren.

Muchas veces, en sus largas horas de reflexiva soledad, se preguntaba cuál habría sido el final de Elena.

Su mala influencia persistió demasiado en aquel rincón del mundo para que la olvidasen fácilmente. Hasta los habitantes más antiguos de la Presa que permanecieron fieles al terruño, negándose á abandonar el pueblo arruinado, habían transmitido á los nuevos vecinos de Colonia Celinda la tradición de una mujer venida del otro lado del mar, hermosa y de poder fatídico, originadora de ruinas y muertes.

Los que no alcanzaron á conocerla se la imaginaban como una especie de bruja, apodándola «Cara Pintada» y atribuyéndole toda clase de maldades prodigiosas. Hasta afirmaban que surgía á veces en los lugares más solitarios del río, como un fantasma hermoso y fatal, peinándose los rubios cabellos ó pintándose el rostro; y esta aparición era terrible para los que la veían, pues significaba un anuncio de próxima muerte.

Robledo, en sus visitas á Buenos Aires, intentó averiguar algo de aquel Moreno que había huído con Elena; pero nunca obtuvo noticias precisas. Los dos habían caído en Europa como en un mar que se cerrase sobre sus cabezas, ocultándolos para siempre.

«Debe haber muerto – acababa diciéndose el español. – Indudablemente ha muerto. Una mujer de su especie no podía vivir mucho.»

Y durante unos meses dejaba de pensar en ella, hasta que algunas alusiones de los primitivos habitantes de la colonia despertaban otra vez sus recuerdos.

Al descender los peldaños de la estación vecina al Arco de Triunfo, olvidó completamente á su infeliz compañero y su temible esposa. Se sintió envuelto y empujado por la corriente humana que descendía á las profundidades del Metro, y el tren subterráneo le llevó al otro lado de París.

Pasó más de dos horas en la casa de su amigo el inventor – modesta habitación situada en una calle afluente á los bulevares exteriores – , y al caer la tarde se vió marchando á pie por el bulevar Rochechuart, hacia la plaza Pigalle.

En sus excursiones por Montmartre acompañando á sudamericanos ansiosos de gozar las falsas y pueriles delicias de los restoranes nocturnos, nunca había ido más allá de dicha plaza. Además, esta parte de París, vista de noche, ofrece un espectáculo engañoso que contrasta con la mediocridad de su fisonomía diurna.

El bulevar que él seguía estaba frecuentado por un público de aspecto ordinario y vulgar. El Montmartre de que hablaban con delicia los forasteros, y cuyo nombre era repetido con admiración por cierta juventud del otro lado del Atlántico, empezaba á partir de la plaza Pigalle. Este bulevar Rochechuart era como los territorios mixtos inmediatos á una frontera, que carecen de fisonomía propia. Debían de vagar en él los expelidos del Montmartre próximo por la necesidad de un alojamiento más barato, ó las principiantas que aún no han logrado ropas ni maneras convenientes para deslizarse en los grandes restoranes nocturnos.

Según se iba extinguiendo la tarde parecía aumentar el número de hembras engañosamente vestidas, que necesitan la luz incierta del crepúsculo para salir á la caza del hombre y del pan.

Robledo se cruzaba con ellas, fingiéndose ciego ante sus violentas ojeadas y sordo á las palabras susurrantes en honor de su apostara de buen mozo.

«¡Pobres mujeres! Verse obligadas á decirme tan enorme mentira para poder comer…»

De pronto, una de estas mujeres llamó su atención. Era semejante á las otras, y, lo mismo que ellas, le miraba atrevidamente, con ojos provocadores. ¡Pero estos ojos!… ¿Dónde había visto él estos ojos?

Iba vestida con una elegancia miserable. Sus ropas, desteñidas y viejas, habían sido lujosas muchos años antes; pero vistas á cierta distancia, aún podían engañar á los distraídos. Además conservaba cierta esbeltez, que, unida á su estatura, hacía olvidar por un momento los estragos de la miseria y de los años.

Al ver que Robledo se detenía un instante para examinarla mejor, sonrió con alegre sinceridad. Era un buen encuentro; el mejor de la tarde. Este señor tenía el aspecto de un extranjero rico que vaga desorientado por un barrio excéntrico al que no volverá nunca. Había que aprovechar la ocasión.

