Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес
Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование
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CAPÍTULO XV
Marchó Watson hacia el pueblo, sintiendo en su interior la comezón de una conciencia que empieza á perder su tranquilidad.
Recordaba con remordimiento aquel breve diálogo en el parque improvisado, durante el cual habló duramente á Robledo. «¡Y por esa mujer – pensaba – que lleva los hombres á la muerte, he maltratado al mejor de mis amigos!»
Luego, el rostro triste y lloroso de Celinda sucedía en su imaginación á la cara bondadosa de Robledo.
«¡Pobre Flor de Río Negro! – siguió diciéndose. – Debo ir mañana á implorar su perdón, si es que se digna escucharme.»
Entró en la Presa ensimismado, dejándose llevar por el instinto de su cabalgadura; pero de pronto notó que ésta quería detenerse, y al levantar su cabeza se dió cuenta de que estaba ante la casa de la Torrebianca.
El comisario de policía, ayudado por dos de sus hombres, empujaba con suavidad al último grupo de curiosos, llevándoselo por delante entre paternales exhortaciones.
Se alejó don Roque, é iba Ricardo á continuar su marcha, cuando notó que en la casa se entreabría una ventana, asomando á ella una mano de mujer, que le hacía señas para que se acercase. Watson permaneció insensible al llamamiento y la ventana se abrió completamente, apareciendo Elena vestida de negro, como si guardase luto, pero llevando estas ropas fúnebres con cierta coquetería.
Tuvo Ricardo que aproximarse á la casa, y se quitó el sombrero para responder á sus afectuosos ademanes.
– ¡Tanto tiempo sin verle!… Entre en seguida.
Él hizo con la cabeza un signo negativo, mirándola con severa expresión.
– ¿No me pregunta por quién voy de luto? – continuó ella. – Ha muerto la madre de mi esposo, una señora que yo amaba muchísimo. Estoy muy triste… ¡Cómo necesito en estos momentos la conversación de un buen amigo!…
Pretendía dar á sus palabras un tono doloroso y al mismo tiempo le invitaba á subir con ademanes de seducción. Pero Ricardo insistió en sus signos negativos y dijo al fin:
– Vendré á visitarla cuando viva en otra casa y esté presente su esposo. Ahora no puedo.
Y se alejó sin volver el rostro, mientras ella iba pasando de la sorpresa á la cólera, cerrando finalmente su ventana con violencia.
Cuando Watson, después de la cena, intentó disculparse con Robledo, pidiendo que le perdonase su rudeza, el español le hizo callar.
– No hablemos del pasado; tan amigos como antes: lo nuestro resulta un incidente sin importancia. Lo verdaderamente terrible es lo del pobre Pirovani y la situación en que se ve Canterac… Comprendo la impresión que han producido en usted sus palabras. ¡Pobre hombre! Únicamente quiso aceptar de mí lo más preciso para su viaje á través de la Cordillera. Dice que en Chile esperará mis noticias. Pienso buscarle algunas recomendaciones entre mis amigos de Buenos Aires… ¡Qué catástrofe! ¡Y todo por una mujer!
Robledo quedó pensativo, para afirmar después optimistamente:
– Yo no la creo mala por completo. Es una hembra impulsiva, con las pasiones sin educar, que siembra el mal ignorándolo muchas veces, pues toda su atención la pone en ella misma, creyéndose el centro de lo existente. Si fuese rica tal vez sería buena; pero no conoce la modestia y es incapaz de aceptar el sacrificio. ¡Desea tantas cosas y tiene tan pocas!…
Sonrió melancólicamente é hizo una pausa, para continuar diciendo:
– Por suerte, no todas las mujeres son iguales. Ella misma me dijo un día que, en nuestra época, la hembra que piensa un poco se considera infeliz y odia todo lo que la rodea si no posee un collar de perlas, que es como el uniforme de la mujer moderna… Hay un ser más temible, querido Ricardo, que la mujer que busca á todo trance el collar de perlas: es la que lo tuvo, lo perdió, y quiere volver á conquistarlo sea como sea.
