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Автор книги: Висенте Бласко-Ибаньес


Жанр: Прочая образовательная литература, Наука и Образование


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CAPÍTULO XX

Robledo la miró con severidad, al mismo tiempo que preguntaba bruscamente:

– ¿Cómo se llama usted?

Ella pensaba en otra cosa, con los ojos fijos en el whisky, y contestó, distraída:

– Me llamo Blanca, y algunos me apodan «la Marquesa». ¿Me permite usted que tome otra copa?… Después, en mi casa, no tendremos una botella como ésta. Porque supongo que iremos á mi casa… Está muy cerca… A no ser que usted prefiera el hotel.

Interpretando la mirada impasible del hombre como una aprobación, se apresuró á servirse una tercera copa, paladeando su contenido, mientras la sostenía con mano temblona. La interrumpió Robledo, diciendo lentamente:

– Usted se llama Elena, y si la apodan «la Marquesa», es porque alguien la conoció cuando estaba casada con un marqués italiano.

Fué tal la sorpresa de la mujer, que apartó sus labios del licor, mirando á Robledo con ojos desmesuradamente abiertos.

– Desde que le oí hablar – dijo – tuve el presentimiento de que usted me conocía.

Maquinalmente dejó la copa sobre la mesa. Luego se arrepintió, apresurándose á beberla de golpe.

– Pero ¿quién es usted?… ¿Quién eres?… ¿quién eres?

La primera interrogación la hizo aproximándose á Robledo, pero éste se echó atrás, huyendo de su contacto. Las otras dos las acompañó llevándose las manos á las sienes, como si hiciese un esfuerzo doloroso para concentrar su memoria. Al fin, dijo otra vez con desaliento:

– ¡Han pasado tantos hombres por mi vida!…

Sus ojos reflejaron de pronto la inquietud, luego el miedo, y ahora fué ella la que se echó atrás con una expresión de animal asustado, como si temiese al hombre que tenía enfrente.

– Al fin le reconozco – murmuró. – Sí, es usted; muy cambiado, pero es usted. Nunca lo hubiera conocido, de no evocar esas cosas pasadas.

Parecía haber recobrado su enérgica voluntad, y pudo mirar largo rato á su acompañante, sin sentir miedo. Luego añadió con voz fosca:

– ¡Mejor habría sido no vernos nunca!

Quedaron los dos en largo silencio. Elena parecía haber olvidado la existencia de aquella botella que continuaba acariciando maquinalmente con sus dedos. La curiosidad del español pugnó contra este mutismo.

– ¿Qué fué de Moreno?…

Ella le escuchó con una expresión de duda y extrañeza, como si no le entendiese. Se adivinaban en sus ojos los esfuerzos de un trabajo mental profundamente removedor. «¿Moreno? ¿Quién podía ser este Moreno? ¡Ella había conocido tantos hombres!»

Como si apelase al auxilio de un medicamento se sirvió una nueva copa, bebiéndola ávidamente, y su rostro pareció iluminarse al sonreir.

– Ya sé de quién me habla… Moreno; un pobre hombre, un iluso. No sé nada de él.

Insistió Robledo en sus preguntas, pero le fué imposible á Elena encontrar en su memoria una imagen clara y fija de aquel desaparecido.

– Creo que murió. Se fué á su tierra, y allá debió morir ¿Dice usted que no volvió nunca?… Pues entonces moriría aquí. Tal vez se mató. No sé… Si tuviese que recordar las historias de todos los hombres que he conocido, hace años que estaría loca. ¡No cabrían en mi cabeza!…

Robledo, con una curiosidad severa, continuó sus preguntas.

– ¿Y la hija de Pirovani?…

Volvió á llevarse ella las manos á las sienes, hundiendo los dedos en el pelo rubio, escandalosamente rubio, de sus falsos bucles. Al mismo tiempo, una mueca violenta que reflejaba su enorme esfuerzo mental hizo bailotear un poco las dos filas de sus dientes, igualmente escandalosos por su blancura.

– ¿Pirovani?… ¡Ah, sí! Aquel italiano que vivía en Río Negro y al que robó Moreno… No sé; creo que nunca volvimos á hablar de su hija. Moreno gastaba y gastaba mientras tuvo que gastar, y yo le iba enseñando los placeres de la vida. ¡Pobre tonto!…

Quedó encogida en su asiento y con la cabeza baja después de hablar así. Parecía haberse empequeñecido. Al levantar los ojos encontraba la mirada severa del español y volvía á bajarlos, fijándolos en la botella.