Mientras tanto, Robledo continuaba inmóvil, mirándola con el ceño fruncido por una rebusca mental.

«¿Quién es esta mujer?… ¿Dónde diablos la he visto?»

Ella también se había detenido, volviendo la cabeza para sonreir é invitándole con el gesto á que la siguiera.

Se reflejaron en el rostro del ingeniero las alternativas de la sorpresa y la duda.

«Pero ¿será?… ¡Yo que la creía muerta hace años!… No, no puede ser. Como he pensado en ella esta tarde, me equivoco… Sería una casualidad demasiado extraordinaria.»

Siguió examinándola de lejos, creyendo reconocer el pasado en algunos rasgos de aquella fisonomía ajada, y quedando indeciso ante otros que le resultaban extraños. ¡Pero los ojos!… ¡aquellos ojos!…

La mujer volvió á sonreir y á mover levemente la cabeza, repitiendo sus mudas invitaciones. Impulsado por la curiosidad, hizo Robledo involuntariamente un leve gesto de aceptación y ella reanudó su marcha. Pero sólo dió algunos pasos, deteniéndose ante la cancela de un bar de aspecto sórdido, con tupidos visillos en los cristales. Guiñó un ojo, y abriendo la mampara desapareció en el interior del sucio establecimiento.

Quedó indeciso el español. Le repugnaba ir á reunirse con aquella mujer y al mismo tiempo se sentía arrastrado por su curiosidad. Presintió que si se alejaba sin hablarla quedaría para siempre en una incertidumbre torturante, lamentando el resto de su existencia no haberse enterado de si Elena vivía aún ó estaba muerta. El miedo á la duda futura le impulsó á la acción, haciéndole abrir con cierta violencia la puerta del bar.

Vió seis mesas, un diván de hule abullonado á lo largo de las paredes, espejos borrosos, y un mostrador que tenía detrás una anaquelería con botellas. El mostrador lo ocupaba una mujer algo vieja y de gordura elefantíaca, con los ojos pintados de negro y la cara moteada de granos y costras.

Recordando sus años juveniles pasados en París, reconoció Robledo el pequeño establecimiento frecuentado por mujeres que no disponen de otra industria para vivir que el encontrón carnal, pero desean conservar cierta apariencia independiente, y á las cuales sirve la dueña de consejera é intermediaria.

Un camarero de aire afeminado servía á las parroquianas. En este momento eran dos. Una jovencita de rostro exangüe que se transparentaba, como si fuese á dejar ver las oquedades y las aristas de su cráneo. Tosía convulsivamente, y entre tos y tos se llevaba á la boca un cigarrillo. En otra mesa vió á una mujer avejentada y de aspecto abyecto, que tal vez en su juventud había sido hermosa. Conservaba la misma esbeltez arrogante de la otra seguida por Robledo, pero sus ropas y su rostro revelaban una miseria mayor. Bebía á lentos sorbos el contenido de una gran copa y se retrepaba á continuación en el diván, cerrando los ojos como si estuviese ebria.

Al entrar el ingeniero se dió cuenta de que la mujer había ido á sentarse en el fondo del establecimiento, lejos del mostrador y de las otras parroquianas. Su presencia produjo cierta emoción. La patrona le acogió con una sonrisa repugnante por su excesiva obsequiosidad. La muchachita tísica tuvo para él una mirada que creía de amor, y á Robledo le pareció de mendiga que implora una limosna. La borracha, al sonreirle, mostró que le faltaban varios dientes. Luego guiñó un ojo con cínica invitación, pero al ver que el hombre miraba á otra parte, levantó los hombros y volvió á adormecerse.

Ocupó el recién llegado una mesa frente á la mujer que le había precedido, y pudo contemplarla más detenidamente que en la calle. Casi sonrió de lástima al darse cuenta del enorme engaño que representaba el tocado de aquella vagabunda.