El recuerdo de Gualicho, diablo enredador que perturbaba á los indios con sus tretas, obligándolos á montar á caballo para perseguirlo á lanzadas y golpes de boleadora, pasó por su memoria. De continuar Elena en el mundo viejo, hubiese sido una de tantas mujeres temibles que se ven refrenadas y neutralizadas por la vecindad de otras semejantes á ellas. Pero aquí, rodeada de hombres que la admiraban, y en un ambiente primitivo que la hacía resaltar como si fuese de esencia superior, había ejercido sin quererlo una influencia tan nefasta como la del demonio cobrizo temido en otros tiempos por los jinetes errantes de la Pampa.
Ella misma había sido víctima de este ambiente de soledad al enamorarse de Watson. Creía poder jugar con los hombres, despreciándoles. Así se lo había manifestado una noche á Robledo, mirando con lástima á sus solicitantes. Pero Ricardo era la juventud, la frescura varonil, el hombre adorado por el primer amor de una adolescente y que por esto mismo representa una tentación para la coqueta madura, ganosa de quitárselo á la otra mujer. Sentía la necesidad de convencerse á sí misma de que aún guardaba su antiguo poder de seducción, trastornando la existencia del joven ingeniero… Y ahora debía sufrir cruelmente en su vanidad, al verse despreciada por el único hombre que había llegado á interesarle en este desierto.
Robledo acabó por compadecer á la esposa de Torrebianca con una conmiseración algo despectiva.
– Cree haber nacido para vivir en lo más alto, y la desgracia se complace en hacerla caer… Nada tiene de extraño que sea mala, faltándole el consuelo de la modestia y la resignación.
Pareció asustarse el español al considerar lo que probablemente podía ocurrir en la Presa después del suceso de aquella mañana.
– El contratista muerto… el ingeniero director fugitivo… Habrá que suspender los trabajos… Van á retrasarse las obras del dique, y llegarán las crecidas sin que las tengamos terminadas. ¡Qué situación! Hay que ir á Buenos Aires en busca de remedio.
Y pasó gran parte de la noche sin poder dormir, desvelado por estas preocupaciones.
Watson montó á caballo la mañana siguiente, pero en vez de dirigirse al lugar donde se abrían los canales, se encaminó á la estancia de Rojas. Mientras el gobierno no enviase un nuevo director para la terminación del dique, los trabajos de la empresa ideada por Robledo resultarían inútiles y era prudente suspenderlos.
Al llegar cerca de la estancia quiso descender de su caballo para abrir una «tranquera», armazón de palos que servía de puerta, obstruyendo el camino; pero vió junto á ella un pequeño mestizo, de diez años, gordinflón, con ojos aterciopelados de antílope y una tez lustrosa de color chocolate claro, que le contemplaba sonriente, metiéndose un dedo en la nariz.
– Esta mañana – dijo – salió disparado el patrón… Anoche nos robaron una vaca.
Pero Ricardo le preguntó algo que consideraba más interesante.
– ¿Dónde está tu patroncita, Cachafaz?
El llamado Cachafaz, á causa de sus diabluras, sacó el índice que tenía en la nariz para señalar á lo lejos.
– Ahorita mismo acaba de dirse. La encontrará ahí cerquita no más.
Y con el dedo fué señalando toda la línea del horizonte.
Comprendió Watson que para el amigo Cachafaz, hijo del desierto, «ahorita mismo» significaba una hora, dos ó tal vez tres, y «ahí cerquita» algo así como un par de leguas. Pero necesitaba ver á Celinda, estaba resuelto á buscarla, y empezó á galopar por el campo, confiándose á su buena suerte.