Durante el nuevo silencio Robledo se habló mentalmente. «¡Y pensar que por este andrajo se mataron los hombres, lloraron tantas mujeres y sufrí yo angustias inmensas!…»

Como si Elena adivinase sus pensamientos, dijo con humildad:

– Usted no sabe qué terribles han sido mis últimos años… Vino la guerra y se empeñaron en perseguirme, no permitiendo que viviese en París. Sospechaban de mí, me creían espía y alemana, dándome cada uno diferente nacionalidad. Anduve por Italia; anduve por muchos países. Hasta estuve en su patria: ¿no es usted español?… No extrañe la pregunta; ¡me es imposible recordar tantas cosas!… Y al volver á París no he encontrado á nadie, absolutamente á nadie de los de mi época. El mundo de antes de la guerra era otro mundo. Todos los que yo conocí han muerto ó están lejos. A veces creo que he caído en otro planeta. ¡Qué soledad!…

Parecía abrumada por este mundo nuevo, que no podía comprender.

– Y el primero que me sale al paso capaz de recordarme la vida anterior, es usted… ¡Mejor hubiese sido no vernos!

Luego continuó, como si hablase para ella misma:

– Este encuentro servirá para que yo piense en cosas que nunca hubiese recordado… ¿Por qué volvió usted de tan lejos?… ¿por qué se le ha ocurrido pasear por esta parte de Montmartre que nunca frecuentan los extranjeros ricos?… ¡Ay! ¡la maldita casualidad!

De pronto se incorporó, con un reflejo azulado en las pupilas.

– Déjeme beber. ¡Cómo le agradecería que me regalase toda la botella! La necesito después de este maldito encuentro que va á resucitar tantas cosas… Yo amo la vida por encima de todo. No me dan miedo las desgracias ni las miserias, á cambio de seguir viviendo… Pero temo á los recuerdos, y el whisky los mata ó los viste de tal modo que resultan agradables. Déjeme beber; no me diga que no.

Como Robledo permaneciese silencioso, Elena volvió á apoderarse de la botella para llenar su copa, apurándola con lento regodeo. Mientras bebía señaló con los ojos á la muchachuela, que continuaba fumando y tosiendo.

– Es cómo todas las de ahora: morfina, cocaína, etcétera… Yo soy de mi época, estilo antiguo; las tales drogas me ponen enferma. Sólo creo en lo clásico.

Y acarició el contorno de la botella con mano amorosa. Su rostro parecía iluminado por una extraña lucidez, que iba en aumento según ella bebía. Al verse dueña de todo el whisky deseaba quedar sola para paladearlo sin prisa, y dijo á Robledo:

– Váyase y no se acuerde de mí. Si quiere darme algo, se lo agradeceré; si no me da nada, me contento con la botella: un regalo de príncipe… Váyase, Robledo; este sitio no es para usted.

Pero él permaneció inmóvil, deseando excitar su memoria para saber algo más de su misterioso pasado.

– ¿Y Canterac?… ¿Encontró usted alguna vez al capitán Canterac?…

Este nombre tardó á resucitar en la memoria de ella más aún que los nombres anteriores. Robledo, para ayudarla, recordó el parque artificial improvisado en su honor á orillas del río Negro.

– Fué chic aquella fiesta, ¿no es cierto?… Otros hombres han hecho por mí cosas más caras; pero aquello resultó original… ¡Pobre capitán! Lo he visto después muchas veces; creo que ahora es general. ¿Cómo dice usted que se llamaba?…

Y siguió evocando sus recuerdos; pero el español se dió cuenta de que confundía á Canterac con otro militar amigo suyo, haciendo una sola persona de los dos hombres, conocidos en períodos distintos de su vida.

Robledo sabía con certeza que Canterac había muerto. Vagaba por las repúblicas del Pacífico, cambiando de ocupación, unas veces en las salitreras de Chile, otras en las minas de Bolivia y del Perú, cuando estalló la guerra, y volvió á Francia para incorporarse al ejército. Había muerto en Verdún con un heroísmo obscuro, como tantos otros, y esta mujer no guardaba una imagen precisa de él, después de haber perturbado tan deplorablemente su existencia. Ni siquiera pareció recordar su nombre al repetirlo Robledo.