Vista á cierta distancia, era una mujer pobremente vestida, pero con cierta pretenciosidad que podía engañar á los hombres humildes ó á los imaginativos, dispuestos á creer en la elegancia de toda hembra que se fije en ellos. Contemplada de cerca, resultaba grotesca. Su sombrero de majestuosa halda tenía los bordes roídos y las plumas rotas. Vió sus pies por debajo de la mesa, y como la falda se le había subido al sentarse, pudo contar los agujeros y los remiendos de sus medias. Uno de sus zapatos mostraba la suela perforada por el uso, con un pequeño redondel en el sitio correspondiente á los dedos. El rostro cargado de colorete y de pasta blanca no conseguía ocultar las arrugas de la edad y otras huellas de una vida trabajosa. ¡Pero aquellos ojos!…

Robledo se sentía por momentos más convencido de que era Elena. Los dos se miraron fijamente. Después ella preguntó por señas si podía acercarse, pasando al fin á su mesa.

– He creído mejor entrar aquí, para que hablemos. Muchas veces, á los hombres no les gusta que los vean con una mujer en la calle. La mayoría son casados. Usted tal vez lo es, como los otros.

Su voz era ronca; no recordaba la que él había oído doce años antes; pero á pesar de esto, su convicción iba creciendo. «Es ella – pensó. – Ya no es posible la duda.» La mujer siguió hablando.

– Tal vez me equivoco. Usted debe ser soltero. No veo su anillo de matrimonio.

Y miraba sonriendo las manos masculinas puestas sobre la mesa. Pero otra cosa pareció preocuparla más que el estado civil del señor que la había seguido. Volvió los ojos con cierta ansiedad hacia el mostrador, donde estaba el camarero esperando su llamamiento.

– ¿Puedo tomar una copa? – preguntó. – Advierto á usted que el whisky de aquí es magnifico. Imposible encontrarlo mejor en todo París.

Al ver que él asentía con un movimiento de cabeza, se aproximó el camarero, y sin necesidad de preguntar qué deseaba la parroquiana, trajo por su propia iniciativa una botella de whisky y dos copas. Después de llenar éstas se alejó, no sin dirigir á Robledo una mirada y una sonrisa iguales á las de la dueña del establecimiento.

Bebió la mujer con avidez su copa, y al ver que el otro dejaba intacta la suya, pasó por sus ojos una expresión implorante.

– Antes de la guerra, el whisky valía muy poco; ¡pero ahora!… Sólo los reyes y los millonarios pueden beberlo. ¿Me permite usted?

Hizo Robledo un gesto indicador de que la cedía su parte, y ella se aprovechó con apresuramiento de tal permiso.

El licor parecía repeler cierta torpeza mental que se reflejaba en la lentitud de sus palabras, dando nueva luz á sus ojos y mayor soltura á su lengua. Dejó de hablar en francés para preguntar en español:

– ¿De dónde es usted? He conocido por su acento que es americano… americano del Sur. ¿De Buenos Aires tal vez?…

Movió la cabeza Robledo negativamente, y sin perder su gravedad soltó una mentira.

– Soy de Méjico.

– Conozco poco ese país. Me detuve en Veracruz unos días nada más, de vapor á vapor. La Argentina la conozco bien: viví allá hace años… ¿Dónde no he estado yo?… No hay lengua que no hable. Esto hace que los señores me aprecien y muchas amigas me tengan envidia.

Robledo la miraba fijamente. Era Elena; ya no podía dudar. Y sin embargo, no quedaba nada en su persona de la mujer conocida en otros tiempos. Los últimos doce años habían pasado sobre ella más que una existencia entera reposada y ordinaria, transfigurándola en sentido decadente.

Si él había podido reconocerla, era porque, al vivir tanto tiempo en el mismo lugar solitario y monótono, sus impresiones antiguas se mantenían vivas, con la incesante renovación del recuerdo, sin que otras las sofocasen bajo su paso. En cambio, ella había vivido tan aprisa y visto tantos hombres, que le era imposible acordarse del español. Le sería necesario para ello una enérgica concentración de su memoria. Además, el ingeniero también se había desfigurado con los años.

Sin embargo, ella, por instinto profesional, presintió que no era la primera vez que estaba junto á este hombre. Sus sentidos de mujer de presa y de hembra perseguida, obligada á defenderse y viviendo en perpetua inquietud, parecieron avisarla.

– Yo creo – dijo – que nos hemos visto otra vez, pero no puedo acordarme dónde, por más que pienso. ¡He corrido tantos países!… ¡he conocido tantos hombres!…


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