Lo que el pequeño mestizo no quiso decir era que la patroncita estaba enferma, según opinión de su madre, india vieja que había venido á reemplazar á Sebastiana como primera criada de la estancia, pero sin tener su buen humor ni su garbo para el trabajo. Iba á todas horas con un cigarro paraguayo en un extremo de sus labios azulencos y chorreantes de nicotina, y cuando don Carlos no estaba presente, empleaba para tomar mate su misma calabacita de finas labores y su bombilla de plata.
Las gentes de la estancia miraban con un respeto supersticioso á la madre de Cachafaz, por creerla bruja y en oculto trato con los espíritus que aullan y giran dentro de las columnas de arena, altas como torres, levantadas por el huracán en la altiplanicie. Al ver la melancolía de Celinda y sorprenderla otras veces llorando, la india movía su cabeza, como si esto confirmase sus opiniones.
– Usted lo que tiene, niña, es que está enferma, y yo sé de qué enfermedad.
Un abuelo suyo había sido gran hechicero cuando los indios acampaban aún sobre esta tierra como dueños únicos. Los jefes de las tribus le hacían llamar al sentirse enfermos. Su padre heredó este tesoro de ciencia, pero por desgracia, sólo le había transmitido á ella una ínfima parte.
– A usted los que le hacen daño son los ayacuyás, y hay que curarla de sus flechas.
Ella conocía perfectamente á los «ayacuyás», duendes indios tan minúsculos, que una docena de ellos caben sobre una uña, armados con arcos y flechas, y á cuyas heridas hay que atribuir la mayor parte de las enfermedades.
No los había visto nunca, por ser una mísera ignorante; pero su abuelo y su padre, grandes «machis», ó sea curanderos mágicos, tenían frecuente trato con estos demonios pequeñísimos. Sólo los sabios indígenas podían conocerlos. Algunos médicos gringos pretendían haber los visto igualmente, dándoles en su lengua el apodo de «microbios», pero ¡qué sabían ellos!…
Cuando se les habían acabado las flechas para herir á los humanos, los atacaban con sus dientes y sus uñas. Lo importante era saber extraer, sajando ó chupando las carnes del enfermo, las astillitas de flecha ó las uñitas y dientecillos que los diablos invisibles dejaban en el cuerpo.
– Yo le buscaré un machi que la ponga buena, niña, sacándole esa tristeza que le han dado los ayacuyás. ¡Pero que no lo sepa el patrón!…
Celinda sonreía de los remedios propuestos por la madre de Cachafaz, y cuando se cansaba de permanecer encerrada en la estancia iba en busca de su caballo para correr el campo sin objeto. Ya no se vestía de muchacho. Parecía abominar de este traje, á causa de los recuerdos que despertaba en ella. Prefería montar con faldas y olvidaba el lazo, que era antes su mayor diversión.
Llevaba esta mañana más de una hora de galope por las tierras de su padre, cuando vió sobre una altura á un jinete, inmóvil y empequeñecido por la distancia, semejante á un soldadito de plomo.
Se detuvo al notar que este jinete minúsculo, como si la hubiese reconocido, se echaba cuesta abajo, galopando hacia ella. Dejó de verlo algún tiempo y luego reapareció, considerablemente agrandado, en el borde de una hondonada próxima. Al convencerse de que era Watson, el primer impulso de ella fué huir. Después se arrepintió de esta fuga, por considerarla una cobardía, quedando inmóvil, en actitud desdeñosa.
Llegó Ricardo y se quitó el sombrero, bajando los ojos humildemente. Quería hablar, pero no encontraba las palabras. Además, ella no le dió tiempo para expresarse.
– ¿Qué busca usted? – dijo con dureza. – ¿Es que le ha despedido su gringa? Aquí no se admiten puchos de otra.
É hizo dar vuelta á su caballo para marcharse. Ricardo pretendió enternecerla con su voz suplicante:
– ¡Celinda! Vengo á manifestar mi arrepentimiento… Vengo en busca de mi Flor de Río Negro.
Ella pareció conmoverse al notar la humildad infantil con que el mocetón decía estas palabras, pero inmediatamente recobró su dureza.