Las preguntas de éste iban excavando, sin embargo, su memoria, y al fin acabó ella por repeler su adormecimiento mental, sufriendo el salto en masa de los recuerdos despertados. De pronto fué Elena la que preguntó:

– ¿Cómo se llamaba aquel muchacho americano compañero suyo?… Creo que fué el único hombre que me interesó un poco entre los muchos que me buscaban… Tal vez le amé, por lo mismo que nunca me deseó verdaderamente. Algunas veces, muy de tarde en tarde, me he acordado de él… ¿Se casó?

Hizo Robledo un signo afirmativo y ella siguió hablando.

– No diga más. Mirándole á usted creo que los años pasados vuelven á pasar, pero en sentido inverso, y todo lo recuerdo poco á poco… Ese joven se llamaba Ricardo, y tal vez se habrá casado con aquella muchachita de la Pampa á la que le daban un nombre de flor.

Estos recuerdos, los únicos que resurgían en su memoria vivos y bien determinados, le inspiraron la amarga tristeza que infunde el bien ajeno.

Se miró á sí misma con una conmiseración despectiva, como si se contemplase por primera vez. Ella que se había creído durante muchos años el centro de lo existente, se veía en lo más bajo, y aún adivinaba nuevos abismos por los que seguiría rodando, pues para la desgracia nunca hay término.

Los demás podían evocar su pasado con una melancolía dulce. Era un placer igual á una música suave y antigua, á un perfume de ramo marchito. Los recuerdos de ella mordían como lobos rabiosos y la perseguirían hasta la muerte. Por eso necesitaba vivir en una inconsciencia animal, asesinando todos los días su pensamiento con el alcohol.

Quiso exteriorizar su desesperación y murmuró, señalando á la otra mujer medio ebria que dormitaba en el diván:

– Así seré yo dentro de poco.

Se obscureció su rostro, como si pasase sobre él la sombra de sus últimas horas, y bajando las pupilas añadió:

– Y luego morir.

Robledo permaneció silencioso. Había sacado disimuladamente su cartera de un bolsillo interior y contaba papeles debajo de la mesa. Ella siguió murmurando, sin darse cuenta de que repetía sus más ocultos pensamientos:

– Tal vez alguien escriba entonces en los periódicos unas líneas hablando de la llamada «Marquesa», y media docena de personas en todo el mundo me recuerden. Tal vez ni esto, y quedaré para siempre en el fondo del río. Pero ¿tendré valor?…

Buscó Robledo una mano de ella por debajo de la mesa, entregándole un rollo de pequeños papeles.

– No debía tomarlo – dijo la mujer. – Yo sólo puedo admitir dinero de los que no me conocen.

Pero guardó en su pecho los billetes de Banco. Sus ojos, repentinamente alegres, parecieron desmentir el tono de resignada dignidad con que formulaba sus excusas por haber aceptado el donativo.

La mirada de Robledo era ahora de conmiseración.

¡Pobre «bella Elena»! Había pasado por la vida como pasan sobre los mares australes los grandes albatros, orgullosos de su blancura y de la fuerza de sus alas, abatiéndose con una voracidad implacable sobre las presas que descubren á través de las olas, creyendo que todo cuanto existe ha sido creado únicamente para que ellos lo devoren. Era un águila atlántica majestuosa y fiera, con el perfume salino de la inmensidad y la carne coriácea de la fuerza. Pero los años habían pasado, disolviendo la orgullosa ilusión de la juventud que se considera inmortal, y ahora el ave arrogante del infinito azul se veía obligada á buscar su comida en los excrementos oceánicos amontonados en la costa. Cuando el frío y la tiniebla la impelían hacia la luz, sus alas moribundas chocaban con los vidrios guardadores del fuego. Iba en busca de la ventana que refleja el rescoldo hospitalario del hogar, y tropezaba con la lente del faro, dura é insensible como un muro, acostumbrada á repeler la cólera de las tempestades. Y en uno de estos choques caería con las alas rotas para siempre, y el mar de la vida tragaría su cuerpo con la misma indiferencia que había sorbido antes á las numerosas víctimas de ella.

Contempló Robledo después á sus amigos y se vió á sí mismo en una forma igualmente animal. Eran bueyes magní-ficamente alimentados, tranquilos y buenos, como las reses que pastaban, hinchadas por la abundancia, en los campos regados de su colonia. Tenían las firmes virtudes del que ve su existencia asegurada, á cubierto de todo riesgo, y no necesita hacer daño á los demás para vivir… Y así continuarían plácidamente, sin violentas alegrías, pero también sin dolores, hasta que llegase su hora última…

¿Quién había vivido mejor su existencia?… ¿Era aquella mujer de biografía fabulosa, incapaz de recordar exactamente su origen y sus aventuras como si un cerebro humano no pudiera contener una historia tan extensa como un mundo?… ¿Eran ellos honrados rumiantes de la felicidad, que ya habían hecho sobre la tierra cuanto debían hacer?…

No pudo seguir pensando. El camarero del bar había salido á la calle, llamado por un hombre, y volvió con aire inquieto, diciendo á la dueña, algunas palabras en voz baja.