– ¡Perdone por Dios, hermano, y siga viaje!… Hoy no puedo hacer limosnas.
Empezó á alejarse, pero todavía se detuvo para añadir con una crueldad de niña mimada:
– No me gustan los hombres que piden perdón. Además, juré que sólo volvería á verle si me echaba el lazo… Pero no podrá echármelo nunca. Usted no es mas que un gringo chapetón, y además de torpe desagradecido.
Y metiendo espuelas á su caballo salió á todo galope, no sin hacer antes á Ricardo un gesto de desprecio. Quedó éste avergonzado por la cruel despedida de la amazona y sin deseos de seguirla. Después su vanidad se alborotó, y quiso alcanzarla para que reconociese que no era un «chapetón», un torpe, como ella creía.
Los dos empezaron á evolucionar por las tierras de la estancia, persiguiéndose á través de alturas y hondonadas. De vez en cuando, Celinda, que llevaba siempre una gran ventaja sobre su perseguidor, detenía la velocidad de su caballo como si quisiera dejarse vencer por Watson; pero al verle cerca volvía á salir á todo galope, insultándolo con las mismas palabras que inventaron los gauchos en otros tiempos para burlarse de la torpeza de los europeos en los usos del país y de su inferioridad como jinetes.
– ¡Gringo chapetón!… ¡Maturrango que no sabe tenerse sobre el caballo!
Conservaba Ricardo en el delantero de su silla un lazo de cuerda que le había regalado Flor de Río Negro. Mientras galopaba lo desenrolló, para arrojarlo sobre ella cada vez que estaba próxima. El lazo caía siempre en el vacío, lejos de Celinda, y ésta celebraba con irónicas carcajadas la torpeza del ingeniero; pero su risa fué transformándose y cada vez se hizo más alegre, como si no expresase ya desprecio por su falta de habilidad, sino regocijo. Watson reía también, presintiendo que una risa común acabaría por unirlos con más rapidez que su lazo inútil.
En estas evoluciones se fueron aproximando á la estancia. Celinda hizo que su caballo saltase una barrera de troncos, y desapareció. Watson no pudo obligar al suyo á que diese otro salto igual, é hizo un largo rodeo para entrar por una tranquera abierta.
Así llegó hasta el edificio de la estancia con calculada lentitud, deseando que saliese alguien á quien hablar. Celinda permanecía invisible, y él no osaba presentarse en la puerta de la casa, por miedo á que la hija de Rojas le recibiese hostilmente.
Otra vez el pequeño Cachafaz apareció junto á las patas de su caballo, con una oportunidad providencial.
– Dile á la señorita Celinda si puedo entrar á saludarla.
Se alejó el duende mestizo rascándose por debajo de la suelta camisa el grueso botón de su panza achocolatada. Poco después volvió á aparecer, y con su vocecita cantarina y melosa de indio anunció á Watson:
– Mi patroncita dice que se vaya, y que no quiere verle más, porque es usted… porque es usted muy feo.
Quedó riendo Cachafaz de sus propias palabras, mientras Watson miraba con tristeza hacia la casa. Luego hizo dar vuelta á su cabalgadura y se alejó relativamente consolado, por una resolución que acababa de adoptar.
«Volveré mañana… – se dijo. – Volveré todos los días, hasta que me perdone.»
Aquella tarde la pasó Elena sola en su salón. Varias veces tomó un libro, pero sus ojos se deslizaban sobre las páginas sin comprender el sentido de una sola línea.
Permaneció largo rato pensativa en el sofá, fumando cigarrillos. Luego fué á situarse junto á una ventana, mirando á través de sus vidrios la calle central, de modo que no la viesen desde fuera.
En realidad sólo podía ser vista por dos de los cuatro policías de la Presa que había colocado don Roque cerca de la casa, para evitar que se reuniesen grupos, como el día anterior. La gente parecía haber olvidado por el momento la antigua vivienda de Pirovani. Nadie se detenía ante ella y resultaba inútil la precaución del comisario. Además, muchos de los trabajadores del dique habían ido á Fuerte Sarmiento para asistir al entierro del contratista. Los otros estaban en el «Almacén del Gallego» ó formaban corros en las afueras del pueblo, discutiendo acaloradamente sobre la posibilidad de que se suspendiesen en breve los trabajos, quedando todos sin ocupación.
Algunos, más optimistas, creían que en el primer tren iba á llegar un nuevo ingeniero director, como si al gobierno de Buenos Aires le fuese imposible vivir si no reanudaba los trabajos inmediatamente. El Gallego y otros españoles hacían apuestas sosteniendo que su compatriota don Manuel Robledo, al que respetaban como una gloria nacional, sería el designado para la nueva dirección.
Ciertos peones viejos que habían rodado por todas las obras públicas del país levantaban los hombros con una expresión fatalista.
– La carreta se ha atascado, y veréis el tiempo que pasa antes que vuelva á rodar.
Mientras Elena, de pie junto á los vidrios, contemplaba la calle solitaria, iba repasando mentalmente todas las dificultades de su actual situación. Pirovani muerto; el otro huído; la casa que ella ocupaba no sabiendo aún de quién iba á ser… Además pensó en lo que estaría diciendo Robledo y en la hostilidad repentina de aquel Watson, única persona cuya presencia parecía esparcir cierto interés sentimental sobre la vida monótona que llevaba allí. Tal vez á aquella misma hora Ricardo iba en busca de la muchachuela que había intentado golpearla con su látigo…
Nunca, en el curso de su complicada historia, que ella sola conocía exactamente, se había encontrado en peor situación. Hasta aquella muchedumbre heterogénea – en la que había muchos con un pasado europeo repleto de delitos – se atrevía á dirigirle reproches, obligando á la autoridad de la Presa á guardarla con aquellos dos hombres apoyados en sus sables que veía desde su ventana. ¡Y ella había atravesado el Océano y venido á instalarse en una tierra casi salvaje, para encontrarse finalmente en tal situación!…
Siempre había conseguido un remedio en los mayores apuros de su vida; siempre lograba salir de los conflictos bien ó mal; pero ahora no podía acertar con la solución necesaria… ¿Irse de allí? ¿Cómo lograrlo? Eran pobres lo mismo que al llegar; más aún, pues Robledo no iba á pagarles igualmente su viaje de regreso. ¿Adónde dirigirse, si su esposo había huído de París y allá le esperaba la Justicia?
Pensó con miedo en la prolongación de su vida en la Presa. Había resultado tolerable hasta el presente por las larguezas de Pirovani y la rivalidad de éste con los otros. Mas ¡ay! el italiano había muerto, y ella tendría que abandonar esta casa que era como un palacio dominador de todo el pueblo. Nadie vendría en adelante á desearla y admirarla, esforzándose por hacer agradable su vida. Únicamente quedaba Robledo: un enemigo… Quedaba también Watson, que podía haber representado para ella una solución; pero ¡este hombre había cambiado tanto!…
Cruzó por su pensamiento una idea que la había halagado en los últimos días, cuando el joven la acompañaba en sus paseos. Ella podía abandonar á Torrebianca, que era un náufrago incapaz de salir á la orilla, é irse con Watson por el mundo. Un hombre enérgico y algo inocente como este joven, aconsejado por una mujer experta, podía acabar triunfando en cualquier país. En su vida anterior tenía Elena episodios más arriesgados… Pero inmediatamente sentía la fiebre del odio al convencerse de que era imposible esta solución.
Ricardo había huído de ella para siempre. Ya no podía dudar de este alejamiento, después de haberle hablado desde su ventana la tarde anterior. Tal vez le sería fácil su reconquista viéndolo á solas; pero el otro, como si presintiese el peligro, había dicho que sólo volvería á visitarla en otra casa y en presencia de su esposo. La voz con que afirmó esto y su mirada revelaban una voluntad inconmovible.