– ¡Volad, palomas mías! – gritó la mujerona desde el mostrador, dirigiéndose á las dos parroquianas más próximas.

Y explicó que la policía estaba haciendo una razzia de mujeres en el barrio, y tal vez visitase su establecimiento. Un amigo fiel acababa de traer el aviso.

La muchachita tísica arrojó el cigarro, escapando con un temblor cerval, que aún hacía más angustiosa su tos. La beoda abrió los ojos, miró en torno y volvió á cerrarlos, murmurando:

– ¡Que vengan! En la comisaría se duerme lo mismo que aquí.

Elena se apresuró á huir. Tenía miedo; pero procuró mar-char hacia la puerta con cierta majestad, pensando que un hombre estaba á sus espaldas. No quería que la confundiesen con las otras.

Al verse solo el español, entregó un billete al camarero por toda la botella y salió sin querer recibir el cambio. Luego, en el bulevar, miró inútilmente á un lado y á otro. Elena había desaparecido…

No la vería más. Cuando ella muriese, él no recibiría la noticia de su muerte. Iba á pasar el resto de su existencia sin saber con certeza si la otra vivía aún. Después de este encuentro adivinaba su final. Era de las que salen de la vida de un modo trágico, pero sin estrépito, sin que suene su nombre, habiendo sobrevivido muchos años á su historia muerta.

– Y esta es la Elena – se dijo – que, igual á la del viejo poeta, originó la guerra entre los hombres en un rincón de la tierra…

La duda formulaba preguntas en su interior. ¿Había sido esta mujer verdaderamente mala, con plena conciencia de su perversidad?… ¿Era una ansiosa de los placeres de la vida, que avanzaba inconsciente, sin reparar en lo que iba aplastando bajo sus pies?…

Mientras buscaba un carruaje, se dijo como conclusión:

– Mejor hubiese sido para ella morir hace doce años… ¿Para qué sigue viviendo?

Sonrió tristemente al pensar en la relatividad de los valores humanos y la distinta importancia de las personas, según el ambiente en que se mueven.

– ¡Pensar que este andrajo fué igual á la heroína de Homero en aquella tierra á medio civilizar, donde no abundan las mujeres!… ¿Qué dirían ahora los que tantas locuras hicieron por ella, si la viesen como yo la he visto?…

Cuando llegó al hotel, Watson y su esposa acababan de volver de su paseo.

Dos criados seguían á Celinda cargados con enormes paquetes: las adquisiciones de aquella tarde.

Miró Watson su reloj con impaciencia.

– Son cerca de las siete, y hemos de vestirnos y comer antes de ir á la Opera… Cuando las mujeres se ponen á comprar trajes y sombreros, no acaban nunca.

Celinda remedó la fingida indignación de su esposo con graciosos ademanes, y acabó por besarle, entrándose luego en la habitación inmediata para cambiar de vestido.

Watson preguntó á Robledo si les acompañaba á la Opera.

– No; voy haciéndome viejo, y me molesta ponerme de frac y guantes blancos para escuchar música. Prefiero quedarme en el hotel. Veré cómo acuestan á Carlitos… Le he prometido un cuento.

Sintió en su interior la molestia de la duda. ¿Debía relatar á Celinda y su marido el encuentro de aquella tarde?… ¿Sería más prudente comunicárselo solamente á Watson?

Rara vez en sus conversaciones habían recordado á la esposa de Torrebianca. Celinda, tan alegre y desenfadada, fruncía el ceño con expresión agresiva cuando nombraban en su presencia á la marquesa.

Podía representar para ella un deleite cruel el conocimiento de la abyección de la otra. Luego, Robledo se arrepintió de tal suposición. A Celinda, en plena felicidad, le repugnaba seguramente la venganza, y sólo le proporcionarían sus noticias la molestia de un mal recuerdo.

«¿Para qué resucitar el pasado?… ¡Que la vida continúe!» Y sólo se ocupó en pensar la maravillosa historia que iba á contarle á su príncipe heredero.


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