Como Elena no podía sospechar el cambio de ideas que se había realizado en Canterac después del duelo, ni tampoco la breve conversación de éste con Watson al marcharse, atribuía dicho trastorno en la actitud del joven á la influencia de Celinda.
«Me lo ha tomado otra vez – pensó. – Esa muchachuela rústica me cierra el único camino que podía seguir. ¡Ay! ¡cómo la odio!»
Durante sus reflexiones se sintió agitada por diversos y encontrados pensamientos, como si se hubiese partido interiormente en dos personalidades distintas. La imagen de Watson la confortaba todavía en estos momentos angustiosos. Era el hombre joven, el dominador, que surge en el ocaso de toda mujer acostumbrada á jugar cruel y fríamente con los deseos de los hombres. Ella, que los había buscado en otros tiempos por ambición ó por codicia, necesitaba ahora á Watson. No lo deseaba solamente porque era capaz de hacerla salir de su crítica situación, sino por él mismo; porque era la juventud, la fuerza y la ingenuidad, todo lo que puede dar apoyo á una vida fatigada. Sentía además el dolor de los celos; unos celos de mujer vanidosa y algo madura que se ve arrebatar la última esperanza de felicidad por una adversaria que casi puede ser su hija.
A la par que sufría este tormento debía preocuparse de su trágica situación, creada por la rivalidad amorosa de dos hombres que la habían deseado, y defenderse también del odio de todo un pueblo.
«¿Qué hacer? – siguió pensando. – ¡Ay! ¿En dónde me he metido?»
Unos golpecitos en la puerta del salón la hicieron abandonar sus pensamientos. Entró Sebastiana con expresión tímida é indecisa, manoseando una punta de su delantal. Al mismo tiempo sonreía mirando á la señora, como si buscase palabras para dar forma al deseo que la había traído hasta allí.
Elena la animó á que hablase, y entonces la mestiza dijo resueltamente:
– Yo estaba al servicio del finado don Pirovani, y como ya es difunto… por lo que todos sabemos, debo irme.
Manifestó la señora su extrañeza ante tal decisión. Podía quedarse; ella estaba contenta de sus servicios. La muerte del italiano no era motivo suficiente para que se marchase. En alguna parte debía servir, y Elena prefería que fuese en su casa. Pero la mestiza insistió, moviendo la cabeza negativamente:
– Debo irme. Si me quedo, tengo amigas aquí que me sacarán los ojos. ¡Muchas gracias! Quiero estar bien con los míos… y ¿por qué no decirlo? la señora cuenta con pocas simpatías en el pueblo.
Después de tales palabras no juzgó prudente Elena seguir la conversación, limitándose á mostrar una triste conformidad.
– ¡Si á usted le da miedo seguir aquí!…
Esta tristeza conmovió á Sebastiana.
– Yo con gusto me quedaría; la señora me es simpática y no me ha hecho nunca daño… Pero la gente es como es, y yo ¡pobre de mí! no voy á pelearme con todas las mujeres de la Presa. Si puedo servir en otra cosa á la señora, mándeme…
Se retiró al fin, luego de insistir en sus deseos de ser útil á Elena y en la tristeza que le causaba abandonar su servicio. Cerca de la puerta se detuvo para contestar á la marquesa, que le preguntó por su marido.
– No sé. Salió esta mañana y aún no ha vuelto. Tal vez ha ido á Fuerte Sarmiento con don Moreno para el entierro de mi pobrecito patrón.
Al quedar sola, Elena empezó á preocuparse de su esposo, personaje olvidado que parecía resurgir con nueva importancia. Estaba acostumbrada á considerarlo como un ser falto de voluntad, pronto á aceptar todas sus ideas y creyendo lo que ella quisiera hacerle creer. Pero el último episodio de su vida resultaba extremadamente violento. En una gran capital hubiera tenido menos resonancia, ¡mas aquí, en un pueblo de vida monótona, donde rara vez ocurría algo extraordinario, y en presencia de una muchedumbre aventurera predispuesta á insultar á las personas de clase superior!…
Sintió cada vez mayor inquietud al pensar en la posibilidad de que Torrebianca descubriese el verdadero motivo del odio de aquellos dos hombres cuyo duelo á muerte había concertado. Fué repasando en su memoria todo lo ocurrido entre ella y su esposo desde el día anterior. Federico, al volver á casa, le había contado el triste fin del combate, pero con ciertas precauciones, como si temiese la emoción que podía causarle esta noticia. Luego, al atardecer, parecía otro hombre. Rehuyó hablar, contestándola siempre con monosílabos, y por dos veces sorprendió su mirada fija en ella con una expresión que nunca había conocido. Después de cerrar su ventana Torre-bianca, molestado por la curiosidad de la muchedumbre, se había ocultado en su dormitorio para no salir hasta la mañana siguiente muy temprano, antes de que Elena despertase. El día tocaba á su fin y Federico aún no había vuelto. ¿Qué debía pensar ella de todo esto?…
Pero su inquietud no tardó en desvanecerse. Estaba tan acostumbrada al dominio absoluto de su marido, que acabó por considerar sin fundamento sus sospechas y temores. Además, aunque tales inquietudes resultasen ciertas, ella conseguiría apaciguarlo y convencerlo, como lo había hecho muchas veces.
La vista de un transeúnte que pasaba lentamente ante la casa mirando á las ventanas sirvió para hacerla olvidar á su esposo. Era Manos Duras. Una hora antes, cuando estaba ella, lo mismo que en el presente momento, de pie junto á los vidrios, había creído ver por dos veces al gaucho asomándose á la esquina de una callejuela próxima. El rústico jinete iba á pie, vagando por el pueblo, como un trabajador en día de descanso. Al columbrar á la marquesa detrás de los visillos la saludó quitándose el sombrero y enseñando su dentadura de lobo.
Era el primer saludo sonriente que recibía Elena después de la muerte de Pirovani. Adivinó en este hombre al único admirador que le quedaba, y esto le pareció tan cómico que casi la hizo reir. En adelante sólo podría contar con el enamoramiento de un gaucho medio bandido.
Quedó pensativa, con la frente apoyada en los cristales, mirando la avenida solitaria. Manos Duras había desaparecido en la callejuela inmediata, y hasta los dos policías, juzgando inútil su vigilancia, se iban alejando hacia el boliche.
Otra vez sonó la puerta del salón bajo los discretos llamamientos de Sebastiana. Ahora entró más resueltamente, pero hablando en voz baja y sonriendo con una expresión confidencial.
– ¿Ha venido el señor? – preguntó Elena.
– No; es otra cosa… Estaba yo en el corral, hace un momento, cuando ese gaucho que llaman Manos Duras apareció en la puerta trasera y dijo…
Hizo esfuerzos de memoria para repetir las mismas palabras del hombre. Le había encargado que manifestase á la señora marquesa cómo él estaba allí, á sus órdenes, para lo que quisiera mandar. En los malos momentos se conoce á los amigos; y ahora que tantos en el pueblo y fuera de él hablaban contra la señora por pura envidia, Manos Duras tenía el gusto de repetir que era el de siempre.
– Decidle vos á tu patrona que no me doy la vuelta como muchos otros, y que ella siempre será la mesma para mí, porque yo soy de los de «me rompo pero no me dueblo»… Eso me ha dicho Manos Duras para que yo se lo diga á la señora.
Elena acogió estas palabras con una sonrisa. ¡Pobre hombre! ¡Y aún decían que era un bandido!… Para ella resultaba en aquellos momentos el varón más interesante del país, el único caballero que se atrevía á hacer frente al populacho ofreciéndola su apoyo.
Cuando la mestiza se marchó, aún se mantuvo Elena junto á la ventana viendo á los transeúntes, cada vez más numerosos, según avanzaba el ocaso. Se apartó de los vidrios al pasar algunos grupos de trabajadores á caballo ú ocupando carruajes alquilados en Fuerte Sarmiento. Volvían indudablemente del entierro del contratista. Todos, antes de alejarse, miraban de reojo la casa.
Cerca del anochecer vió pasar á un jinete solo, que bajaba la cabeza obstinadamente. Era Ricardo Watson. Se dió cuenta, por su traje cubierto de polvo y por el aspecto de su cabalgadura, que no venía del entierro como los otros. Debía haber pasado el día en el campo; indudablemente, en la estancia de Rojas ó vagando por las inmediaciones del río en compañía de aquella muchacha del látigo. «¡Y yo aquí – pensó – , encerrada como una fiera, huyendo de los insultos de un populacho injusto!… ¡Y luego se asombran de que una mujer sea mala!»
Permaneció inmóvil, con los ojos entornados, mientras las sombras del crepúsculo, surgiendo de los rincones, venían á confundir sus lobregueces en el centro de la habitación. Sólo una débil claridad exterior daba cierta fluorescencia azul á los vidrios, destacándose sobre ellos la silueta inmóvil de Elena.
Cerrada ya la noche, cuando dió un grito para que acudiese Sebastiana, ésta contestó adivinando sus deseos:
– ¡Allá voy con la lámpara!…
Y apareció llevando un gran quinqué, que puso sobre la mesa, en mitad del salón.
Iba á retirarse, creyendo que lo había hecho todo, cuando la detuvo la señora.
– ¿Usted sabe dónde podrá estar en este momento ese Manos Duras de que me habló antes?
La mestiza, siempre predispuesta á la charla desarrolló un largo preámbulo antes de dar una contestación precisa. Manos Duras iba ahora á todas partes con unos amigos suyos de la Cordillera que estaban alojados en su rancho: gente mala y poco temerosa de Dios. ¡A saber lo que traerían entre manos!… También le había indicado, en su diálogo á la puerta del corral, que tal vez hiciese pronto un largo viaje, y esta era la razón de haber venido á molestar á la señora por si quería mandarle algo.
– Yo creo – terminó – que si no se ha vuelto á su rancho lo pillaré á esta hora donde el Gallego.
– Vaya á buscarle – dijo Elena – y avísele de mi parte que á la diez en punto esté frente á la casa… Nada más. Pero dígaselo con habilidad; que nadie se entere.
Sebastiana, que había acogido las primeras palabras como si las escuchase mal, por parecerle inauditas, al oir que le recomendaban ser discreta, olvidó su asombro para afirmar vehementemente que la patrona podía estar tranquila en cuanto á la prudencia con que ella acostumbraba á cumplir los encargos.
Salió de la casa, marchando á toda prisa hacia el boliche. Si no encontraba allí al gaucho, era que se habría ido del pueblo.
Ante la puerta del establecimiento se detuvo para mirar á su interior. Por ser ya la hora de la cena, el público había menguado. Los más de los parroquianos estaban en sus viviendas, sentados á la mesa, y solamente una hora después volverían á agolparse junto al mostrador. Un gaucho viejo tocaba la guitarra mirando la panza de un cocodrilo de los que pendían del techo. Los tres huéspedes de Manos Duras escuchaban atentamente. Éste, sentado en un cráneo de caballo y con la espalda apoyada en la pared, fumaba pensativo.
Como el dueño del boliche estaba ausente, Friterini, detrás del mostrador, imitaba el aire del patrón, mientras leía con arrobamiento un periódico italiano, viejo y sucio.
Levantó Manos Duras sus ojos, avisado por una tos discreta, y vió en la puerta á la mestiza, que le hacía señas para que saliese. A espaldas del boliche le dió Sebastiana el recado con voz misteriosa, llevándose un dedo á los labios varias veces en el curso de su mensaje. Además guiñó un ojo para que el gaucho «no la tuviese por zonza», dando á entender que sospechaba en qué pararía su aviso.
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